El ingeniero volvió la cabeza a un lado.
– ¡Por esa razón venderé a Bent-Anat!
El cuerpo de la doctora Hornstein sufrió una sacudida. Arthur lo sintió como un arco tenso que se dispara y la presión de los muslos que aprisionaban su tórax comenzó a ceder poco a poco.
«Vas por el buen camino -se dijo Kaminski-, sigue así, no cedas.»
– Foster me ha ofrecido medio millón de dólares por la momia.
Hella apoyó sus manos sobre el pecho de Arthur y se inclinó sobre su cabeza.
– ¿Y tú le has contado todo a ese hombre, a ese Foster?
Su voz amenazó con convertirse en un chillido.
– Sí, todo lo que quiso saber -respondió Kaminski.
De repente Hella cambió de actitud. La arrogancia con la que lo había estado humillando hasta ese mismo momento dio paso a una súbita inseguridad que él no había esperado, pero que le satisfacía enormemente.
– No puedes seguir dialogando con Bent-Anat hasta el fin de tus días -observó Kaminski-. El dinero que nos den por la maldita momia nos bastará para comenzar una nueva vida en cualquier otro lugar que no sea éste.
La voz de la joven sonó casi suplicante:
– ¿Es que no hay modo de hacerte comprender lo que Bent-Anat significa para mí?
– ¿Qué tengo que entender? -replicó Kaminski-. Sólo son los restos de una persona que murió hace tres mil años. Verdaderamente no puedo entender qué encuentras tan fascinante en ese cuerpo embalsamado.
– ¡Tú la odias! -exclamó Hella furiosa de nuevo mientras golpeaba con los puños el pecho del ingeniero.
– ¡Tonterías! -negó él-. ¿Cómo puedo aborrecer a una mujer que no conozco y que, por si fuera poco, lleva muerta millares de años? ¡Y además es totalmente indiferente lo que yo piense de esa asquerosa momia! No quiero volver a verla, quiero que desaparezca de mi vida, y cuanto antes mejor.
– ¡Odias a Bent-Anat y me odias a mí! -repitió Hella mientras, todavía a horcajadas sobre su cuerpo, comenzó a rozar su sexo con el pecho de él.
Kaminski la dejó hacer. Sus movimientos lo volvieron a excitar, cerró los ojos y disfrutó de aquel contacto sobre su piel.
Con todo eso, Kaminski no pudo ver que Hella, que había reptado como una lagartija hasta quedar tendida sobre él, metía la mano en una alargada bolsa de viaje que había dejado bajo la cama y, después de buscar a tientas, sacaba de ella un pequeño objeto brillante con cuyo uso estaba muy familiarizada. Arthur no percibió cómo lo alzaba y se lo clavaba con furia en la nalga izquierda con un movimiento rápido y enérgico. Sintió, ciertamente, un pinchazo ligeramente doloroso, que en ese momento álgido, como suele suceder, se transformó en placer.
Arthur advirtió que su amante se detenía de repente. Tuvo la tentación de gritar con todas su fuerzas, «¡Sigue, sigue, sigue!», pero cuando abrió los ojos, lo que le costó ya un considerable esfuerzo, vio a Hella sobre él, sosteniendo una jeringuilla y alzándola como un trofeo. Su actitud, su sonrisa contraída y forzada, tenía una expresión de triunfo.
Antes de que Kaminski supiera la causa de su satisfacción, antes de que viera con claridad lo que había hecho Hella Hornstein, notó una pesadez plomiza que se apoderaba de su cuerpo. Quiso lanzarse contra ella pero le fallaron los brazos. El rostro de la mujer, que se encontraba sobre el suyo, comenzó a vacilar, a difuminarse, a fundirse como la nieve en primavera. Intentó que el aire llegara profundamente a sus pulmones pero no lo consiguió y por un momento creyó que iba a asfixiarse, sin embargo antes de que acabara de pensarlo, antes de que pudiera darse cuenta de cuál era su verdadera situación perdió el conocimiento.
33
Al día siguiente, a eso del mediodía, el camarero encargado de arreglar la habitación encontró a Arthur Kaminski echado en la cama y respirando con dificultad. Estaba desnudo y en la habitación la luz seguía encendida. Creyó que el huésped europeo había bebido demasiado y necesitaba dormir la borrachera, así que se marchó y cerró la puerta.
Kaminski durmió todo el día y la noche siguiente. A la mañana del segundo día, muy temprano, fue despertado por dos agentes de la policía, de blanco, que le pidieron que se vistiese de inmediato y los acompañara.
Arthur se sentía muy mal, le costaba trabajo poner en orden sus pensamientos y, sobre todo, era incapaz de saber cuánto tiempo había estado sin conocimiento. Recordó con dificultad su conversación con Foster y que había llegado a un acuerdo con respecto a la momia; en cambio, de lo que le había sucedido con Hella sólo se acordaba trozos, ni siquiera estaba en condiciones de decir si na dormido con ella o si se pelearon.
Les preguntó a los policías si se trataba de una déte ción y qué motivos tenían para conducirlo a la comisaría y la única respuesta que obtuvo fue un encogimiento de hombros. En vista de eso, creyó que lo más aconsejable era acompañarlos para aclarar las cosas.
El trato con Foster le parecía, en su interior, cada vez menos seguro. Por lo que podía rememorar, el negociante le había ofrecido una enorme suma de dinero aun antes de haber visto la mercancía, también le había confiado asuntos que incluso un egipcio, gente que acostumbra tener el corazón en la boca, no dice; y eso, sin conocerlo siquiera.
¿Lo había estado engañando?, ¿habría realizado un doble juego perverso para sonsacarle el secreto de la momia?
Arthur se había vestido y estaba atándose los zapatos cuando su mirada descubrió un pequeño tubo de vidrio que había bajo la cama. Lo cogió y leyó las letras blancas de la ampolla: KUP EMD 0,25 TMD 0,1.
¿Qué significaba eso?
Los policías lo apremiaron y Kaminski se guardó el frasco vacío en un bolsillo de su chaqueta. ¡Hella!, fue lo primero que pensó. ¿Qué había hecho con él?
Al pasar delante del espejo que había junto a la puerta de la habitación, una simple hoja rectangular sin enmarcar siquiera, y ver su reflejo, se asustó de su propia imagen: la cara estaba enrojecida como la carne de una sandía y los ojos tenían una mirada fija, cada uno en distinta dirección. Además le costaba trabajo mantenerse de pie.
Su salida del hotel El-Salamek, en cuya puerta le esperaba un tercer agente con un todoterreno de tipo soviético, llamó bastante la atención y Kaminski, que se sentó en la parte de atrás junto a uno de los policías, bajó la cabeza hasta dejarla descansar en los brazos cruzados sobre las rodillas. Se sentía como un delincuente.
El ingeniero se encontraba todavía muy mal cuando el vehículo se puso en movimiento. Tenía la sensación de que extremidades le pesaban como si una plomiza carga tirase hacia abajo y recordó que aquella noche no había bebido apenas.
Mientras el jeep corría haciendo sonar la bocina por las calles polvorientas en dirección norte, a Kaminski se le ocurrió por primera vez la idea de que Hella podía haberle inyectado un narcótico. Metió la mano en el bolsillo y sujetó la ampolla. ¿Pero qué podía conseguir con eso?
El todoterreno se detuvo frente a la entrada principal del nuevo hospital. Un egipcio bien vestido los esperaba se presentó como Hassan Nagi y le informó de que estaba a cargo del caso.
– ¿Qué caso? -quiso saber Arthur Kaminski, pero el inspector no le respondió, sonrió como quien está enterado de todo e hizo un gesto con la mano indicándole que lo siguiera.
Los dos policías vestidos de blanco marcharon tras ellos.
Sus pasos resonaron por un largo corredor que los condujo hasta una escalera a la derecha, por la que descendieron. Al final de ésta se encontraba otro pasillo que se abría en dirección contraria.
Kaminski no tenía idea de qué le estaba ocurriendo, aún seguía sintiéndose mal y la incertidumbre en la que se hallaba aumentaba su malestar. Se detuvieron delante de una puerta de dos alas con los cristales esmerilados y Nagi llamó. Les abrió la puerta un médico de piel oscura que llevaba un gran delantal de goma blanca y se cubría la cabeza con un gorro del mismo color.