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Precisamente, fue ese mismo sentimiento lo que le llevó a tumbarse en la cama junto a ella sin el menor reparo, aunque estaba preparado para que lo echase fuera o se levantara de un salto y desapareciese de la habitación. Pero no sucedió ni lo uno ni lo otro. Hella le dejó sitio encogiendo las piernas y moviéndose hacia un lado, lo que hizo que la cama de hierro rechinara como una vieja bicicleta oxidada.

Se quedaron acostados, sin tocarse, ambos con la mirada fija en el techo oscuro, más allá de la fría bombilla. Ninguno se movió, ni sabía lo que pasaba por la mente del otro.

Kaminski tuvo la sensación de que era a él a quien correspondía decir algo, una frase aclaratoria, una palabra de disculpa, pero era como si hubiera perdido completamente la voz, como si unas manos invisibles rodeasen su cuello y lo apretaran sin piedad… Igual que alguien que está al borde de la asfixia, buscó una bocanada de aire.

Respiró profundamente dos o tres veces y con ello despertó su sentido del olfato. Percibió el rancio olor de la grasa de carnero que parecía impregnada en sus ropas y también, distante, el aroma que solía brotar del cuerpo de Hella cuando dormían juntos. Cada una de esas dos impresiones le traía a la memoria algo que ahora hubiera preferido no recordar. Arthur hubiese querido más que nada taparse la nariz con los dedos, pero se dio cuenta de que con eso no conseguiría nada positivo y sí componer una imagen bastante ridicula.

¿No podemos dejar de castigarnos mutuamente con nuestro silencio? Eso era lo que le hubiera gustado decir a Kaminski, las palabras que le habría gustado pronunciar, pero vaciló, y mientras seguía acostado, sin tomar ninguna decisión, la mano izquierda de Hella se movió precavida y sinuosa como una serpiente, buscó el camino hacia el cuerpo del hombre que yacía a su lado y acabó deteniéndose en el bulto de sus pantalones.

Arthur creyó estar soñando al sentir esos dedos inquietos entre sus piernas. Estuvo a punto de gritar pero se controló por temor a interrumpirla y se limitó a disfrutar de las caricias sin cohibiciones, aunque sin librarse por cornpleto de los pensamientos que le habían atormentado hacía sólo un instante.

Ésa era la Hella que él conocía, la que de un momento a otro olvidaba su frialdad y perdía su retraimiento, como el gusano de seda que se transforma en mariposa en cuestión de minutos.

Durante un rato, Kaminski estuvo a punto de oponerse y defenderse de ese desvergonzado contacto, pero sabía lógicamente que su aguante se vendría abajo en pocos instantes y que no tenía ninguna posibilidad de mantenerse firme si ella continuaba insistiendo. Su miembro en la mano de Hella lo convertía en un objeto sin voluntad y sonrió ante la idea de oponer resistencia a esa mujer y al encanto que emanaba de ella… Era demasiado débil, quería ser débil y Hella debía ejercer su poder sobre él; ¿había una sensación más excitante?

– ¡Te amo! -declaró Arthur, que aún mantenía la mirada fija en el techo. Había sentido la necesidad de decírselo pese a que sólo unos minutos antes la había odiado. Pero nada cambia más rápidamente que el amor y el odio-. ¡Te amo! -repitió.

Hella reaccionó sin palabras a la declaración de Kaminski, dio media vuelta hacia él y le pasó el muslo derecho por encima de la cadera. Kaminski jadeó y suspiró profundamente mientras arqueaba la espalda para sentir con mayor intensidad el roce. Después se dejó caer de nuevo sobre la chirriante cama.

Ese proceso se repitió varias veces, cada una de ellas con mayor intensidad y excitación. Kaminski se encontraba en una situación en la que un hombre no suele hallarse con frecuencia y que, por esa razón, conserva en la memoria durante toda su existencia: su excitación había alcanzado tal medida que aunque un cañón hiciera explosión a su lado ni lo habría notado. Una multitud de personas hubiese podido surgir del suelo a su lado sin que se diera cuenta. Sin embargo, antes de que tuviera tiempo de dirigirse a Hella, ésta, con un ágil movimiento, se colocó encima de él como una amazona. La falda se le había levantado y le ceñía los muslos y el vientre; Kaminski se dio cuenta de que no llevaba nada debajo. Mientras con la mano izquierda ella se aferraba a la ropa de Arthur, con la otra le abrió el pantalón, tomó su falo endurecido y con un enérgico movimiento lo introdujo en su interior. Eso ocurrió con tanta rapidez que él casi no llegó a enterarse de cómo había sucedido.

– Tú querías abandonarme -susurró Hella acompasando cada palabra con un movimiento de su pelvis- y ahora quieres venderme.

Kaminski no entendió lo que quería decir, pero al mirarla a la cara no vio precisamente a una mujer apasionada. Su expresión reflejaba más bien una rabia animal, una excitación que Arthur no había observado jamás en ninguna otra mujer… sobre todo no en una situación como ésa; y ahí estaba, precisamente, lo que le fascinaba de manera tan extraordinaria. En cualquier caso, por lo que pudo ver a la débil luz, los ojos de Hella resplandecían salvajes y decididos. Excitado, comenzó a desabrochar la blusa de su amante, pero ante su sorpresa, ésta lo cogió de la muñeca y apartó su mano; se dio cuenta de que ése no era un movimiento de rechazo sino, simplemente, que prefería quitarse la ropa ella misma.

Así, desnuda y blanca, permaneció sentada sobre él como una diosa en su trono; sin embargo, los movimientos irregulares que realizaba con la fogosidad de un luchador tenían más bien un efecto profano y casi animal. A Kaminski eso lo entusiasmaba.

– Te has quedado mudo -observó Hella mientras se detenía un momento.

Arthur sacudió la cabeza de un lado a otro; lo único que verdaderamente deseaba era que Hella continuara moviéndose, por eso respondió rápidamente:

– Tuve miedo de perder la razón…

Sobre el rostro de Hella se iluminó una sonrisa que más bien emanaba compasión que cariño y, provocadora, preguntó:

– ¿Por mi causa?

Resultaba extraño; pese al placer de la posesión, al hecho real de la profunda compenetración, Arthur se sentía humillado por ella. Tenía, y no por primera vez, la sensación de que Hella se burlaba y jugaba con él, que lo utilizaba y fue consciente de que la pasión por aquella mujer estaba a dos pasos de perderlo.

¿Debía confesarle lo que le había sucedido, decirle que le perseguían extrañas visiones, que en los momentos de mayor placer sexual ella aparecía ante sus ojos transformada en un fantasma? Naturalmente, ella no le creería, volvería a reírse de él… y por ser tan sincero, ni siquiera podría tomárselo a mal.

– ¡Eres a veces tan diferente! -dijo Arthur, porque Hella seguía inmóvil sobre él esperando una respuesta a su pregunta.

La observación aumentó la rabia de la joven y lo que había comenzado con pasión amenazó convertirse en una disputa -un proceso que tal vez no hubiera disgustado a Kaminski, pues hacer el amor implica siempre una especie de lucha-, pero Hella se vengó de modo más pérfido todavía y con un movimiento violento se libró de su pene y ascendió sobre su cuerpo hasta quedar sentada a horcajadas sobre el pecho.

– ¿Qué quiere decir eso de que soy diferente? -preguntó. Su mirada, que le llegó desde arriba, tenía algo amenazador.

Kaminski no sabía lo que le sucedía pero se sintió víctima del mayor de los ridículos en esa postura y trató de liberarse, sin embargo la joven apretó con fuerza los muslos y lo mantuvo sujeto entre ellos. Arthur se dio cuenta de que para vencerla tenía que dar con las palabras adecuadas.

– Esa maldita momia -suspiró jadeante-, esa maldita momia tiene la culpa del cambio en nuestras relaciones.

Hella arrugó la frente, las palabras que acababa de oír le habían desagradado, pero no dijo nada y se quedó mirándolo fijamente como si esperara una aclaración.