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– ¿Es que tiene miedo de que alguien venga por la noche y se lleve de aquí estas piedras? -bromeó Kaminski.

– ¡Tonterías! -bramó Moukhtar, que no entendió la broma-. Pero no creo que entre en sus obligaciones criticar mi trabajo.

– ¡Desde luego que no! -respondió el ingeniero-. Sin argo, éste es mi trabajo y su misión no es tampoco meter las narices en mi tarea. Si tiene problemas técnicos, hágamelo saber.

Moukhtar agitó las manos en el aire.

– Gutt, Gutt -dijo esas palabras en alemán, como era costumbre en el campamento, y continuó en inglés-: ¡No había mala intención en mis palabras, señor Kaminski!

El arqueólogo se alejó en dirección al centro de radio y Kaminski continuó buscando a Hella. De repente se detuvo; había creído oírla. ¿Se habría equivocado? Era una voz que sonaba como la de la doctora, pero hablaba un idioma que le era extraño. Precavidamente se acercó al lugar de donde venía la voz.

A la luz del reflector vio a Hella; o mejor dicho, tuvo que pasar algún tiempo hasta que reconoció a la mujer que como una serpiente se movía delante de él. Se había quitado la ropa y, desnuda sobre la arena clara y caliente, realizaba una especie de danza como la de una bruja en un aquelarre. Se retorcía en el suelo igual que una lombriz atormentada, echaba la cabeza hacia atrás y dejaba escapar unos sonidos guturales llenos de odio en un idioma desconocido. El objetivo de su sarta de insultos parecía ser el rostro del primero de los colosos del templo que, sonriente y con una calma estoica, descansaba sobre la arena delante de ella.

Hella se movía en trance, obscena como una ramera, tan pequeña delante de la cabeza del gigante. Aquélla no era la inabordable médica del campamento, la doctora Hornstein, sino otra mujer con su misma apariencia. «¡Qué bella y seductora es!», pensó Kaminski, que se sintió como un voyeur contemplando en secreto un espectáculo íntimo que no le estaba destinado, observando la escena con mirada lujuriosa. Una exhibición que, por su parte, podría haber durado eternamente. ¡Hella arrodillada en la arena con las piernas abiertas, mientras movía la cabeza como si pendiera de un tallo de loto, con los brazos elevados al cielo como los estambres de un lirio!

No debía de temer que Hella lo descubriera, estaba demasiado sumida en sí misma, entregada a su extraño ritual. Poco a poco, Kaminski comenzó a preguntarse que significado le concedía Hella a ese acto mágico. ¿Era la danza de una demente?, ¿qué otra cosa podía ser realmenlo que se estaba desarrollando delante de sus propios

Se encontraba fuera de toda duda que Hella era una mu¡er extraordinaria y eso era precisamente lo que la hacía tan fascinante. ¿Pero dónde termina lo extraordinario, lo peculiar, y empieza la demencia? ¿Sería esa demencia lo que tanto le cautivaba? Kaminski se asustó al sorprenderse pensando que le hubiera gustado ser arrastrado por Hella hasta esa misma locura y compartirla con ella allí mismo sobre la arena caliente.

Al observador oculto no le pareció aconsejable acercarse repentinamente a ella mientras sufría esa extraña transformación. Kaminski temía que pudiera despertar repentinamente de su trance y verse cogido in fraganti; no quería que ocurriera así. Por eso, retrocedió unos pasos y, desde detrás de uno de los bloques, gritó su nombre. Repitiendo la llamada, se aproximó lentamente al lugar donde estaba Hella. De ese modo quería darle la oportunidad de conocer su presencia y dejarle tiempo para vestirse.

El ingeniero se sorprendió al llegar al lugar desde donde la estuvo observando antes y ver que Hella estaba echada de espaldas en la arena. Seguía desnuda pero había abierto los ojos. Cuando lo vio, le tendió los brazos como si lo que estuviera ocurriendo fuera la cosa más natural del mundo.

– ¡Ven -lo llamó en voz baja-, ven aquí, amor mío!

¿Qué debía hacer? El espectáculo anterior, en el que Hella parecía estar poseída por una fuerza misteriosa, notaba en sus pensamientos. «Pero ¿no es la pasión una especie de posesión? ¿Por qué iba a dudar en hacer algo que ella quería y él también? Me gustaría ver qué hombre diría que no en una situación semejante», reflexionó Kaminski.

Más tarde, Arthur Kaminski sólo podía recordar retae lo que pasó a continuación, pues lo ocurrido lo arrastró como el vórtice de una tormenta de arena en el cielo nocturno, negro y caliente de Abu Simbel. Jamás en su vida había disfrutado de placeres tan celestiales con una mujer. El animal salvaje, que poco antes era la imagen de una sierpe furiosa, se transformó en un felino dulce y cariñoso. Como la oruga que se metamorfosea en mariposa, así cambió la personalidad de Hella de un momento a otro, pero sin dejar de ser ella misma.

El propósito que llevó a Kaminski a Abu Simbel fue olvidar, apartarse del camino de las mujeres, todo aquello que él llamaba experiencia. Esa mujer, debajo de él, sobre él, a su lado y entre sus piernas, era el placer personificado, la encarnación de la pasión… ¡y al infierno con todo, si era también la encarnación de la demencia, de la enajenación! Si Hella estaba poseída por una fuerza misteriosa, él también quería estarlo.

La mujer, con su voz profunda, dejaba escapar un sonido arrullador que parecía brotar de la garganta de un animal exótico y le hacía sentir estremecimientos placenteros. Kaminski nunca había oído nada semejante. En lo que a él se refería, cuando hacía el amor guardaba un silencio apasionado que no tenía nada que ver con la frialdad ni la falta de pasión, sino que era más bien una muestra de control viril. Pero en esta ocasión, bajo el cuerpo ágil y cimbreante de Hella, cuando el placer fue un cuchillo al rojo vivo que atravesaba su cerebro, dejó escapar un grito, fuerte y desconsiderado, pleno de arrobamiento y de felicidad.

19

En las lomas de la montaña, sobre el lugar donde ahora iba a estar situado el templo, habían comenzado ya los preparativos para su reconstrucción. Los topógrafos, en un trabajo que duró varias semanas, habían fijado los puntos exactos que garantizaban el emplazamiento correcto. Gastón Bedeau, que dirigía el grupo encargado de la topografía había encontrado la solución, un solo centímetro de desviación era ya demasiado, puesto que se trataba de que el templo, en su nueva localización, repitiera la maravilla solar de Abu Simbel, cuando una vez al año, en el momento del anochecer, el sol brillaba en el portal del templo e inundaba con su luz la figura del gran Ramsés entre los dioses Ptah, Amón y Ra-Harajtes.

Los cimientos de la gigantesca campana de hormigón sobre la que debían sustentarse los bloques de piedra del templo, requerían cantidades enormes de hormigón que grandes barcazas traían desde Asuán. La gran dificultad se encontraba en hacer el hormigón, puesto que a una temperatura exterior de cuarenta a cincuenta grados o bien se evaporaba el agua de amasar el cemento o el hormigón se endurecía sin que diera tiempo a verterlo.

En la planta de tratamiento del agua, entre la central eléctrica y la emisora de radio, ésta tenía que ser enfriada hasta los cero grados; de ese modo se podía preparar el hormigón que se dejaba trabajar con normalidad. Eso requería un extraordinario consumo de energía.

La electricidad era facilitada por una central propia, cuyos motores diesel trabajaban ruidosamente de noche y de día. Pero sólo quedaban reservas de combustible para una semana y aún no había llegado el petrolero procedente de Asuán que se esperaba hacía ya tres días.

Jacobi se puso nervioso y convocó una reunión de urgencia en la oficina de la dirección.

El problema se había divulgado por toda la obra y el ambiente era muy tenso. Jacobi no empleó muchas palaJas, se limitó a decir que en cuatro días los depósitos de la rai estarían vacíos y que los egipcios no parecían dispuestos a facilitarles más combustible.