La mujer apartó el velo de su rostro y le contestó, también en francés, aunque sin el acento provinciano de Balouet:
– ¡Y usted no es de París, monsieur! -Al ver que su interlocutor no respondía nada, le preguntó-: ¿ Qué le ha hecho suponerlo?
– Una egipcia -le explicó el francés- no haría sola un viaje como éste; no están tan emancipadas.
– ¿Que nacionalidad me atribuiría, monsieur? -sonrió la mujer.
– Si las apariencias no me engañan, usted es francesa.
– Acertó.
– ¿Y de dónde?
– De París.
Se hizo una pausa durante la que cada uno de ellos reflexionó qué otra cosa podría preguntar. La mujer vestida de egipcia fue la primera en decidirse.
– ¿Qué le lleva a Abu Simbel? -quiso saber.
A Balouet le hubiera gustado mucho hacerle esa pregunta, pero en aquel momento le correspondía contestar, y lo hizo así:
– Trabajo allí, dirijo la oficina de prensa.
La desconocida dijo algo que Balouet no pudo cornprender pero supo que era en ruso.
– ¿Qué ha dicho, madame?
Asustada, la señora se llevó la mano a los labios. Balouet pudo ver su rostro; no era bello, pero la austeridad de sus facciones, por lo que había podido vislumbrar con la escasa luz, producía una extraña fascinación.
– Le ruego que me perdone, le he mentido -aclaró precavidamente-, no soy francesa, soy rusa.
– ¿Rusa? Habla usted el mejor francés que jamás le oí a un extranjero.
– He vivido en París más de diez años.
Balouet la miró incrédulo. La situación le parecía extraña e incongruente.
– Fui secretaria del agregado de prensa de la embajada soviética.
– ¡Ah, eso es…!
– Sí. Y en Asuán he trabajado en la oficina de información de la presa… Me llamo Raja Kurjanowa.
Balouet no dijo una palabra más. Siguió mirando a la mujer y trató de aclarar qué significaba todo aquello. ¿Quería el KGB ponerlo a prueba? ¿Era Raja una desertora que trataba de ganárselo? ¿Era posible que aquellos hombres que al parecer dormían plácidamente formaran un comando asesino enviado contra él? Balouet sintió que el sudor recorría su espalda pero trató de mostrarse tranquilo.
– Seguramente no esperaba una cosa así.
– No -respondió el francés-. La verdad es que me ha cogido totalmente de improviso.
– ¿Y usted?, quiero decir, ¿qué hacía usted en Asuán?
Balouet forzó una sonrisa atormentada antes de responder con tono circunstanciaclass="underline"
– Bien, sabe, yo hago más o menos lo mismo que usted… Me llamo Jacques Balouet y soy de Toulon.
En su interior, Balouet se preguntaba cuánto sabía la rusa de él; ésta, por su parte, reflexionaba si podía fiarse de aquel francés. Quien ha tenido un cargo importante en una embajada soviética está habituado a sospechar de todo el mundo.
Sólo por decir algo, Balouet hizo una nueva pregunta.
– ¿Y qué la lleva a Abu Simbel?
Raja Kurjanowa observó con aire ausente a aquellos hombres dormidos y después de nuevo al francés; finalmente, se dirigió a él en voz muy baja y suplicante:
– Tiene usted que ayudarme, monsieur. ¡Se lo ruego, ayúdeme, por favor!
Balouet no sabía qué estaba ocurriendo, pero hizo un gesto afirmativo. Poco a poco la situación se volvía incómoda y peligrosa. ¿Qué quería la mujer rusa de él?
– El caso es -comenzó la rusa con la mirada fija en la borda- que en estos momentos yo debía ir a bordo de un Iliushin 28 volando en dirección a Moscú. Yo… -hizo una breve pausa y miró al francés a la cara- yo trabajaba para el KGB, como lo hacen todos los rusos que ocupan cargos de importancia en este país, y no he sido capaz de realizar las tareas que me habían confiado. Eso para ellos es sinónimo de sabotaje. Y no creo necesario decirle lo que en la Unión Soviética les espera a los saboteadores.
Raja pronunció estas últimas palabras con un tono de voz tan bajo que a Balouet le costó trabajo entenderla. La mujer seguía con su pañuelo de cabeza blanco atado bajo la barbilla y Balouet vio cómo le temblaban las comisuras de los labios.
– ¡Por favor, ayúdeme! -le suplicó.
Balouet no estaba convencido todavía de que aquello no fuera una trampa. Al fin y al cabo él también tenía que temer al largo brazo del KGB. Vaciló, inseguro de si debía descubrir su verdadera posición. Sin duda, eso hubiera aligerado la situación actual, pero decidió mantener su reserva.
– Admiro su valor -le dijo-. Todo el mundo sabe lo que hacen los rusos con quienes se pasan a Occidente. Les dan caza hasta el último rincón de la Tierra.
Raja sonrió con amargura.
– Lo sé. Pero prefiero tener una pequeña oportunidad que ninguna absolutamente. Antes de desaparecer he dejado una pista falsa, lo que me dará un poco de tiempo.
Balouet se la quedó mirando con aire interrogante.
– No quisiera hablar de ello -respondió a su mirada-, al menos no en este momento. Lo que busco es alojamiento para unos días o un par de semanas, después ya veré. Hablo varios idiomas y tal vez pueda ser útil en Abu Simbel. ¿Qué opina usted?
El francés se encogió de hombros. Ciertamente, no resultaría difícil encontrar una ocupación para Raja Kurjanowa. Pero Balouet se preguntó que pasaría si los rusos le encargaban que investigara el paradero de la agente desaparecida, y ese pensamiento casi le hizo sentirse enfermo. Él mismo, por su parte, todavía no se había planteado qué ocurriría el día en que le comunicara a la gente del KGB que quería dejar de trabajar para ellos. Mon Dieu!, en qué situación se encontraba!
– Ya sé lo que piensa. -Raja interrumpió el silencio de Balouet-. Se pregunta qué llevó a una mujer como yo a mezclarse con el KGB -dijo y respiró profundamente.
– Sí, eso es exactamente lo que me estaba cuestionando -mintió el francés-; a una mujer como usted se le ofrecen otras posibilidades…
Raja Kurjanowa reaccionó con vehemencia:
– Por favor, nada de frases hechas, monsieur, mi situación es bastante sencilla. Le responderé: el KGB emplea un método odioso para reclutar a sus agentes; prefiere dirigirse a personas a quienes la naturaleza o la suerte les ha jugado una mala pasada.
Balouet se sintió profundamente tocado. La apreciación daba plenamente en el blanco en lo que a él se refería. Verdaderamente sufría poco por su aspecto de nomo aunque supiera que era menospreciado por los demás, pero su destino, el de un marginado sin éxito, fue algo que no pudo soportar y eso fue ciertamente lo que le hizo caer en las garras del KGB, subyugado por la sensación de pertenecer a una organización peligrosa y con poder y de tener la posibilidad de ejercer un dominio sobre otros. Todo esto le causaba mayor placer que los escasos dólares que le procuraba ese trabajo.
En el caso de Raja no debió de ser la naturaleza, pensó Balouet mientras la contemplaba. La rusa pareció adivinar sus pensamientos.
– No, no -se apresuró a aclarar-. En mi caso fue el destino, que parecía no tener buenas intenciones conmigo.
– Lo siento -observó el francés con frialdad.
Sin necesidad de que nadie se lo pidiera, Raja Kurjanowa comenzó a contarle:
– Yo estuve casada con un químico y sólo me di cuenta de lo mucho que lo amaba cuando ya todo había pasado.
– ¿La dejó plantada?
– Podría decirse que sí. -Raja sonrió dolorosamente-. Una mañana, al marcharse, se despidió como siempre: «¡Adiós, hasta la noche!». Pero no volvió jamás. Murió en su lugar de trabajo, simplemente.
– ¿Simplemente?
– Dos funcionarios del MWD 1 me trajeron aquella noche la noticia de que mi marido había muerto de un fallo cardiaco. Sí, sencillamente así. Al principio lo creí, ¡qué remedio me quedaba! y, en cierto modo, esa versión se correspondía con la realidad. Pero lo que nadie me aclaró fue qué había producido aquel paro en su corazón. Lo supe más tarde por uno de sus colegas que, desde entonces, ha desaparecido sin dejar rastro. ¿Qué clase de mundo es éste, monsieur?