Kaminski había vivido muchas experiencias en otras obras fuera de su país, pero tuvo que confesarse que sintió un nudo en el estómago cuando quitó las tablas del suelo, apartó las piedras y por fin retiró los tablones que tapaban ja entrada al agujero. Con una linterna de minero a pilas iluminó su camino de descenso.
El mismo no sabía qué era lo que esperaba encontrar aüi abajo cuando miró al fondo de aquella boca de pozo e unos cuatro metros cuadrados y de rústicas paredes de piedra. A unos cinco metros de profundidad vio una especie de descansillo cubierto de polvo y de guijarros que teaspecto de un trozo de superficie lunar. El círculo luminoso de su linterna descubrió una abertura lateral. El conjunto no causaba la impresión de haber sido visitado por otro descubridor. No había colillas ni ningún otro indicio de presencia humana, sólo piedras y arena.
Kaminski colocó uno de los fuertes tablones cruzado sobre el agujero y le ató un extremo de la cuerda, el otro se lo sujetó a la cintura. Sin pararse a pensar qué podía esperarle al final del pozo, comenzó a descender. Abajo, la temperatura era mucho más fría que en la superficie y se dio cuenta de que sus ropas, pantalones cortos, camisa de manga corta y zapatos de ante con suela resbaladiza sin calcetines, el atuendo normal para los días de asueto en el campamento, no eran lo más apropiado para aquella expedición. El ingeniero se pasó la mano por sus cortos cabellos para echárselos adelante, un gesto habitual cuando se encontraba en una situación difícil. Precavidamente iluminó el suelo. Nada, ni siquiera un escorpión. A la altura de la rodilla, sobre el suelo, había una especie de entrada, una abertura tan pequeña que sólo un niño hubiera podido pasar por ella de pie y que debía de penetrar en el interior de la montaña. No pudo ver cuál era su longitud pues al cabo de unos metros el túnel describía una curva.
En circunstancias normales, Kaminski no hubiera puesto sus pies en aquel corredor, pero, naturalmente, aquélla no era una situación corriente. Avanzó arrastrándose. Pese a todas las tensiones, en su rostro se dibujó una sonrisa burlona al pensar que alguien pudiera verlo en aquellos instantes reptando de esa manera.
El ambiente seco y el polvo que levantaba a cada paso le quemaban los pulmones. Kaminski respiró profundamente en busca de aire, pero el intento empeoró aún más las cosas. Del bolsillo del pantalón sacó un gran pañuelo |húmedo de sudor y se lo ató de modo que le protegiera la boca. Olía mal pero actuó como un filtro, al menos durante algunos instantes.
De repente, una delgada lámina de piedra se desprendió del techo del pasadizo y se rompió en mil pedazos. Kaminski se echó en el suelo sorprendido pero no concedió importancia a lo ocurrido y continuó adelante mientras alumbraba cada rincón con la linterna para no pisar un escorpión. Ése era el único peligro en el que pensaba en aquellos momentos.
La curva del túnel desembocó finalmente delante de otra boca de pozo que cortaba por completo el paso por el corredor y que tenía una superficie de unos dos metros cuadrados. El agujero era tan profundo que el rayo luminoso de la linterna no le permitió a Kaminski ver el fondo. Algo hay que concederle a los egipcios, pensó, siempre supieron asegurar bien sus cámaras de tesoros, haciéndolas casi inaccesibles.
Quiso dejar la búsqueda, al menos por ese día, para volver a intentarlo mejor equipado, con ropas más apropiadas, un casco protector, anclotes, cuerdas y una escalera de mano con la que sería más fácil superar un agujero como aquél. Mientras Kaminski se hacía una lista mental de lo que necesitaría para la próxima vez, iluminó la parte alta del pozo y descubrió dos barrotes de hierro, gruesos como un brazo que, separados entre sí por medio metro, se extendían sobre el agujero. ¿Qué diantres podrían significar aquellas barras? Con un trozo de piedra que cogió de la pared, Kaminski golpeó uno de los dos barrotes, que produjo el sonido apagado de una vieja campana cascada. Kaminski escuchó. Nada. Había oído hablar de las medidas de segundad con que los antiguos egipcios protegían la paz de sus muertos. Las dos barras de hierro clavadas en los extremos de la pared del pozo causaban la impresión de formar parte de un mecanismo, una trampa para seres humanos. Con más fuerza que antes, el ingeniero volvió a golpear el barrote, que sonó con estridencia, como un chillido que ascendiera por la boca del pozo y se extendiese por el pasadizo que continuaba por el lado de enfrente.
Mientras examinaba las barras, y especialmente sus anclajes en la pared centímetro a centímetro, se le ocurrió la idea de que aquellos hierros se prestaban de modo especial para pasar al otro lado del pozo, suponiendo que pudieran resistir su peso. Pero ante la imposibilidad de determinar la profundidad del agujero, la empresa le pareció en extremo arriesgada; aunque, por otra parte, estaba convencido de que sólo necesitaba dos o tres asideros para poder saltar por encima del hoyo y llegar al descansillo que había al otro lado, donde continuaba el corredor.
Kaminski no lo pensó demasiado, se colocó la linterna entre el cinturón y el cuerpo, se aferró con la mano derecha a una piedra saliente y con la izquierda probó la resistencia de una de las barras. Al ver que ésta no se movía de su sitio, se colgó de ella con todo su peso. Con la mano derecha se aferró al otro barrote y, antes de que se le ocurriera pensar en las peligrosas consecuencias de su acto, alcanzó el pasillo al otro lado de la boca del pozo.
Un impulso inexplicable lo empujaba a continuar adelante por un pasadizo que cada vez se iba haciendo más alto y cuyo suelo estaba tan lleno de cascotes y guijarros que a veces le llegaban hasta la rodilla. De pronto, el techo alcanzó una altura de unos seis o incluso ocho metros. Kaminski dirigió hacia arriba el rayo de su linterna y descubrió una grieta que, sin duda, era de fecha mucho más reciente. Instintivamente retrocedió un paso, temeroso de que pudiera producirse un nuevo desprendimiento, pero de inmediato una idea le cruzó por la mente: ¡el accidente con el transporte pesado!
En su marcha bajo tierra, Kaminski había perdido la orientación, pero al rehacer mentalmente su camino se percató de que aquella grieta subterránea podía estar situada precisamente debajo de donde cayó el pesado bloque al desprenderse del vehículo. Ésa, también, podía serla explicación de la nube de polvo que la caída del bloque produjo en su barraca y del considerable cráter que se había abierto al lado de la carretera.
La alta estancia no era muy larga, apenas una docena de pasos y terminaba en un sólido pórtico sobre el que se abrían dos grandes alas talladas en la piedra. Así que se trataba de una antigua tumba, pensó Kaminski y, antes de empezar a cruzar el montón de piedras sueltas que había en el suelo, miró de nuevo al techo, preocupado. Naturalmente, tenía reparos, temía que la quebradiza piedra de arenisca produjera un nuevo desprendimiento que lo aplastara o que le cerrara el camino de regreso. Pero la mágica atracción que lo impulsaba a llegar hasta el final del laberinto era irresistible.
Con pasos precavidos, Kaminski pasó sobre el polvoriento montón de guijarros hasta llegar al pórtico. Allí se detuvo e iluminó la estancia adyacente.
– ¡Dios mío! -murmuró en voz baja. Le ardía la frente y sintió el sudor sobre los párpados, las sienes le latían como el émbolo de una bomba de desagüe-. ¡Dios mío! -repitió.
En medio de la habitación, que medía cinco por cinco metros, había un sarcófago de color rojo brillante. En los lados más largos estaban grabadas las dos alas que figuraban sobre el portal de entrada. Hasta llegar allí, Kaminski no había advertido ningún adorno en las paredes, pero las de aquella estancia brillaban con el resplandor del oro mate. La luz errante de la linterna descubrió imágenes en blanco, rojo y negro.