En el mercado de Asuán, Balouet había comprado un par de plátanos pequeños y de mal aspecto pero muy dulces; le ofreció uno a Raja.
Durante un breve tiempo, la rusa desapareció bajo cubierta. Al regresar vestía ropas europeas, una blusa de color caqui y una falda ceñida.
– Las había dejado abajo -explicó Raja adelantándose a la pregunta de Balouet-, creo que será mejor no aparecer disfrazada con estas ropas en Abu Simbel. -Y señaló el vestido egipcio que llevaba doblado bajo el brazo.
El timonel repartió té en unos pequeños vasos y aunque Balouet tembló al pensar que la infusión había sido hecha con agua del Nilo, tomó uno de ellos. Raja rechazó el que se le ofrecía.
– Tiene la apariencia de té -observó la rusa con sequedad-. ¿Sabe a té?
– No está mal -respondió Balouet-, basta con no pensar de dónde procede.
La conversación matutina de los egipcios era tan animada y ruidosa que los dos europeos tuvieron dificultades para entenderse. Pero lo que Balouet tenía que decir era de extraordinaria importancia.
– He reflexionado una vez más sobre el asunto. Creo que debemos mantener en secreto quién es y de dónde viene; la verdad podría provocar gran inquietud en Abu Sime ¿O cómo reaccionaría usted si de improviso tuviera ante a una mujer que afirma que viene huyendo de los rusos?
Raja lo miró desconcertada.
– Tiene usted razón, monsieur, pero ¿qué debo hacer?
– Déjelo en mis manos -respondió Jacques Balouet seguro de sí mismo. Tenía un plan.
10
Kaminski se había adaptado rápidamente a la vida en Abu Simbel. Se avenía bien con la gente, en primer lugar porque era un tipo parecido a todos los demás; en segundo, porque, pese a la presión que ejercía el límite de tiempo impuesto para la ejecución de la obra, reinaba un tono distendido y, por último, debido a que allí le era posible aquello que se esforzaba en conseguir: olvidar. Sobre todo le había resultado de gran ayuda la repentina y amistosa inclinación que el italiano Sergio Alinardo parecía sentir por él.
Fue Sergio quien insistentemente le aconsejó a su amigo Arthur que se mantuviera alejado de la doctora Hornstein, la médica del campamento, y sabía fundamentar sus razones: pese a sus bonitos ojos la doctora era fría como un pez y ningún hombre al sur del trópico de Cáncer había conseguido intimar con ella, ni siquiera el doctor Heckmann, el atrevido director del hospital, que seguía cada uno de sus movimientos con cautela pero sin lograr acercarse a ella ni un paso más de lo estrictamente profesional.
En lo que a Kaminski se refería, éste había confiado en olvidar por completo el tema mujeres mientras estuviera en Abu Simbel. Había esperado no encontrar allí ni un ejemplar del sexo femenino y su sorpresa fue mayor al tropezar con una mujer de las características de Hella Hornstein.
El propio Kaminski se sentía incapaz de explicarse que era lo que pese a todas sus prevenciones hacía que se sintiera tan atraído por aquella mujer. Al menos en su aspecto externo, la médica no se correspondía en absoluto a su ideal de mujer. Al contrario; era lo que Kaminski solía llamar el tipo de estudiante adolescente, casi sin pechos, delicada y, en contra de la moda de la época que imponía el cabello largo y liso, con el pelo muy corto. ¿Le excitaba lo andrógino de su aspecto, subrayado aún más por lo profundo de su voz o era simplemente su inaccesibilidad lo que atraía a Kaminski de modo tan enigmático? En todo caso, hubiera deseado, al visitar por segunda vez a Hella Hornstein para que le quitara los puntos de la herida, que se produjera alguna pequeña complicación que hiciera necesarias otras visitas. Pero no ocurrió así. Todo quedó en una insulsa conversación sobre la ciudad natal de la doctora, Bochum, y la promesa de continuarla en otra ocasión.
La oportunidad se hacía esperar ya muchos días. En el casino, donde solía pasar la mayor parte de las noches en compañía de Alinardo y Lundholm, se repetían siempre los mismos temas de conversación y al cabo de dos semanas ya todo el mundo, en el aburrido ámbito de la obra, sabía que Kaminski conocía también Jiddah y Persia.
Una noche, en la que Alinardo tenía otro turno de trabajo, Kaminski vio desde la ventana de su alojamiento que la gente se dirigía al casino vestida con ropas de fiesta cosa que, por lo que él sabía, sólo ocurría en días especiales como Pentecostés y Navidad. Sin saber la razón de aquel inusual cambio de atuendo, se vistió con un traje gris, camisa blanca y corbata.
Al principio creyó que había llegado tarde, pues en la entrada se encontró con que todo estaba a oscuras; su sorpresa fue todavía mayor cuando al entrar en el casino vio que en una pantalla colocada de manera provisional se ofrecía una película en color. En el futuro no recordaría el itulo (se trataba de la historia de una mujer entre dos res) porque los acontecimientos que sucedieron fuera de la pantalla fueron para él mucho más excitantes que los de la película. Y lo que ocurrió fue que cuando Kaminski, en medio de la oscuridad, ocupó una de las sillas libres se encontró sentado junto a Hella Hornstein.
La copia de la película había sido pasada ya numerosas veces y se encontraba en tal mal estado que parecía que durante toda la proyección estuviera lloviendo. Pero a Kaminski eso le preocupó bien poco puesto que su ocupación principal era observar con el rabillo del ojo a la mujer que estaba a su lado, tratando de no desviar la cabeza, de la pantalla. Mientras en ésta dos maestros de escuela de ideología contraria cambiaban impresiones sobre las relaciones humanas, de pronto la doctora señaló con el dedo la pantalla y susurró en voz baja:
– Es allí donde está el espectáculo, Kaminski.
El ingeniero se sintió descubierto. Es posible que incluso se ruborizara, pero por suerte la penumbra no permitió que nadie lo viera. La verdad era que ella se había dado cuenta de su presencia y de que no dejaba de mirarla.
Terminada la película, Kaminski la invitó a tomar una copa pero la doctora declinó la invitación. Él no había esperado otra cosa y se ofreció a acompañarla a casa. Esperaba un nuevo rechazo pero para su sorpresa ella se lo permitió. Como protección, había dicho, de los peligrosos perros salvajes que por las noches merodeaban por el campamento.
La noche era muy apropiada para despertar sensaciones románticas incluso en un ingeniero de obras públicas tan prosaico como Kaminski. Nunca había visto un cielo tan vasto, claro y abierto. Parecía que el número de constelaciones se hubiera duplicado y su luminosidad también. El universo estrellado se extendía como una enorme bóveda porosa por la que penetrara el sol con su luz resplandeciente. Reinaba el silencio que sólo se rompía a intervalos por el ruido lejano y apagado de alguna draga o de alguna excavadora que trabajaba en la obra al otro lado de la colina. Una camioneta descubierta subía calle arriba y doblaba en el cruce en dirección al campamento de los obreros En esos momentos se oyó el aullido de los perros salsigilosamente iban de caza buscando su comida en las basuras. La temperatura seguía siendo de treinta erados pero, en comparación con los cuarenta y cinco o incluso cincuenta que se alcanzaban durante el día, parecía agradablemente fresca.
Durante un buen rato, Kaminski y Hella Hornstein caminaron juntos, en silencio, hasta llegar a la planta de transformadores brillantemente iluminada. En comparación con la estrellada cúpula del cielo, las farolas a ambos lados del camino tenían una luz amarillenta y melancólica. Hella andaba con los brazos en la espalda, lo que le daba un aire de inaccesibilidad que hizo que Kaminski recordara a su antigua maestra de escuela, que acostumbraba a dictarles paseando entre los pupitres de la clase en esa misma actitud. Y de repente, con el rostro levantado hacia el cielo, Hella Hornstein comenzó a hablar como una sonámbula: