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Se despertó como si saliera de un mal sueño; escuchó, pero no logró percibir rumor alguno. A su alrededor todo era silencio. La bombilla de la lámpara despedía una leve luz rojiza; la pila no duraría mucho más. ¡Fuera de aquí, fuera!, fue la idea que cruzó por su cabeza.

Kaminski se puso de pie, vacilando cruzó el pórtico sobre el montón de piedras, llegó a la elevada antesala y traspasó la siguiente parte angosta arrastrándose, buscando aire, tratando de respirar como lo haría un pez en tierra, por momentos anduvo a cuatro patas en su camino de regreso. Al llegar a la boca del pozo, no vaciló mucho tiempo, se colocó la linterna en la cintura del pantalón y se colgó sobre el abismo. Contrariamente a lo que le sucedió antes, ahora no pensó en el peligro. En su cerebro sólo martilleaba una palabra: fuera… fuera… fuera…

Una vez que estuvo en la plataforma al otro lado del agujero, la linterna comenzó a fallar y Kaminski la apagó. El pasadizo era tan estrecho que con los brazos extendidos podía tocar las paredes. En la oscuridad parecía aumentar la distancia, el camino que tuvo que recorrer encorvado le pareció interminable. Hubo un momento en que se detuvo. El sudor le corría por todo el cuerpo y respirar le causaba dolor. Pero no podía seguir parado, cualquier cosa menos rendirse.

Paso a paso, a tientas, Kaminski continuó su camino y de repente, creyó sentir una débil ráfaga de aire refrescante. Sacó la lámpara de la cintura del pantalón y la encendió. La batería se había recargado un poco, de modo que a la débil luz pudo distinguir la cuerda que lo habría de llevar arriba, a su barraca-oficina. ¡Lo había logrado!

Kaminski agarró la cuerda, pero entonces, cerca ya del objetivo final, se dio cuenta de lo agotado que estaba. Su intento de subir por la cuerda fracasó y se quedó colgado de ella como un saco mojado. Al cabo de dos nuevas tentativas, renunció. Probó a trepar de modo diferente, sujetándose a la soga con los brazos extendidos mientras que apoyaba los pies en la pared. Ya se encontraba casi arriba del todo, cuando estuvo a punto de ceder y caer, pero tuyo tiempo de sujetarse al tablón cruzado sobre la boca del pozo. Con ambas manos se aferró a él y con sus últimas fuerzas logró sacar el tronco fuera del agujero y seguidamente el resto del cuerpo. Se quedó tumbado en el suelo de la barraca como muerto.

Durante varios minutos el ingeniero mantuvo los ojos cerrados. Todos los miembros le pesaban como el plomo y lo más probable habría sido que el cansancio le hubiera dejado dormido allí mismo en el suelo, si por encima del débil siseo de la lámpara de gas no hubiera oído un ligero rumor que le transmitió la impresión de no estar solo en la habitación. Pero los párpados le pesaban tanto que le costó trabajo abrirlos.

– ¿No se encuentra bien, Kaminski? ¿Puedo ayudarle?

Le llegó lejana una voz profunda. En el primer momento no supo si soñaba. Por fin abrió los ojos y reconoció a Hella Hornstein, que estaba de pie directamente sobre él.

– ¿Puedo ayudarle? -repitió la doctora.

Kaminski no logró pronunciar ni una palabra, se limitó a negar con la cabeza y trató de poner orden en sus pensamientos. Tenía que ser ya medianoche pasada, tal vez las primeras horas de la madrugada. Antes de descender a la tumba de la momia había dejado la puerta de la barraca cerrada por dentro. ¿ Cómo era posible que Hella Hornstein estuviera allí delante de él? ¿Cómo iba a explicarle las razones por las que había quitado las tablas del suelo y había salido de aquel agujero?

La situación parecía ejercer un efecto menos sorprendente en la doctora Hornstein. No le hizo ninguna pregunta mientras le ayudó a levantarse. Kaminski se dejó caer en la silla giratoria delante de su mesa de trabajo y se pasó ambas manos por el rostro para limpiarse el sudor.

– ¡Dios mío, vaya aspecto tiene! -observó Hella, que cogió agua de una garrafa de vidrio que había junto a la entrada y mojó una toalla con la que le limpió la suciedad, el polvo y el sudor de la cara.

– ¿Le duele algo? -le preguntó preocupada.

– Me duele todo -balbuceó el ingeniero-, pero si lo que quiere saber es si estoy herido o lastimado debo decirle que no, por suerte.

Gustosamente y no sin cierta sensación de bienestar, Kaminski se dejó limpiar la suciedad. Esperaba oír, en cualquier momento, la pregunta de qué había estado haciendo allá abajo, pero la médica hizo como si su comportamiento fuera la cosa más natural del mundo y Kaminski no supo qué hacer. Al fin y al cabo, no era normal que un hombre saliera de un agujero del suelo y se derrumbara al lado, medio muerto de cansancio. Pero aún resultaba más extraño que la médica del campamento observara esa situación de modo casual y sin hacer la menor pregunta. ¿ Qué diantres estaba ocurriendo allí?

Finalmente, Kaminski rompió el fatídico silencio.

– ¿Cómo ha entrado aquí, doctora?

Hella hizo un movimiento de cabeza señalando la ventana como si quisiera decir «¿no se ha dado cuenta todavía?».

– ¡Ah, es eso! -exclamó Kaminski que vio en el suelo un saco de cemento y uno de los cristales roto. La ventana estaba abierta.

Finalmente, el ingeniero preguntó:

– ¿Es que no le interesa saber lo que he estado haciendo?

– Sí, sí, claro -respondió la médica.

– Entonces, ¿por qué no pregunta?

Hella Hornstein sonrió con sorna.

– Estaba segura de que acabaría explicándomelo. Al fin y al cabo… creo que debo decirlo, las circunstancias son bastante curiosas.

– De hecho, condenadamente curiosas y para ser sincero tengo que decirle que no resulta demasiado agradable que haya aparecido por aquí. ¿Quiere explicarme qué ha venido a hacer aquí en mitad de la noche?

– Lo estuve buscando -respondió la doctora Hornkein -, pregunté por usted en todas partes pero nadie sabía donde estaba. Cogí el coche y me vine para acá. La puerta estaba cerrada, pero por una rendija de la ventana que no había quedado bien cerrada pude ver que había luz. Tuve miedo de que le hubiese ocurrido algo. Perdóneme si le he molestado.

– Está bien -refunfuñó Kaminski de mala gana.

¿Qué otra cosa podía hacer? No le quedaba más remedio que confiarse a ella, pero la verdad era que no sabía cómo comenzar. Hella no le quitaba los ojos de encima y él, un tanto cortado, buscó afanosamente las palabras.

– La cosa no es demasiado fácil de explicar, doctora. Todo comenzó hace dos semanas, cuando el bloque 17 se cayó del vehículo de transporte. Yo estaba precisamente en la barraca; por entre las tablas del suelo surgió una gran nube de polvo. Eso me hizo sentir curiosidad y traté de averiguar cuál era la causa… Finalmente, encontré este agujero, una especie de boca de pozo. Debajo hay un pasadizo que conduce a una tumba y en ésta hay una momia.

Kaminski hizo una pausa. Observó detenidamente a la doctora y esperó de su parte una expresión de admiración o al menos de incredulidad. Pero la doctora Hornstein se limitó a mirarlo. No parecía muy asombrada, de modo que Kaminski desengañado por su actitud le preguntó:

– ¿Qué tiene que decir de mi historia?

La doctora Hornstein dio unos pasos para acercarse al escritorio de Kaminski, se sentó sobre él y dejó que sus piernas pendieran indolentemente; entonces, le respondió con otra pregunta:

– ¿Ha visto la momia con sus propios ojos, Kaminski? Quiero decir que cuando se está exaltado, nervioso, y ésta es una historia increíble y como para estarlo, se ven muchas cosas que en realidad no existen.

El rostro de Kaminski se contrajo en una mueca. Le dolió ver que no le creía y durante un momento pensó en hacerse el ofendido. Pero se le ocurrió algo mejor: metió la mano en el bolsillo y sacó el escarabajo verde.

Lo puso sobre la mesa delante de Hella Hornstein y le dijo:

– ¿Y este escarabajo…?, ¿se atrevería a definirlo como algo que no existe?

La mujer se quedó rígida. Miró el escarabajo verde como si se tratara de un animal que le causara asco. Al cabo de un momento lo cogió en su mano; es decir, tomó el escarabajo sobre la palma de una mano y con la otra se puso a acariciarlo, igual que si la piedra estuviera viva.