Cuando el conductor y su acompañante se detuvieron delante de la puerta de la clínica, dos enfermeros vestidos de blanco salieron a su encuentro con una camilla.
– ¡Una sacudida eléctrica! -gritó exaltado el acompañante.
Y el chófer aclaró:
– Alí ha tocado un cable con 10.000 voltios. ¡Que Alá esté con él!
Entre los cuatro colocaron el cuerpo en la camilla y corriendo lo llevaron a la sala de reconocimientos al extremo del pasillo de la izquierda. Un timbre situado hacia la mitad del corredor y que se utilizaba para anunciar las urgencias empezó a sonar estrepitosamente y casi de inmediato aparecieron en la sala el doctor Heckmann, director del hospital, y junto a él la doctora Hella Hornstein, su ayudante.
– ¡Una descarga eléctrica! -les gritó a los médicos uno de los enfermeros-. ¡El paciente está sin sentido!
– ¡Desnúdenlo! -ordenó Heckmann, que se volvió a su ayudante-. ¡Conecten el electrocardiógrafo!
Con el estetoscopio auscultó el pecho del accidentado. Movió la cabeza dubitativo y finalmente le levantó el párpado.
– ¡Vaya por Dios! -dijo en voz baja-, la pupila está borrosa, no reacciona.
Ahora que el paciente estaba desnudo delante de ellos, se podía ver en su piel franjas irregulares de color oscuro que iban desde el brazo derecho hasta el pie del mismo lado.
Mientras tanto, la doctora había conectado y puesto en funcionamiento el ECG 1. La aguja describió una línea irregular en zigzag sin grandes oscilaciones. Miró a Heckmann; existían palpitaciones ventriculares.
El médico dirigió una mirada a la línea del gráfico.
– Oxígeno. Respiración artificial.
Uno de los enfermeros les alargó una mascarilla de oxígeno que la doctora puso sobre el rostro del paciente cubriéndole la boca y la nariz. Heckmann presionó varias veces con las manos juntas sobre el pecho del accidentado.
De pronto se detuvo y miró la curva en el gráfico del electrocardiógrafo. La marca de la aguja apenas mostraba oscilaciones. Heckmann aumentó sus esfuerzos y se dejó caer sobre el pecho del hombre. El ECG marcó una última línea irregular, después dejó de zigzaguear y describió sólo una raya continua horizontal.
– Ha fallecido -anunció el doctor Heckmann sin apreciable emoción.
La doctora asintió en silencio y, resignada, comenzó a desconectar los electrodos del cuerpo sin vida. A ella la muerte del egipcio pareció afectarle algo más.
Heckmann notó su desánimo y, mientras recorrían juntos el pasillo que los llevaba a la sala de guardia, comentó:
– Créame, colega, es mejor así. Las descargas eléctricas tan potentes dañan la médula, por lo general, y producen parálisis espásticas y atrofias. En algunos casos hay que añadir a todo eso daños del sistema nervioso periférico y perturbaciones de la conciencia. Si se hubiera salvado habría sido un inválido para el resto de su vida, o un idiota… O ambas cosas. ¿Me daría usted la satisfacción de cenar conmigo esta noche?
Hella Hornstein se estremeció. La forma un tanto despreocupada en que el doctor Heckmann pasaba por encima del orden del día tenía algo que no acababa de gustarle.
Heckmann no era un mal médico, pero consideraba su trabajo como un simple empleo… o al menos así lo aparentaba. Muchas veces, ella tenía la impresión de que eso sólo servía para ocultar su inseguridad personal, lo que sin embargo no representaba ningún obstáculo para asediarla cada vez que se ofrecía la ocasión, pues además, Heckmann estaba convencido de que era un hombre guapo e irresistible.
– ¿Café? -le preguntó la médica para evitar una respuesta. Pero él no dejó de aprovechar la ocasión.
– Con mucho gusto -aceptó-, pero aún no ha contestado a mi pregunta.
«Tú misma tienes la culpa -pensó Hella Hornstein-. Ahora sí que no podrás quitártelo de encima.»
Mientras Hella ponía en marcha la anticuada cafetera eléctrica que se había traído de Alemania -el oscuro café egipcio y su preparación eran un capítulo especial para ella- se dio cuenta de que Heckmann, que se había sentado en un sillón tapizado de verde, la devoraba con los ojos. Hizo como si no se diera cuenta, aunque era plenamente consciente.
La joven doctora estaba muy lejos de condenar a un hombre porque la mirara así. Era una chica orgullosa que se vestía con distinción, dentro de las limitaciones que imponía el desierto, y aia que le gustaba agradar. Su pelo negro, corto, y el tono moreno de su piel, sus ojos llamativos, grandes y negros, y sus pómulos salientes le daban un carácter especial, una clase que ella sabía subrayar con sus labios, añadiéndoles un ligero toque de un color rojo pálido.
Hella era pequeña, delicada y esbelta y llevaba faldas desvergonzadamente cortas que apenas le cubrían la rodilla. Supuestamente eso debía desviar la atención de un pequeño defecto físico que arrastraba desde su nacimiento, cuando la comadrona le rompió la articulación del tobillo izquierdo. Desde entonces, arrastraba un poco el pie, levemente torcido hacia dentro. Si no le hubiera granjeado cierto respeto su cargo de médica, no cabía duda de que Hella Hornstein hubiera tenido que soportar los silbidos de admiración que despertaría a su paso entre la mayoría de los mil obreros nativos que trabajaban en Abu Simbel.
Con respecto al equipo internacional, la doctora Hornstein solía mostrarse notablemente distante y pertenecía a ese tipo de mujeres que pueden permitírselo sin perder su atractivo. Por el contrario, el frío retraimiento que exhibía actuaba como un desafío más para los hombres y apenas si pasaba un día en que no fuera invitada por alguno de los ingenieros o arqueólogos que trabajaban en la obra.
Por lo general, rechazaba esas invitaciones. Sólo en raras ocasiones se la veía en el casino y resultaba impensable que fuera a beber una copa de más, cosa que entre los hombres ocurría con bastante frecuencia.
Mientras preparaba el café, la mirada que sentía clavada en su espalda se le iba haciendo poco a poco insoportable, finalmente, no tuvo más remedio que preguntarle, sin girarse:
– ¿Por qué me mira usted con esa fijeza, doctor Heckmann?
Asustado, Heckmann se vio sorprendido en sus lascivos pensamientos. Se sintió cazado como un jovenzuelo en una travesura, pero no lo dejó ver y respondió con una voz llena de autosuficiencia:
– Dispénseme, colega, pero es usted un milagro anatómico, puede ver por la espalda.
– Ver no, sentir -replicó la doctora Hornstein sin volverse a mirar a su interlocutor.
Éste vio que no le quedaba otra salida que una huida hacia delante y declaró:
– Sí, está bien, la he estado mirando fijamente, como usted dice, pero ¿tengo que excusarme por eso? Es usted una mujer extraordinariamente atractiva; un hombre que no aprovechara la ocasión de poner sus ojos en usted, no sería un hombre…
Hella consideró que aquella frase, dicha con la intención de ser un piropo, resultaba un tanto chabacana, pero se correspondía con alguien que no estaba a la altura de su posición. Tipos como Heckmann, a los que por lo general se les considera estupendos, en Hella despertaban más bien una especie de lástima… el sentimiento que los varones reciben con mayor desagrado.
Ella valoraba a los hombres que renuncian voluntariamente a ser fuertes, es decir, una especie bastante escasa. Y cuando quiso ser sincera sólo tropezó con tipos que únicamente pensaban en ellos mismos y tuvo que vivir su egoísmo de manera más o menos considerable. Y ése, también, era uno de los motivos por los que a sus veintisiete años aún no había tenido ninguna relación amorosa seria y estable.
Desde los catorce años soñaba con una imagen ideal de hombre, que no existía en ninguna parte salvo en su fantasía. En lo que a Heckmann se refiere, estaba muy lejos de ese ideal; pero eso era algo que él desconocía y de haberlo sabido, con toda seguridad se hubiera negado a creerlo.