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Kaminski la recibió sin una palabra; se había dado cuenta de hasta qué punto Hella se sentía avergonzada, por esa razón decidió pasar el incidente sin ningún otro comentario.

Después de recoger la escalera de mano, continuó delante agachado y poco antes de llegar a la estancia donde estaba el sarcófago le cedió el paso.

La respiración de Hella se hizo difícil después de ponerse en pie, por fin, en el interior de la alta sala. Los cabellos se le pegaban a la frente sudorosa. Se sentía totalmente agotada, pero su mirada seguía viva, despierta y llena de febril excitación.

Delante de ella, sobre un pedestal oscuro, se alzaba el sarcófago como un altar.

De inmediato, Hella se subió al montón de piedras levantado por Kaminski en su primera visita, éste colocó la escalera sobre el lado opuesto, junto al pedestal y trepó por ella.

Se limitó a dirigir una rápida mirada al rostro pardo de la momia; le interesaba mucho más Hella, que temblaba como si su corazón latiera incontroladamente y le ardía la cara. Tenía un temblor en la comisura de los labios y sus ojos brillaban de modo sobrenatural.

Fue como una visión fantasmagórica ver cómo Hella acercaba su rostro a la cabeza de la momia como si quisiera rozar sus mejillas con las de la muerta, lo que no pudo hacer porque no alcanzaba. Desde la escalera hubiera sido posible, pero en esos momentos Kaminski no se atrevió a dirigirle la palabra.

Tuvo la impresión de que entre Hella y la momia existía una misteriosa confianza. No pudo advertir en la joven la menor sensación de temor o de asco, al fin y al cabo se trataba de un cadáver. Él mismo, que por lo general no tenía miedo, mostraba una mayor reserva. Como ya le ocurrió en la ocasión anterior, se sentía como un intruso.

Kaminski no sabía cuánto tiempo estuvo contemplando a Hella en silencio, hasta que finalmente se atrevió a hablarle.

– ¿Qué es lo que sientes? -le preguntó mientras su mirada iba alternativamente de Hella a la momia.

– ¿Lo que siento? -Hella no apartaba los ojos del cuerpo embalsamado-. Creo que eso es algo que tú no podrías comprender; perdóname, Arthur, si no respondo a tu pregunta.

En vista de eso, Kaminski renunció a seguir interrogándola. Efectivamente, algo estaba ocurriendo que escapaba a su comprensión.

Hella parecía estar muy lejos con sus pensamientos y sin aparente relación con lo que estaba ocurriendo, preguntó:

– ¿Y el escarabajo?

Kaminski señaló la mano derecha de la momia cubierta sólo a medias por la tapa del sarcófago.

– Lo tenía en esa mano. Vi algo verde que brillaba y pude quitárselo con toda facilidad. Posiblemente les pasó desapercibido a los ladrones de tumbas que estuvieron aquí antes que nosotros.

Hella asintió con un gesto. Después, con ambas manos tomó la pesada tapa e intentó, inútilmente, moverla a un lado. -No lo conseguirás -observó Kaminski-, la plancha es demasiado pesada.

Trató de ayudar a Hella empujando desde el otro lado. Al intentarlo se hizo daño en las manos porque la tapa estaba adornada con una orla de jeroglíficos grabados en su afilado borde. De repente, la pesada losa de pórfido obedeció a su empuje y como por sí misma cedió a un lado hasta quedar atravesada sobre el sarcófago casi en diagonal, lo que permitió la visión total de la delgada silueta de la momia.

Un ruido de aplausos que parecía salir de la tapa del sarófago los asustó. Era igual que si alguien diera palmadas cortas que se repetían a intervalos irregulares. Hella dirigió a Kaminski una mirada interrogativa. El rostro del ingeniero se puso blanco.

– Se trata de un derrumbamiento; lo que suena así es la caída de las piedras. -Meditó un segundo y enseguida grito: ¡Vamos, tenemos que salir de aquí!

Kaminski saltó de la escalera, la cogió y cruzó la puerta. Después tomó la mano de Hella, que se había quedado inmóvil sin saber qué hacer, y la arrastró tras él.

– Ahí fuera es mucho más peligroso -se defendió la joven al tiempo que se soltaba de la mano de Kaminski.

– Claro que es peligroso -respondió Kaminski con vehemencia-. Tienes que decidir; puedes quedarte aquí dentro y esperar hasta que todo haya pasado, entonces es posible que te quedes enterrada en vida, o escapas de aquí y corres el riesgo de que te caiga una piedra en la cabeza. ¿Qué prefieres?

Sin esperar respuesta, Kaminski se puso en marcha siguiendo el camino de vuelta, agachado, mientras arrastraba la escalera detrás de él. Sabía que Hella le seguiría pero que sería erróneo ordenarle que lo hiciera.

A mitad de camino oyó los pasos de la doctora. Le seguía. Mientras tanto, Kaminski había llegado al lugar del desprendimiento. Escuchó un rato y se dio cuenta de que a medida que pasaba el tiempo era menor el intervalo entre el ruido de una piedra al caer y la siguiente.

Finalmente, Hella lo alcanzó.

– ¡Debes mantener los brazos cruzados sobre la cabeza!

Kaminski sujetó el asa de su linterna con los dientes y le mostró en la práctica lo que quería decir. Hella hizo un gesto de asentimiento y el ingeniero le dio un pequeño empujón.

– ¡vamos, lo conseguirás! -la animó. a joven cruzó los brazos sobre la cabeza y salió corriendo. La linterna que pendía de su cinturón iluminaba el camino insuficientemente. No oía las piedras que a su lado se rompían contra el suelo; sólo tenía un pensamiento: «¡Tienes que salir de aquí!».

Hella lo logró, Al llegar delante de la boca del pozo agotada, se dejó caer en el suelo. No sabía si había recibido algún golpe. Se palpó el cuerpo y tuvo la certeza de que había salido de la aventura sana y salva.

De repente, como si brotara del suelo, vio a Kaminski que estaba de pie encorvado, junto a ella.

– ¿Todo va bien?

– Sí, todo bien -confirmó Hella-. ¿Y tú?

– Estoy perfectamente.

Mientras seguían oyendo detrás de ellos las piedras que continuaban cayendo del techo, Kaminski se apresuró a colocar la escalera, cruzada sobre la boca del pozo. Después de lo que acababa de suceder, Hella no tuvo ningún miedo en esta ocasión y cruzó el obstáculo sin dificultad.

Una vez que estuvieron de vuelta en la barraca, Hella abrazó a Kaminski y le dio las gracias de modo casi excesivo.

– No tiene importancia -trató de calmar el entusiasmo de la joven, aunque en realidad Kaminski estaba convencido de que las posibilidades que tuvieron de salir ilesos de la cámara mortuoria fueron más bien escasas.

Kaminski se dejó caer en el crujiente sillón frente al escritorio que utilizaba para realizar sus trabajos. La lámpara de gas producía un débil silbido igual que un siseo. Las manos le ardían como fuego y para calmarse el dolor se las frotó contra la parte superior del muslo, lo que no hizo sino aumentar aún más el dolor.

– ¡Mis manos, mis manos! -gritó Kaminski de repente y se las tendió a Hella con las palmas hacia arriba-. ¿Dios mío, qué significa esto?

Las manos de Kaminski habían adquirido el color rojo de una herida o como si hubieran estado sumergidas en agua hirviendo. Y había algo además, que hacía su aspecto es espantoso: en ambas palmas se habían dibujado unos ojillos ovalados más oscuros, como estigmas del mal, que estaban rodeados de enigmáticos signos jeroglíficos. La tapa del sarcófago, pensó el ingeniero… el borde estaba marcado con jeroglíficos.

Hella siguió en silencio. Parecía dueña de sí misma cuando también le mostró sus manos; éstas tenían unas marcas semejantes, aunque los signos eran otros.

– ¿Dios mío, qué significa esto? -repitió Kaminski.

Observó detenidamente a Hella, que se encontraba mucho menos nerviosa que él, y no pudo evitar la sospecha de que, de algún modo, la joven conocía el significado de los jeroglíficos.

Se mantenía tranquila. Kaminski estaba convencido de que seguiría fingiendo ignorancia si le preguntaba el significado de esos signos.

Lo primero que hizo Kaminski fue transcribir en un papel con trazos firmes la marca de fuego que tenía en su mano izquierda. Después hizo lo mismo con la derecha. Ella lo contempló sonriendo. Cuando terminó de copiar los signos de sus manos, dibujó también los de Hella.