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A un lado, a la sombra del decapitado coloso estaba Hella Hornstein observando el alegre tumulto que se había formado en torno a Kaminski. Pese a todo, no parecía especialmente emocionada. Cuando el ingeniero notó su presencia, se libró de la excitada multitud que lo rodeaba para felicitarle y se dirigió hacia ella.

– Hacía tiempo que no nos veíamos -le dijo turbado.

Hella le tendió la mano y con el mismo aire inaccesible de siempre le dio la enhorabuena:

– Le felicito, Kaminski, lo ha hecho estupendamente. ¡Un trabajo, de precisión!

Kaminski tomó su mano pero encontró el contacto más bien frío e incómodo. Desde aquel encuentro nocturno con la serpiente, que no le valió ni una sola palabra de gratitud, había intentado muchas veces quitarse de la cabeza a aquella mujer. Muchas veces, sí, porque la extraña fascinación que emanaba de Hella le había restado muchas horas de sueño en las noches siguientes.

Por esa razón, Kaminski soltó su mano rápidamente, le respondió unas palabras corteses de agradecimiento y trató de convencer a la doctora Hornstein de que era mejor que abandonara el lugar para presenciar la continuación del trabajo desde la barraca situada bastante más atrás.

Mientras tanto, el transporte pesado se había puesto en movimiento, primero casi centímetro a centímetro, desnués a una velocidad de cinco kilómetros por hora. Ese fue el tiempo que hubo de pasar hasta que el pesado vehículo llegó al nuevo lugar de almacenamiento de los bloques.

Esa zona estaba cruzada por un sistema de raíles sobre los que circulaba una grúa móvil que funcionaba como un pulpo cuyos tentáculos podían caer sobre la carga que acababa de llegar y levantarla del transporte pesado. Una vez allí, la cabeza del faraón recibió el número clave GA1-A01.

Cada bloque que, en el transcurso de los dos años siguientes, fue transportado por delante de la barraca del ingeniero recibió uno de esos números. La piedra decimoséptima, GA1-A17, iba a cambiar la vida de Kaminski de manera inesperada.

12

Después de diez días y diez noches, el éxito se había convertido en rutina. Los anclajes de acero soportaban el peso. Alinardo con sus marmisti realizaba un trabajo de precisión. En tres o cuatro horas, un bloque podía ser levantado, cargado y transportado al lugar de almacenamiento.

El bloque GA1-A17, la parte de los pies del coloso, en principio no causó dificultades. Kaminski transfirió el mando de la operación a su capataz Karl Thiery. Todo se realizó exactamente como estaba planeado, aunque la tensión que desde el principio de la operación reinaba sobre el campamento no había desaparecido; en esto, el proyecto «e diferenciaba de todos los demás en que Kaminski había Abajado hasta entonces.

Aquella mañana, Kaminski estaba sentado en su barraca inclinado sobre los planos de los cortes que Alinardo le había presentado. El trazado de las secciones en la piedra motivaba siempre discusiones y negociaciones entre los marmolistas, los arqueólogos y los ingenieros. Los canteros estaban interesados siempre en realizar los cortes lo más pequeños posible, los arqueólogos preferían que el número de secciones fuera mínimo (lo que implicaba bloques de mayor tamaño), mientras que los ingenieros, teniendo en cuenta las dificultades del transporte, querían bloques pequeños. La discusión sobre el corte de una sola pieza duraba a veces varias horas y, en la mayoría de los casos, terminaba con un compromiso.

Mientras Kaminski estudiaba a fondo las líneas de sección de un nuevo bloque, se aproximaba el primer transporte pesado del día con su carga de varias toneladas. Conocía de sobra el rugir de los motores, que se repetía con regularidad por la carretera que subía la montaña y por esa razón no le prestaba ya demasiada atención. Sin embargo, en esa ocasión el ruido cesó repentinamente. Kaminski percibió en un chirrido ensordecedor el silbido jadeante de los frenos hidráulicos, el crujido de unas vigas que se rompían y después el retumbar de un trueno y un temblor de la tierra.

La barraca se conmovió como azotada por un tornado y en ese mismo instante la pequeña estancia se llenó de polvo igual que si se hubiera producido una explosión. Kaminski se llevó los brazos a la boca, tosió y escupió la arena amarilla y corrió afuera en ousca de aire.

A un tiro de piedra de distancia estaba detenido el poderoso vehículo de transporte. A su lado yacía el bloque GA1-A17 como una muralla derribada. El andamiaje de madera se había resbalado del transporte y se había hecho añicos en la caída. Sin poder creer lo que veía, Kaminski pestañeó deslumhrado por la luz del soclass="underline" no comprendía por qué aquel accidente había producido en el interior de cabana una nube de polvo como la que causa una explosíón mientras que el gran bloque de piedra estaba a una distancia de treinta metros sin que su caída hubiera dejado el menor rastro de polvo en el aire.

De la cabina del vehículo de transporte descendió Alí, un egipcio al que se le consideraba un obrero digno de confianza. Igual que una plañidera se llevó la mano a la cabeza y al darse cuenta de la presencia de Kaminski, le gritó desde lejos:

– Alí, no culpa, míster. ¡El gato culpa! -Al mismo tiempo intentó hacerle comprender a Kaminski que un gato vagabundo se había cruzado en su camino, que él frenó para evitar atrepellarlo y fue entonces cuando ocurrió el accidente-. ¡Alí no culpa, míster! -repitió.

Aparte de unos pequeños deterioros en los cantos, que hablan sido sujetados con cinta adhesiva para el transporte, el bloque GA1-A17 resistió la caída sin daño. Su rescate en el suelo arenoso duró hasta las primeras horas de la noche y dejó un profundo cráter en la tierra. Después, Kaminski regresó a su barraca y continuó estudiando sus planos. Estaba cansado y quería terminar, pero no podía sacarse de la cabeza la explosión de polvo, un extraño suceso para el que no encontraba explicación razonable.

Al darse la vuelta, vio a Lundholm junto a la puerta.

– Hoy ha sido un día muy largo -observó amablemente y añadió-: Pero todo ha ido bien, ¿verdad?

Kaminski afirmó con la cabeza, enrolló sus planos y se levantó.

– Las cosas pudieron ir muy mal, maldita sea -dijo mientras se acercaba a su amigo. En ese momento se sintió aliviado y su tensión desapareció. Seguidamente, como quien hace una pregunta casual se dirigió al sueco-: ¿Cuanto tiempo hace que se construyó la barraca en este lugar?

Lundholm golpeó fuertemente con la mano la pared de madera como si quisiera comprobar si seguía en buen estado y respondió:

– Aproximadamente un año. ¿Ya no es suficiente para tus necesidades? Un edificio de piedra no resultaría tan caluroso. Además su construcción debería ser autorizada por Jacobi.

– ¿Y quién decidió levantar la barraca precisamente aquí?

– Fue Mösslang, tu antecesor, pero no sabría decirte las razones que lo movieron a elegir este emplazamiento. Tendrías que preguntárselo a él y eso ya no es posible.

– ¿Qué quieres decir?

– Mösslang ha muerto. Se sospecha que ahogado. Pero ¿por qué lo preguntas?

Al parecer las preguntas de Kaminski no eran del agrado del sueco. En el campamento a nadie le gustaba hablar de Mösslang.

– Si te interesas por ese hombre -continuó como de mala gana y se dispuso a salir-, debes preguntarle a la doctora Hornstein.

Fuera, con un ruido ensordecedor, pasó un camión y a Kaminski apenas le quedó tiempo para ver cómo Lundholm saltaba a su estribo y entraba en la cabina del chófer. Kaminski vio las luces traseras desaparecer en la noche; seguidamente, volvió a entrar en la barraca.