– ¿Por qué haces eso? -quiso saber la doctora.
– Quiero averiguar el significado de estos anillos -respondió-. ¿O es que quizá lo sabes tú?
– ¡No! -respondió con una precipitación un poco exagerada-. ¿Cómo podría…?
No había esperado otra cosa. Para aliviar el dolor de las manos, Arthur vertió en una palangana un poco de agua de la garrafa y las metió en ella, lo que le produjo cierto almo. Hella se acercó e hizo lo mismo.
– ¡Qué mejoría! -comentó sonriendo y lo besó en la mejilla.
Al sacar las manos del agua, Kaminski se asustó; las marcas habían desaparecido. Tomó las de la doctora Hornstein y es dio la vuelta; también las suyas se habían disipado.
– ¡No es posible! -exclamó Arthur.
– Ya ves que sí que lo es -respondió Hella con indiferencia, como si hubiera esperado lo ocurrido. Y tras una pausa añadió-: Lo mejor será que olvidemos todo el asunto, sencillamente que lo borremos de nuestra memoria, ¿qué opinas?
A Kaminski le costaba trabajo poner en orden sus pensamientos. El primer día que Hella se enteró del descubrimiento de la momia, le pareció la cosa más importante del mundo y ahora, de repente, no quería saber nada. ¿Qué diantres ocurría en el interior de esa mujer?
La doctora Hornstein se acercó al escritorio, tomó el papel en el que Kaminski había copiado las marcas de las manos y lo acercó a la llama de la lámpara de gas. Él quiso protestar, impedir que destruyera la hoja de papel, pero le falló la voz y antes de que pudiera pronunciar una palabra, los dibujos ardieron en una última llama y quedaron convertidos en cenizas.
22
Ese año el calor veraniego llegó en el mes de abril y resultó verdaderamente insoportable, sobre todo porque durante la noche raramente bajaba de los cuarenta grados. En el hospital del campamento, el doctor Heckmann y la doctora Hornstein se encontraban agobiados de trabajo; trataban a pacientes con problemas circulatorios y fallos renales principalmente. Los que aún seguían sanos consumían tabletas de sal a manos llenas. Eso ayudaba, pero no dejaba de tener sus consecuencias secundarias: la sal del sudor se concentraba en las ropas, que se pegaban al cuerpo como si estuvieran almidonadas.
Un mediodía, en el momento de mayor calor, dos egipcios llevaron al hospital a su capataz en la parte trasera de camión. Estaba inconsciente y rígido como una tabla. La doctora Hornstein le preparó una infusión pero el hombre murió durante el tratamiento. Era ya el séptimo muerto entre los obreros de Abu Simbel y el caso excitó aún más los ánimos.
Cada vez era mayor el número de enfermos que acudían al herrero Kemal, que con sus métodos poco habituales obtenía curaciones más rápidas que los médicos. La noticia corrió pronto de boca en boca. Kemal no pedía nada por su tratamiento, pero esperaba siempre una respetable bakshish y cuanto mayor fuera ese donativo, más extraordinaria era su terapia, que en la mayoría de los casos tenía éxito.
Un día Margret Bakker no acudió a su trabajo a la hora prevista y cuando Istvan Rogalla, el arqueólogo alemán, fue a ver qué le había ocurrido a su ayudante, la encontró inmóvil en la cama. La única señal de vida era un inquieto palpitar en sus ojos.
Rogalla tomó a la joven por los hombros.
– ¿Qué tienes, Margret? -gritó y sacudió su cuerpo como si de ese modo quisiera arrancarlo de su rígida inmovilidad.
– Apenas puedo moverme -respondió Margret con dificultad. Y le tendió las manos con los dedos estirados.
Rogalla la miró asustado; los dedos, el dorso de las manos incluso los brazos estaban hinchados como globos.
– El menor movimiento es un tormento -se quejó la joven.
En esos momentos Rogalla sólo tuvo un pensamiento: Kemal el herrero. ¡Sólo Kemal podía ayudarla!
Mientras la llevaba en brazos hasta el coche, Rogalla notó que el rostro y los brazos de Margret comenzaban a adquirir una extraña tonalidad azulada. En el corto trayecto hasta la barraca del herrero, Margret Bakker perdió el Conocimiento.
Rogalla reflexionó: ¿debía dar la vuelta?, ¿no sería mejor que llevara a su ayudante al hospital? Pero antes de que lograra tomar una decisión estaba frente a la casa del herrero.
El calvo Kemal salió a la calle al oír el ruido del automóvil. Llevaba una tela blanca enrollada en torno a su cintura y el torso desnudo; se parecía como una gota de agua a otra a los artesanos cuyas pinturas adornan las tumbas de los faraones.
– ¡Kemal! -exclamó Rogalla nervioso-. ¡Rápido, haz algo, te lo ruego! Creo que Margret se muere. -Y sacó un billete de diez libras casi tan grande como un pañuelo.
Kemal lo cogió, lo guardó entre su falda y entró el cuerpo de Margret en la oscura herrería. La acostó sobre un catre que había en la parte interior del taller y después la observó atentamente durante largo rato.
El arqueólogo seguía la escena con impaciencia.
– ¿Está… muerta? -preguntó inseguro.
Kemal no le respondió. Abrió la blusa de la muchacha y apoyó la oreja sobre su pecho. Después alcanzó un jarro metálico, echó un poco de agua en un cuenco y colocó éste sobre el tórax de la joven. Una sonrisa tétrica y oscura apareció en su rostro siniestro; señaló la superficie del recipiente en la que se formaban pequeñas olas temblorosas.
– Las ondas significan vida, señor -explicó Kemal sin apartar la vista de la joven-, y donde hay vida, Kemal puede ayudar. Sólo hay una cosa sobre la que no tiene poder: la muerte.
– ¡Si es así, haz algo! -le urgió Rogalla.
El herrero contempló el cuerpo abotargado de Margret de los pies a la cabeza y le quitó la ropa. De repente, un cuchillo pequeño y puntiagudo brilló en su mano. Kema tomó el brazo izquierdo de la joven y, con un golpe rapid° y fuerte, le clavó la afilada hoja. Después hizo lo mismo con la pantorrilla derecha.
Una sangre oscura y espesa brotó de las heridas y corrió por el polvoriento suelo de piedra. Rogalla comenzó a perder el ánimo y a dudar de si había obrado bien y pensó que quizá los médicos del hospital la hubieran atendido mejor.
La joven sangraba como una res en el matadero y mientras más duraba el tratamiento de Kemal mayor era el miedo y la agitación de Rogalla. Como un poseso, salió de la herrería, subió a su coche y se dirigió al hospital a toda velocidad. Poco después regresaba en compañía de la doctora Hornstein.
Al entrar en la oscura estancia y ver a Margret Bakker que se desangraba mientras que Kemal, como un verdugo, estaba inmóvil delante de su víctima con los brazos cruzados sobre el pecho, la doctora gritó:
– ¡Dios mío!, ¿qué ha hecho usted con esta mujer?
Con un violento ademán, Kemal apartó a un lado a la doctora Hornstein y murmuró con voz profunda y amenazadora:
– Tú eres una mujer y no tienes el don de curar, eso es algo que Alá reservó sólo a los hombres…
– ¡Estás loco! -interrumpió Rogalla al furioso herrero-. La doctora Hornstein es médica, ha estudiado.
– ¿Estudiado? -replicó Kemal indignado y escupió en el suelo-. ¡Una mujer y ha estudiado! Si Mahoma el profeta hubiese querido que estudiaran, constaría así en el santo Corán. Pero no hay ni un solo sura que diga que la mujer debe estudiar y menos aún que pueda curar.
El tiempo apremiaba y Rogalla se colocó delante de Kemal con los brazos extendidos.
– ¡Vas a dejar ahora mismo que la doctora Hornstein haga su trabajo! -dijo con tono amenazador-. La situación s sena y la verdad es que no tenemos tiempo para discutir cuestiones teológicas. ¿Lo entiendes?
Kemal no comprendía literalmente el significado de las palabras, pero sí lo que Rogalla quería decir. Con la cabezagacha y el mentón pegado al pecho, se retiró al rincón más oscuro de la herrería donde se sentó con las piernas abiertas sobre un yunque para observar a la doctora Hornstein.