– Bendito seas tú, ojo de Horus 1, que con tu belleza alegras a los dioses cuando te levantas en el cielo de oriente.
Kaminski se detuvo para escuchar sus palabras. No podía dar crédito a sus oídos y menos aún cuando su acompañante continuó:
– Isis, tu hermana, viene hacia ti, Horus de la luz, dichosa con tu amor. Tú dejas que se siente sobre tu falo y tu semen penetra en ella… -Se interrumpió para volverse a mirar a Kaminski-: Espero no haberle asustado.
– De ningún modo -balbuceó Arthur un tanto turbado-, Ja he estado escuchando con gran devoción. Sus palabras sonaban muy poéticas, realmente.
Fue para él como si de repente la inalcanzable médica se hubiera convertido en otra mujer, como si de improviso hubiera perdido su frialdad y la severidad de su actitud hubiera dejado lugar a una especie de orgullo que expresaba más un sentimiento de autoestima que de arrogancia profesional.
– La frase proviene del Libro de los Muertos -observó aquella extraña mujer y por vez primera Kaminski la vio sonreír-, que tiene más de tres mil años de antigüedad.
– Verdaderamente fascinante -reconoció Kaminski más que nada para mantener la conversación-. ¿Se interesa usted por la historia de Egipto?
Aunque la doctora Hornstein tuvo que haber oído y entendido su pregunta, no respondió. Echó la cabeza muy atrás para fijar sus ojos en el cielo y dijo:
– De acuerdo con las creencias de los antiguos egipcios, en el cielo nocturno las almas de los muertos se encuentran con los dioses inmortales, y con ellos participan en la vorágine de la Vía Láctea en el cosmos inconmensurable.
Kaminski también alzó el rostro hacia el cielo y dejó que el solemne resplandor de las estrellas cayera sobre él.
– Lo ha dicho usted con bellas palabras -observó y en esta ocasión lo dijo muy en serio-. ¿Sabe más cosas sobre el mundo del antiguo Egipto? Yo sé demasiado poco.
– Es una pena -respondió Hella Hornstein, pero en su voz no había desengaño. Más bien pareció tomar su confesión de ignorancia como una petición de que siguiera contándole más cosas-. Antiguamente, las gentes de este país creían que los hombres nacían en oriente y que a lo largo de su vida su alma cruzaba el cielo hacia el oeste, siguiendo siempre el curso del sol, hasta entrar en las regiones de la noche para pasar a otro ser. Esa es la razón por la que fueron erigidas todas esas tumbas y esos templos funerarios en la orilla occidental del Nilo.
Kaminski meditó un momento.
– Abu Simbel también está en la orilla occidental, aunque Ramsés no haya sido enterrado allí.
– Eso es cierto -respondió la médica-, pero las razones son otras. Sigamos; ya es tarde y quiero llegar a casa.
El ingeniero no entendía cómo el estado de humor de Hella Hornstein podía cambiar de modo tan radical de un momento a otro. No, no comprendía nada en absoluto de aquella mujer, pero decidió hacer como si no tomara en cuenta esa versatilidad. Y así, siguió andando a su lado como un perro dócil y bien educado.
Para Kaminski la cosa estaba clara: en contra de todos sus proyectos y decisiones anteriores, sabía lo que quería, tenía que poseer a aquella mujer, costara lo que costase. Podía mostrar bastantes cualidades para resultar atractivo a los ojos de una mujer como Hella. Lo pensó así y en el mismo momento le invadió la sensación de zozobra de que incluso allí, en el desierto, podía volver a caer en las garras del pasado.
En silencio, igual que al principio del camino, se acercaron a la casa de Hella, un edificio de piedra de un solo piso cuya cubierta estaba formada por tres cúpulas de ladrillo, una invención genial para que el tejado no ofreciera al sol implacable una superficie homogénea, con lo que se evitaba que las habitaciones se calentaran en exceso. En aquella casa, apenas a un tiro de piedra de su lugar de trabajo, vivía la doctora con dos enfermeras y un auxiliar que también pertenecían al hospital. La vivienda estaba rodeada de un muro de piedra de algo menos de un metro de altura, hecho de piedra arenisca y sin cemento, destinado a evitar la invasión de arena que podía producirse con el más ligero soplo del viento del desierto.
– ¡Kaminski!
El ingeniero odiaba que alguien le hablara así, con superioridad, pero se dominó para no provocar su mala voluntad. En cierto modo, aquel tono, como si estuviera dirigiéndose a un enfermo en la sala de visitas, se correspondía con el que Hella Hornstein solía mostrar a diario; pero él presumía que debajo se ocultaba una mujer distinta.
– ¡Mire allí, allí! -Se aferró al brazo de su acompañante mientras volvía el rostro hacia la entrada iluminada de la casa.
Una serpiente gruesa como un brazo se retorcía en la arena con movimientos violentos y convulsivos igual que si sufriera un penoso tormento. En el momento en que se desenroscó, Kaminski se dio cuenta de que tenía abiertas las fauces tan desmesuradamente que parecía que sus dos mandíbulas hubieran perdido su punto de unión y fueran a desgarrarse. De la boca salía la parte posterior de un gato de pelo rojo y blanco. Las patas y el rabo eran todavía reconocibles, pero con cada nueva convulsión de la serpiente, la presa desaparecía unos centímetros más en el interior de su garganta.
– ¡Chuschu! -Hella dejó escapar un grito y Kaminski comprendió que la víctima era el gato de la casa. A continuación no supo ciertamente cómo ocurrieron las cosas, pero de repente la joven se precipitó en sus brazos y enterró el rostro en su pecho-. ¡Chuschu! -repitió una y otra vez.
Kaminski hubiera deseado que el abrazo se hubiese producido en otras circunstancias; la inesperada proximidad del cuerpo de la doctora no le hizo sentir nada e intentó separarse convencido de que tenía que hacer algo para poner fin a esa horrible escena.
– ¡Una escopeta! -gritó-, ¿tiene alguien una escopeta en la casa?
Hella se encogió de hombros. Su mirada era desesperada.
– ¿Tiene un hacha?
Desde la casa de al lado, alarmado por aquellos gritos en medio de la noche, se acercaba un sirviente egipcio que lanzó una mirada de terror a la serpiente, después vio a Kaminski.
– ¡Un cuchillo, míster! -Hizo un gesto separando las manos para indicar que el cuchillo casi medía un metro.
– ¡Bien, tráelo! ¡Deprisa! -gritó Kaminski.
El sirviente volvió a la casa corriendo. Poco después, retornó con un pesado sable curvo de los que pueden cornnrarse en los mercados árabes. Kaminski tomó el arma con ambas manos y sin vacilar se dirigió precavidamente a la serpiente, que seguía realizando violentas contorsiones. De su boca ya sólo salía el rabo del gato, una visión repugnante.
Kaminski levantó el sable con las dos manos por encima de su cabeza y con un golpe fortísimo dividió al monstruo en dos partes. La sangre salpicó y coloreó el suelo arenoso. Pero la serpiente no había hecho más que dividirse en dos y cada una parecía tener su propia vida. Las dos mitades continuaron sacudiéndose, agitándose y golpeando sobre la arena sin dar muestras de cansancio. Al darse cuenta, Kaminski volvió a alzar el sable y dividió los trozos de la serpiente en dos, tres, cuatro partes… hasta reducirla a pequeños pedazos. Así terminó aquella carnicería.
Hella había seguido el cruel espectáculo desde una distancia segura. Se llevó las manos a la boca.
– ¡Qué horrendo presagio! -dijo.
11
En el campamento no había muchas cosas de las que hablar. De hecho, siempre salían a relucir los mismos temas y por esa razón la hazaña de Kaminski circuló pronto por todas partes. Se le felicitó como si en vez de haber dado muerte a una serpiente hubiese acabado con un peligroso dragón y la víctima hubiera sido la propia doctora y no u gato. La única que no reaccionó fue la propia Hella Hornstein. Kaminski no pudo menos que preguntarse qué era lo que había hecho mal.