Animales fabulosos de tamaño natural, quizá representaciones de dioses que Kaminski no conocía, se extendían por las paredes a veces en posturas solemnes y otras descuidadas. Un cocodrilo con facciones humanas copulaba con un hipopótamo erguido sobre sus dos patas traseras. Un hombre con cabeza de halcón y ancho pecho levantaba las manos al cielo seguido de un chacal que andaba derecho y dos mujeres vestidas con largas túnicas.
En la pared de enfrente se representaba una barca alargada con la proa y la popa alzadas en direcciones opuestas. Ocho remeros vestidos sólo con cortos delantales de cuero y grandes pelucas sostenían delgados remos que se hundían en el agua. En el centro de la embarcación, envuelta en paños, había una figura femenina, a deducir por su postura, delante de un dibujo en forma cónica. Un sacerdote de piel oscura con la cabeza afeitada y un pellejo de leopardo sobre los hombros movía los brazos en dirección a la figura velada como si quisiera decirle: ¡Detente, hasta aquí has llegado!
Kaminski entró en la estancia y reconoció, a ambos lados de la entrada, las representaciones de diversas divinidades en verde y en rojo. Uno era un dios con cuerpo de carnero que andaba a dos patas con un disco solar entre los cuernos y una serpiente que se enroscaba a su cuerpo en varias vueltas. Sobre un pedestal adornado con plantas y sarmientos hacía muecas un babuino como si se divirtiera observando a una figura humana con la puntiaguda cabeza de un ibis y a una momia en pie con cráneo de halcón. El techo de la habitación era una bóveda de arcilla que representaba un cielo de color azul luminoso adornado de brillantes estrellas doradas. Kaminski no sabía cuánto tiempo se había quedado contemplando todo aquello. Creía soñar y tardó en volver a la realidad. Necesitaba aire, la sequedad polvorienta le dificultaba la respiración. Si quería salir de allí sano y salvo, tenía que emprender el regreso enseguida.
¡Pero allí estaba el sarcófago! De pórfido, tan alto que Kaminski no podía mirar por encima de él. Dudó; de haber sido sensato hubiera dado la vuelta de inmediato. Pero ¿no había olvidado ya todo lo razonable al adentrarle solo en aquella misteriosa tumba? ¿Volver ahora? Nunc^. No perdió ni un minuto más en pensar en el regreso, sirio que buscó algo para subirse a mirar por encima del sarcófago.
En circunstancias normales, Kaminski hubiera tenido la fuerza suficiente para trepar hasta la parte superior del elevado sarcófago de mármol, pero se encontraba agotado, sin energías y le dolían los pulmones. Finalmente dejó su linterna en el suelo de modo que la luz entrara por el pórtico hasta la elevada antecámara donde se acumulaban los guijarros. Decidió formar un montón con ellos. El aire se hacía cada vez más escaso y Kaminski tuvo la sensación de que se le formaba una capa de flema sobre la lengua que le impedía respirar. Tosió y escupió, pero eso apenas mejoró su estado. Como un poseído, arrastró piedra tras piedra para construir una base sólida y después fue situándolas unas sobre otras.
El corazón le latía con tal fuerza que parecía que se le iba a salir por la boca, sobre todo porque estaba al límite de sus fuerzas y en parte, también, debido a la excitación. En un momento indeterminado, en medio de su fatigoso trabajo, le asaltó la duda y se preguntó cuál era realmente su objetivo en aquel lugar, pero al instante aquel impulso por descubrir, que nunca había conocido antes, se adueñó de nuevo de él y continuó colocando piedra sobre piedra hasta levantar un cúmulo que casi le llegaba a la cintura.
«¡No puedes dejarlo -pensó-, precisamente ahora que estás tan cerca de llegar a la meta! ¡Tienes que saber quién está enterrado en ese sarcófago! Si renuncias ahora, antes de mañana te arrepentirás de haber tomado esa decisión. Volverías a intentarlo y los peligros no serían menores. Eso sin contar con el riesgo de que tu secreto sea descubierto.» Esa idea fue la que movilizó sus últimas fuerzas.
Kaminski había perdido toda conciencia del tiempo. No le inquietaba saber cuánto había transcurrido ni cuánto necesitaba todavía. Colocar piedra sobre piedra… no tenía otro pensamiento.
Cuando aquella especie de múrete de piedras sueltas alcanzó por fin la altura de su cintura, Kaminski se subió encima. Enseguida confirmó lo que ya había supuesto: sobre el ataúd de mármol había una tapadera que estaba un poco corrida hacia un lado. Kaminski sostuvo la linterna de modo que su rayo de luz entrara por la abertura.
Tuvo la impresión de que la linterna ya había perdido parte de su fuerza, pero le bastó todavía para reconocer en el interior la figura de una momia envuelta en vendas de color pardo.
La cabeza estaba descubierta y pudo distinguir el apergaminado rostro de una mujer con el cabello amarillo y liso, como alambre. Aunque faltaban los globos de los ojos, Kaminski experimentó la sensación de que la mujer le dirigía una mirada penetrante que le hizo sentir terror. La mano con la que sostenía la linterna tembló y los movimientos desordenados del rayo de luz parecieron dar vida, como por encanto, al rostro de la momia. Pareció que rechinaran los dientes en una mueca repugnante, en un intento de ponerse a hablar. De las aletas de la nariz hasta la boca y en el centro de la frente había profundas arrugas como si la mujer hubiera recibido la muerte de una manera convulsiva. La misma impresión causaban sus brazos cruzados sobre el pecho con los puños cerrados que sobresalían apenas unos pocos centímetros de las vendas marrones que la envolvían.
Kaminski no encontraba tiempo para reflexionar poseído como estaba por una curiosidad desvergonzada y urgente, que le robaba toda posibilidad de pensar y así, movió ligeramente las vendas para dejar al descubierto un poco más de los puños de la momia. Fue algo que hizo sin saber por qué, sin tener idea de qué esperaba con ello. Y en ese momento Kaminski notó en sus brazos, Nu y en todo el cuerpo, la misma rigidez que parecía emanar de la momia. Cualquier movimiento le costaba un esfuerzo multiplicado, pero pese a todo no se desvió de su intención.
De modo extraño, inexplicable, las manos pequeñas y huesudas de la momia ejercían sobre Kaminski una rara seducción. Ya había notado que el dorso de las manos de una mujer le resultaba más fascinante que sus senos o sus piernas. Por esa razón, tuvo que tocar levemente las pequeñas manos de la momia. El roce le hizo sentir un estremecimiento y fue como si pasara los dedos sobre una superficie de papel satinado.
Ese breve toque le bastó para darse cuenta de que la mujer aferraba algo en su puño derecho. No le costó trabajo sacar el objeto de la mano cerrada. Era una piedra verde y brillante tallada en forma de escarabajo de un tamaño no mayor que la mitad de un huevo de gallina. El objeto, artísticamente trabajado, pesaba mucho y cuando Kaminski lo apretó en su mano, sintió una especie de cosquilleo, como si una corriente eléctrica recorriera su cuerpo. Se lo guardó en el bolsillo.
«Estás delirando -pensó el ingeniero-; ya es hora de que regreses.» Mientras razonaba así, la mujer envuelta en vendas de lino comenzó a girar delante de él y su cerebro entró en una absoluta confusión. Durante un instante, no supo dónde estaba; una nube negra cruzó ante sus ojos y, en su terror, gritó en voz alta:
– ¿Dónde estoy?
El sonido de su voz resonó seco y volvió a él como un eco repetido en las paredes pintadas. Las imágenes de los dioses y de los animales fabulosos se pusieron en movimiento y empezaron a marchar en una solemne procesión, todos en la misma dirección. Kaminski percibió un ligero sonido como un murmullo y una música exótica que acabó por transformarse en un coro que atronó sus oídos.
La momia, con sus dientes grandes y amarillos al descubierto, parecía dirigirle una mueca. Le faltaba el aire, vaciló y para no caer, se sujetó a una piedra que sobresalía de la pared, pero ésta cedió y Kaminski dio con su cuerpo en el suelo.