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Los hombres que estaban en la calurosa sala de visitas del KGB se quedaron de pie, inmóviles, como si hubieran echado raíces. El único que pareció no darse cuenta de la trascendencia de aquella información fue el francés Balouet. Se quedó mirando con expresión interrogante a los otros agentes, de los que ni siquiera sabía el nombre. Antonov se había quedado blanco como la cal, sin duda era a él a quien la noticia había afectado de modo más desagradable.

– ¿Cómo puede haber pasado algo así? -balbuceó en voz baja dirigiéndose a Smolitschew-: ¿Sabía usted algo de esto?

El gesto sombrío del coronel fue animándose lentamente hasta adquirir una expresión cínica, al principio apenas perceptible que se fue transformando poco a poco en una amplia sonrisa y finalmente dijo:

– No quiero expresar mi opinión sobre el asunto aquí y en estos momentos; pero un jefe de gobierno que golpea la tribuna de oradores con su zapato delante de los representantes de todo el mundo para dar mayor importancia a sus flojas palabras, se juega todas sus oportunidades. Desde el momento en que eso ocurrió, el camarada Nikita se convirtió en un personaje de chiste, una caricatura en la que nadie podía creer, y menos aún en Occidente.

Continuó manifestando en voz alta su opinión de que pese a los cambios, la gloriosa Unión Soviética no tenía intención de renunciar al espionaje. Como sabían hasta los niños, habían infiltrado sus agentes en todos los gobiernos occidentales, en los partidos del extranjero, en los centros de investigación y en otras instituciones. Los norteamericanos descubrieron a un marine, Nelson C. Drummond, y lo condenaron a cadena perpetua, en Suecia había pasado algo semejante con Eric Weunerstrom y los ingleses apresaron a Vladimir Solomatin… ¡mientras Jruschov afirmaba que la Unión Soviética no tenía agentes secretos!

– Usted… y usted… -señaló uno por uno a todos los presentes- no existieron nunca. Aún hoy día siguen sin existir.

La broma distendió el ambiente. Mijaíl Antonov fue el primero en reaccionar.

– El que el camarada Nikita Serguéievich dijera la verdad o no es indiferente, coronel. Lo único importante es si sus declaraciones sirvieron a los intereses de la Unión Soviética.

– ¡Y precisamente no ha sido así! -se explayó Smolitschew. Golpeó con los puños la tapa de la mesa y al gritar su calva se oscureció-. Por el contrario, perjudicó el prestigio de la Unión Soviética y nos puso en ridículo a nosotros, los hombres y mujeres del KGB, ante los ojos de todo el mundo. Jruschov no estaba a la altura de un hombree corno Kennedy.

Antonov, mientras tanto, miraba en silencio al techo donde un gran ventilador de aspas oscuras repartía el aire caliente pOr toda la estancia, y reflexionaba. Tuvo que contenerse para no echarse a reír a carcajadas. Las palabras que el coronel acababa de pronunciar, de haberlas dicho el día anterior, hubieran bastado para que el coronel, en el mejor de los casos, desapareciera de por vida en un campo ¿e castigo siberiano…, incluso podría haber sido fusilado en aplicación de la ley marcial o sufrir un «accidente» de tráfico. Hasta hacía sólo unos minutos, él, Antonov, se podía permitir contradecir al todopoderoso y emido coronel Smolitschew, pero eso era algo que pertenecía al pasado.

De un cajón de su mesa de despacho el coronel sacó una botella de vodka. Un ordenanza trajo una bandeja con vaos pequeños que Smolitschew llenó hasta el borde y los Pasó a los presentes.

– ¡Brindemos por la gloriosa Unión Soviética -levantó el vaso y se volvió a los demás- y por los camaradas Kosiguin y Brézhnev!

– Nasdarowje!

Con la mano, el coronel del KGB hizo un gesto que indicaba a los presentes que se alejaran.

– Antonov -se dirigió enérgicamente al director de la obra-, quedamos en lo que ya le he dicho; los camaradas de su oficina de información regresarán a la Unión Soviética. Sus protestas puede usted presentarlas posteriormente, a Moscú directamente si así lo cree necesario.

Al decir estas últimas palabras había en su rostro una expresión de sorna.

9

En el embarcadero, más arriba del nuevo dique, estaba atracado el barco de suministro Nefertari dispuesto a zarpar rumbo a Abu Simbel. La travesía Nilo arriba debía de durar sus buenas treinta horas. En la proa y en el puente se amontonaban las cajas y bultos, herramientas, piezas de recambio, maquinaria, conservas y bebidas y dentro de una gran jaula de tela metálica revoloteaban excitadas algunas gallinas. A popa había unos bancos reservados a los escasos pasajeros que se veían obligados a emprender la incómoda travesía, ya que en los dos aviones de la «Joint Venture Abu Simbel»» sólo había disponibles cuatro plazas.

Un marinero egipcio extendió una lona sobre un armazón metálico para protegerlo del sol. El piloto y capitán del Nefertari, un nubio esmirriado de labios muy gruesos y piel cenicienta, se esforzaba, en medio de una discusión a gritos, en hacer que funcionase la radio de a bordo, por lo que golpeaba el micrófono contra la pared de la cabina de pilotaje sin dejar de decir una y otra vez hallo! o algo semejante.

Finalmente, abandono resignado y se puso a discutir con el único marinero que formaba la tripulación del barco un problema que, a deducir por los gestos, se relacionaba con la salida de la embarcación, que ya se había retrasado considerablemente del horario previsto.

De repente, dejando atrás una nube de polvo amarillo se acercó a toda marcha un todoterreno que llevaba escrito en un lado Joint Venture y del que saltó Jacques Balouet. El vehículo dio la vuelta. El francés llevaba una bolsa de lona de color verde oliva que arrojó sobre uno de los bancos de cubierta y se sentó al lado. Como si lo hubiera estado esperando a él, el Nefertari zarpó tan pronto como Balouet subió al barco.

Además del francés, a bordo iban unos seis o siete egipcios con ropas del país. Sentados inmóviles miraban el agua fijamente y entre sus dedos desgranaban las cuentas ambarinas de una especie de rosario. En el último banco se sentaba una mujer con el rostro cubierto con un velo, lo que por sí mismo no constituía una novedad, puesto que en Abu Simbel había bastantes mujeres. Lo que sí resultaba muy poco habitual era ver a una egipcia que viajara sola. Extrañado, Balouet arqueó las cejas pero enseguida perdió interés por ella.

Tras su entrevista con el coronel no estaba de humor para conversar con nadie. Tenía un banco entero para él solo, colocó su bolsa de lona contra el respaldo y se procuró así un confortable apoyo que le permitía sentarse cómodamente y estirar las piernas sobre el banco. En aquel lugar el Nilo formaba un remanso y adquiría un color turquesa. El agua tenía múltiples reflejos y el brillo del desierto arenoso en ambas orillas deslumhraba tanto que hacía saltar las lágrimas. El francés se puso un pañuelo de gran tamaño sobre los ojos y se quedó adormilado. De vez en cuando, sacaba de su bolsa una botella de plástico llena de agua, bebía un corto trago y volvía a dormitar. Al cabo de una hora se quedó realmente dormido.

Cuando se despertó, la oscuridad ya caía sobre el interminable embalse. Las orillas se alejaban cada vez más hasta desaparecer en la infinita superficie del agua. La temperatura se hizo cálida pero agradable y sustituyó al tórrido calor del día. Sobre su cabeza oscilaba un farol de petróleo que arrojaba una luz amarillenta. Los egipcios dormían en sus bancos apoyados unos contra otros. La mujer del velo estaba despierta y lo observaba todo con los ojos muy abiertos.

Balouet se volvió hacia atrás sobre el respaldo de su banco y se dirigió en francés a la desconocida.

– Usted no es egipcia aunque vaya vestida así.