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– ¡Moukhtar y Mösslang!

La sorpresa lo dejó sin aliento y tuvo que hacer un esfuerzo para recuperar el aire que necesitaban sus pulmones.

Foster alzó los hombros con gesto expresivo y torció los labios como si con ello quisiera decir «¡Puede que eso le sorprenda, pero así es ciertamente!». Sin embargo guardó silencio y no hizo más que seguir contemplando el papel que había puesto sobre la mesa.

Desde el principio, Kaminski desconfió de Moukhtar. Aunque no podía decir por qué, aquel hombre le fue antipático desde el primer momento y por esa razón trató de apartarse al máximo de su camino. ¡Pero que fuera capaz e vender a los Estados Unidos hallazgos arqueológicos que Pertenecían a su propio país!…

¿Y Mösslang? -pensó en voz alta el ingeniero-. Siempre que oigo ese nombre aparece rodeado de un muro de silencio. Nadie en el campamento pudo o se mostró dispuesto a darme información sobre ese hombre.

– Cosa que no me sorprende -asintió Foster-. Como v le he dicho, el oro cierra la boca hasta al más charlatá Yo le diré la verdad, míster Kaminski, al fin y al cabo ya casi somos compañeros de negocios.

El ingeniero se sintió mal al oír esas palabras. Le hubiera gustado levantarse, decirle «Olvídese de todo lo que le he hablado» y marcharse. Pero fue consciente de que ya le había contado demasiado; no existía vuelta atrás. Él mismo se había puesto en sus manos. Además estaba el dinero… aquella enorme cantidad… Y también, y no en último lugar, Hella, que no volvería a recuperar su tranquilidad mientras la momia continuara descansando debajo de la barraca.

– Lo que ocurrió entonces fue una historia estúpida -retomó la palabra Foster -. La estatua de Ramsés tuvo que ser embarcada por la noche, trabajaban sin luces, y entonces sucedió: Mösslang, que se encontraba a bordo del barco, fue aplastado por la estatua de granito. ¡Muerto! Conseguí pasar aquello por un accidente de trabajo; sencillamente dejamos el cadáver en medio de la obra.

Arthur Kaminski se sentía incapaz de articular una palabra. Se bebió de un trago un vaso lleno de una. sustancia blancuzca que el camarero le había puesto delante. Tenía un sabor dulce y fuerte al mismo tiempo y dejaba en la boca un regusto repugnante. No le gustó, pero la verdad era que en esos momentos no le hubiera gustado nada, m siquiera el champán. La frialdad, casi osadía, con que Foster le hablaba de sus negocios sucios le ponía la piel de gallina. Naturalmente -eso estaba claro para él-, el angloegipcio sólo lo utilizaría como medio para conseguir su objetivo. Supo, con toda seguridad, que debía guardarse de ese individuo.

La tentación de abandonarlo todo y renunciar al ne§ ció era, por lo menos, tan grande como su deseo de conseguir aquel dinero. Kaminski luchaba consigo mLsrno so la decisión que debía tomar. Finalmente se excusó diciendo que estaba muy cansado y que quería dormir y reflexionar una noche más sobre el asunto.

32

Por las noches, el hotel El-Salamek era más ruidoso que durante el día. La tranquilidad que irradiaba durante el día dejaba paso a un ajetreo lleno de vitalidad. En la entrada, donde se encontraba la recepción, que merecía, más que otra cosa, la calificación de sala de espera, se sentaban varios hombres, que no cesaban de hablar mientras movían entre los dedos las cuentas amarillas de sus rosarios. De vez en cuando, muchachas con el rostro cubierto por el típico velo cruzaban la sala polvorienta y desaparecían por la escalera de piedra que conducía a las habitaciones, mientras los individuos de la entrada las miraban pasar con tanta adoración como si estuvieran contemplando el Hadschar al-aswad, el meteorito negro adorado en la Ka ’ba de La Meca.

El portero de noche, detrás de su mostrador de madera se inclinó respetuosamente ante el huésped extranjero y chapurreó las dos o tres palabras en inglés que le eran familiares:

– Good evening, mister!

Arthur subió de dos en dos los escalones que lo llevaban a su cuarto y abrió la puerta que, como suele ocurrir en los hoteles baratos, no estaba cerrada con llave.

La sobria habitación se encontraba a oscuras y, aun así, supo de inmediato que había alguien. Kaminski le dio al interruptor de la luz y la estancia se iluminó.

– ¿Hella, tú? -exclamó sorprendido. Sobre la cama de hierro, completamente vestida y con las manos detrás de la nuca, se encontraba Hella Hornstein, que miraba la bombilla que pendía del techo con los ojos casi cerrados.

– ¿Esperabas a otra? -le respondió desafiante-. Si mi presencia no te gusta, puedo irme por donde he venido.

– No, no, es sólo que no te esperaba…, quiero decir, ¿cómo me has encontrado?

– Supuse que te habías marchado a Asuán y Kurosh me lo confirmó, así que vine para acá. De todos modos, tengo algunas cosas que hacer por aquí. Desde luego pensé encontrarte en el hotel Cataract y no en este tugurio.

– ¿Qué quieres decir con eso de tugurio? -replicó furioso Kaminski.

– Un tugurio es un tugurio -observó despectiva Hella-. ¿O es que crees que las damiselas veladas que transitan por los pasillos son huéspedes del hotel?

– Quería estar tranquilo y no tropezarme con nadie con quien tuviera que hablar.

– ¿Y…? ¿Lo has conseguido?

Su voz sonó irónica, casi despreciativa. No era posible ignorar que desde aquel extraño encuentro en la casa de Hella se había producido una ruptura y ella también parecía darse cuenta. Seguía sin mirarlo de frente, casi ignorándolo, con la vista fija delante de ella. Kaminski se sintió tentado de preguntarle qué buscaba allí.

¿Qué motivos podía tener Hella para viajar detrás de él, para buscarlo en su hotel, salvo que intentara una reconciliación? Pero ocurría que ella no sabía expresar su intención con las palabras apropiadas, pensó el ingeniero.

– Tengo los nervios destrozados -explicó Kaminski como si quisiera disculparse-, es probable que necesite unas vacaciones. Todo ha sido a partir del hallazgo de la momia; más de una vez he deseado no haberme dejado arrastrar por la curiosidad y no haber abierto el suelo de mi barraca. -Se detuvo, seguidamente se acercó a Hella y le dijo-: La verdad es que sé quién fue el verdadero descubridor de la tumba…

La joven se irguió en la cama y se apoyó sobre los codos.

– ¡Ah! -Se quedó esperando a que Arthur continuara.

– Sí, lo sé realmente, pero me faltan las pruebas.

– ¿Y quién fue si se puede saber?

– Mösslang.

Cuando Kaminski pronunció ese nombre el cuerpo de Hella se electrizó. Se dejó caer de nuevo en la cama y adoptó la misma postura que tenía en el momento en que el ingeniero entró en la habitación.

– Mösslang hizo construir la caseta exactamente encima de la tumba porque con la momia quería dar el gran golpe, pero antes de conseguirlo sufrió un accidente.

– ¿Cómo sabes todo eso?

– He conocido a un hombre que estuvo en contacto con Mösslang…

– ¿Foster?

– ¿Lo conoces?

Hella hizo un ademán despectivo con la mano.

Arthur no sabía qué conclusiones extraer y se la quedó mirando en espera de una respuesta.

– He oído hablar de él, pero sería exagerado decir que lo conozco -contestó Hella.

Mentía, estaba claro que mentía, no le quedaba la menor duda. La odiaba por eso y sin embargo, aún no había acabado de analizarlo cuando le vino al pensamiento la idea de que, a pesar de todo, la amaba y que sin saber cómo ni por qué, de un modo extraño, se sentía en sus manos. No hubo nunca otra mujer a la que quisiese con tanto fervor. Ninguna que le hiciera olvidarse de sí mismo y entregarse tan total y profundamente.

Tal vez, pensó, era precisamente eso lo que tanto confundía su razón. Para un ingeniero consciente de su profesionalidad incluso las cifras que van detrás de la coma están más cerca de él que los sentimientos y la ternura. Quizá la pasión podía cambiar la identidad de un hombre, llevarlo hasta el punto de ver cosas que no existen. De todos modos, Kaminski tuvo la sensación de que ese amor vehemente ejercía sobre él un poder al que no podía oponerse.