– ¿Y la tumba del rey?
Moukhtar rió con la risa del sabio ante el ignorante.
– Señor Kaminski -respondió el egipcio-, como todos los faraones del nuevo reino, Ramsés fue enterrado en el Valle de los Reyes. Y es una ironía de la historia que el más importante de los faraones de Egipto y uno de los mayores arquitectos de la historia fuera enterrado en un panteón que ni siquiera hubiera sido bastante para el más insignificante de sus ministros.
– Tal vez murió tan repentinamente que no hubo tiempo de preparar su tumba.
– Usted piensa en Tutankamón; en su caso fue así. Y sin embargo, su tumba estaba adornada de modo mucho más artístico que la del gran Ramsés.
– ¿Hay una explicación?
– Si, la hay, señor Kaminski. -Moukhtar se inclinó y con dedo índice trazó sobre la arena dos signos árabes. El alemán se quedó mirando al arqueólogo, interrogante. Éste borró los caracteres árabes y sobre ellos escribió la cifra 89.
Ramsés tenía ochenta y nueve años. Una edad verdaderamente bíblica en una época en que la edad media del ser humano era de veinticinco años. Sobrevivió a sus numerosas esposas e hijos, de modo que sólo el decimotercer hijo en la línea de sucesión, el príncipe Mininptah, pudo heredar el trono. No sorprende que los hombres de entonces y, finalmente, hasta el propio Ramsés, llegaran a creer que era inmortal. Ramsés estaba tan convencido que ordenó detener los trabajos de su tumba.
– ¡Increíble ese Ramsés!, ¿era un loco?
– Yo no lo diría -replicó el arqueólogo-. El faraón Ramsés no estaba loco… Más bien son los muchos otros reyes de Egipto los que merecieron esa calificación. Ramsés es sólo el que de modo más visible vivió su papel de reencarnación de un dios.
Kaminski asintió con la cabeza. Siempre le interesó la historia del antiguo Egipto. Pero él era ingeniero y su tarea consistía en trasladar una construcción de un lado a otro y volverla a montar de nuevo; si se trataba de un puente, un palacio antiguo o un templo no significaba para él ninguna diferencia. Al menos eso era lo que había pensado hasta hacía poco. Pero desde unos días atrás, Kaminski veía las cosas de modo distinto. Su mente seguía fija en su hallazgo,
– ¿Y dónde fue enterrada la esposa favorita de Ramsés? -preguntó directamente.
– En el Biban el-Harim, en el Valle de las Reinas, que los antiguos egipcios llamaban también el Lugar de la Belleza. Murió treinta años antes que Ramsés.
Kaminski miró a Moukhtar con aire escrutador.
– Entonces, ¿ya no quedan más secretos en torno a Ramsés?
– Así puede decirse. Un hombre que vivió como ese rey, ¿qué secreto pudo llevarse a la tumba? De acuerdo con el concepto actual, Ramsés fue el faraón del escándalo. -su afición y disfrute de las mujeres superó todo lo conocido, entonces, la cifra de sus hijos reconocidos fue tan nde que para establecer su descendencia se hizo preciso catálogo. El francés Fierre Montet incluye en esa lista 162 nombres, ¿puede imaginárselo, señor Kaminski?, y nos estamos refiriendo sólo a los hijos que el faraón estuvo dispuesto a aceptar oficialmente. ¿Cómo llamaría a un hombre así en su idioma?
– Präpotent -le aclaró Kaminski en alemán.
– Eso es, superpotente. ¡Un supermacho! En los tiempos de Ramsés esa cualidad se consideraba divina y por lo tanto nadie se hubiera atrevido a condenar al rey por utilizar debidamente su virilidad. Otros tiempos, otras costumbres.
Kaminski afirmó con la cabeza. Sin duda, Ramsés fue un hombre extraordinario; mientras más reflexionaba sobre ello, más prometedor le parecía su descubrimiento bajo el suelo de la barraca.
No obstante, Kaminski decidió guardar silencio. Por un lado, temía la vergüenza en el caso de que se tratara simplemente de un pozo o algo parecido, y por otra parte, le indignaba la arrogancia que Moukhtar mostraba ante él; la soberbia propia de los arqueólogos.
14
Desde que se consiguió taponar la brecha del muro de contención, en la obra reinaba, pese a todas las tensiones, un ambiente de optimismo y confianza, que ni siquiera fue Perturbado de modo destacable por el accidente del vehículo de transporte.
Ciertamente, aún seguía filtrándose una cantidad de agua insignificante en el interior del recinto de la obra, pero para Lundholm y su equipo eso no constituía un peligro serio, pues el sueco había dispuesto cinco instalaciones de bombeo y se jactaba de que su capacidad era más que suficiente para dominar en una sola noche una ruptura del muro como la ocurrida hacía seis semanas.
En el lugar donde poco tiempo antes se alzaba un coloso de piedra de veinte metros de altura que miraba orgullosamente sobre las aguas del Nilo, había ahora varios cortes que dejaban huecos del tamaño de grandes armarios de dormitorio. Después del accidente con el transporte, Kaminski impuso nuevas medidas de seguridad. Desde ese día, los grandes bloques pétreos no se trasladaban de pie sobre un armazón de madera sino tumbados. Esa forma de acarrearlos tenía sus riesgos: la piedra arenisca, que había estado de pie durante miles de años, corría el peligro de desmoronarse en pedazos a causa del desplazamiento de su centro de gravedad. Entretanto, los conductores del pesado vehículo habían conseguido tal precisión en su trabajo que el kilómetro y medio de distancia entre el emplazamiento y el lugar de almacenaje se realizaba de una vez, sin detenciones, y a una velocidad muy lenta y regular. Y a partir de entonces no estaban dispuestos a frenar porque un gato se les cruzara en su camino… Y posiblemente tampoco por un obrero.
Las nuevas medidas de SSL señalaban que el aumento del nivel de las aguas se había hecho más lento. Pese a ello, Jacobi ordenó que el trabajo continuara en tres turnos para, así decía, estar preparados en caso de cualquier imprevisto. E incluso sobró tiempo para que los obreros restantes construyeran nuevas viviendas y, sobre todo, zonas verdes. Una mirada que durante meses sólo tiene delante un desierto de arena se muestra agradecida ante cualquier espacio verde^ por pequeño que sea. A lo largo de un kilómetro a ambos lados de la Government Road se plantaron árboles traídos en barco desde Asuán; las casas de piedra de la Contractor s Colony Road tuvieron también sus pequeños jardines y se levantaron nuevos muros para protegerlas de la arena.
Transcurrió más de una semana antes de que Kaminski tuviera valor para explorar el misterioso subsuelo de su barraca de trabajo. Una noche, mientras tomaban unas copas en el casino, Jacobi propuso a su ingeniero jefe derribar su cabana de madera y construirle en su lugar una con muros de obra. Kaminski se negó a aceptar alegando motivos de seguridad para el transporte, pero lo que en realidad temía era que se descubriera su secreto. Y, esa misma noche, decidió descender al pozo a la primera oportunidad.
Ésta se le ofreció dos días después, un viernes, que es el día de fiesta de los egipcios. En la obra, las máquinas dejaron de funcionar y por lo tanto Kaminski pudo dedicarse tranquilamente a realizar su plan. Entretanto se había procurado herramientas: palas, una escalera de garfios, cuerdas, una linterna, una polea… utensilios de uso en la obra, que no le fue difícil conseguir.
Al anochecer, Kaminski entró en la barraca, cerró la puerta por dentro y cubrió las ventanas con sacos viejos para evitar que la luz surgiera al exterior y despertara sospechas. El silencio, que por lo general estaba roto por el fragor de las maquinas, las grúas y los vehículos, cayó sobre Kaminski como algo excepcional y grato. También él procuró realizar su trabajo con el menor ruido posible.