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Raja luchaba por contener las lágrimas. Hizo una pausa y continuó:

– Mi marido no me había dicho para quién trabajaba realmente, ni lo que hacía. Cuando se lo preguntaba, se limitaba a responderme que su labor consistía en combinar dos sustancias químicas de modo que produjeran una tercera. La verdad es que pertenecía al Spezbüro del KGB.

– ¿El Spezbüro?

– Un departamento fundado después de la guerra para la realización de operaciones especiales en tiempos de paz, como actos de sabotaje y atentados contra la vida de personajes de importancia. El departamento contaba con su propia «cámara», un laboratorio en el que se desarrollaban los métodos más refinados y siniestros de asesinato…

– Y su marido trabajaba en ese laboratorio, ¿no es eso?

– Así es. Investigaba en busca de venenos capaces de causar un ataque cardiaco sin dejar huella, de modo que pudiera pasar por una muerte natural. Más tarde supe que trabajaba con sustancias mortales contra las que no existía antídoto y que eran tan peligrosas que un simple contacto con ellas podía dejar paralizado a un hombre de por vida. La más peligrosa llevaba su nombre: KUR3. Pero ¿por qué le cuento a usted todo esto?

Balouet miró a Raja. La confianza que le mostraba la mujer rusa lo conmovía y se sentía miserable en aquella situación porque no reunía el valor necesario para descubrirle quién era él y cuáles eran sus verdaderas relaciones con el KGB. Sólo Dios sabía cuánto odiaba esa falta de coraje, esa cobardía que no podía explicarse pero que, al fin y al cabo, era la que le había llevado a caer en las garras del KGB. Se aborrecía a sí mismo. Y ese odio era más doloroso y profundo que el que pudiera sentir contra cualquiera, porque su origen y su objetivo eran la misma persona… ¡un círculo vicioso! Y así, Balouet aceptó la historia de la muerte del químico con la indiferencia del más curtido de ios agentes secretos.

El infinito embalse se extendía como un espejo, negro, liso y tranquilo y el Nefertari continuaba su rumbo hacia el sur con incansable regularidad. De vez en cuando, alguno de los egipcios que dormían en los bancos se giraba para cambiar de lado y dejaba escapar unos sonoros ronquidos.

Hablaron a ratos y dormitaron otros, y así Balouet y Raja ya habían dejado atrás la mitad de la travesía a Abu Simbel, cuando de improviso el piloto hizo sonar la sirena antiniebla. Los egipcios se despertaron sobresaltados y se produjo un gran griterío hasta que el piloto mediante gestos les dio a entender que venía en sentido contrario un gran carguero. Por lo que podía verse a la distancia que los separaba, apenas llevaba carga a bordo, posiblemente porque debía recogerla en Asuán. Esas barcazas solían navegar preferentemente de noche para no exponerse al sol implacable. El carguero respondió a la sirena con una apagada y rápida señal de que había oído la advertencia y el barco se alejó en silencio hasta perderse en la oscuridad.

Balouet estaba de pie en la popa del Nefertari y vio cómo las luces de posición de la barcaza se iban haciendo cada vez más pequeñas hasta desaparecer en la inmensidad del embalse. Aquella mujer desconocida le había contado ya la mitad de su vida, mientras que él, por su parte, se había limitado a un par de frases retóricas que no comprometían a nada. En esos momentos temía que Raja Kurjanowa aprovechara aquel largo silencio y acabara por preguntarle: «¿Y qué hay de usted, quiero decir, qué extrañas circunstancias lo han traído hasta aquí?». Pero Raja continuó en silencio. Calló durante tanto tiempo que, finalmente, fue él quien se volvió de nuevo hacia ella.

Con la manga de su amplio vestido, Raja se limpiaba las lágrimas del rostro.

– No sé qué voy a hacer -dijo en voz muy baja.

Perplejo, y para superar la penosa situación, Balouet le preguntó:

– ¿No trae equipaje?

Raja negó con la cabeza.

– No quise pasar por sospechosa; además todo sucedió demasiado deprisa, no me quedaba otra elección.

– Uhm… -gruñó el francés-, eso no facilita las cosas. Una mujer que sin conocer a nadie aparece por Abu Simbel… y para colmo sin equipaje… ¿Qué pensaría usted de algo así?

La rusa se encogió de hombros sin saber qué decir.

Balouet se volvió a un lado con la mirada fija en la oscuridad. ¿Qué podía hacer con aquella mujer? Contar la verdad en Abu Simbel podría resultar demasiado peligroso para él. Tenía que haber otra solución y debería convencer a Raja Kurjanowa de que era la correcta. Sus pensamientos comenzaron a surgir en un sentido y en otro, agitándose dentro de su cabeza como los dados en el cubilete, en busca de una combinación que le permitiera terminar con el problema de aquella amistad de viaje que no había deseado. Delante de él, el interminable pantano y el barco, que seguía siempre su solitario rumbo…

De repente, Balouet se vio obligado a volver a la realidad. Raja se había acercado a la borda y se apoyaba en la barandilla como si fuera a saltar al agua. Balouet corrió a su lado, la sujetó con fuerza por el brazo y, sorprendido él mismo por sus propias palabras, le dijo:

– ¡No lo haga! Siempre hay una salida.

– Oh, ¿creyó usted que iba a saltar al agua? -manifestó la rusa, desconcertada-. ¡Oh, no! -Trató de sonreír-. Los cosacos tienen un proverbio: quien no sabe mantenerse en la silla no debe cabalgar. Y yo he decidido hacer esta galopada, así que me mantendré en la silla. -Su voz sonaba tranquila y Balouet retiró la mano de su brazo. Casi se avergonzó de haber querido hacer el papel de salvador.

Juntos se sentaron en el último de los bancos de madera y contemplaron los desgastados tablones de cubierta del arco hasta que Raja, de nuevo, reanudó la conversación.

– Ustedes los occidentales son todos demasiado blandos ceden muy pronto. Sólo con el socialismo se aprende a luchar y a resistir.

Aunque sin saber por qué, Balouet no se atrevió a contradecirla. El comportamiento de Raja iba en contra de todo lo razonable. Pero ¿qué había de sentido común en el socialismo aparte de su idea inicial?, ¿su conducta, la de un occidental, como Raja lo había expresado, era de alguna manera razonable? En su rostro se dibujó una sonrisa burlona y Raja, aunque no pudo verla, se percató de ella inmediatamente.

– ¡Usted no me cree, monsieur! Está bien. Pero no me interprete erróneamente, por favor; no trataba de hablar bien del socialismo. Pero durante mi estancia en el extranjero, en Occidente, he llegado a este convencimiento y me temo que los capitalistas perderán la carrera por el dominio del mundo.

«¡Sorprendente -pensó el francés-, esta mujer arriesga la cabeza para librarse de las garras del servicio secreto soviético y acaba cantando una alabanza del socialismo!» De nuevo, le asaltó la duda de si todo aquello no sería un montaje de los soviéticos, si el KGB no lo tendría en el punto de mira de sus sospechas.

La conversación continuó de modo intermitente rota por largos intervalos de silencio durante los que ninguno de los dos durmió mucho tiempo, tan grande era la desconfianza mutua. En las proximidades de Kurusku, que el embalse cubría con las altas mareas, el día comenzó a hacer su aparición en el horizonte, primero con tonos azulados y amarillos y después con ocres y rojos. Allí, en el punto más meridional del gran arco del Nilo, el lago comenzaba a estrecharse poco a poco hasta convertirse en un estrecho con numerosos acantilados. Con la luz del amanecer fue como si la marea alta hiciera surgir del agua extraños espíritus con brazos ondulantes, aunque al aproximarse el barco se vio que eran las copas de las más altas palmeras que todavía sobresalían parcialmente del agua agitando sus palmas como gigantescos plumeros.

Con la creciente claridad, los adormilados egipcios parecieron volver a la vida. Primero el más anciano de ellos y después los demás fueron sacando agua del río con ayuda de una cuerda y un cubo abollado para sus abluciones matinales. Después, todos juntos se volvieron hacia el este y realizaron sus plegarias.