«Tú no lo has hecho -se dijo a sí mismo- y en algún momento la verdad saldrá a relucir.»
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Kaminski sólo recuperó el control de sí mismo hacia la medianoche en una celda de la prisión de preventivos de Asuán, cuando espantado vio muy cerca de él, a la tenue luz de la luna que entraba por la ventana enrejada, sobre su cabeza, un rostro que le era extraño.
– ¡Eh, míster! -dijo el hombre, en realidad apenas un muchacho, tratando de parecer amable.
Arthur estaba tan cansado que no se había dado cuenta hasta ese momento de la presencia del joven en la celda, tal vez, lo habían llevado a ella profundamente dormido. De todos modos, el desconocido no le pareció peligroso y con un enérgico movimiento de brazos lo apartó de su lado.
Sin embargo, el muchacho comenzó a hablar como un torrente. De todas sus palabras, Kaminski sólo entendió que se llamaba Alí, y de un ademán típico de sus manos, que éste repitió varias veces, pudo deducir que se encontraba allí acusado de hurto. Se sintió cansado finalmente de charlar tanto y guardó silencio.
Arthur, que el día anterior había sufrido una terrible fatiga, se encontraba ahora totalmente despierto. Su pulso latía con fuerza y rapidez y la sangre le subía profusamente a la cabeza, que le parecía que iba a explotar, todo a consecuencia de la inyección que todavía seguía actuando en su organismo. Necesitaba más aire, creía que iba a asfixiarse; se levantó, se dirigió a la ventana y quiso tirar de una barra de hierro que abría una pequeña abertura de ventilación en el techo, pero el mecanismo estaba oxidado y no consiguió nada. Se aferró a la barra porque temió perder el sentido.
Al abrir los ojos vio un cubo de cinc lleno de agua en un rincón cerca del retrete, se dirigió allí, tomó el recipiente con ambas manos y se vertió el contenido por la cabeza. Alí se despertó con el ruido, no sabía lo que estaba sucediendo y, asustado, comenzó a gritar hasta que Kaminski le tapó la boca.
Después de haberse refrescado con el agua del pozal, su estado pareció mejorar y de nuevo trató de conciliar el sueño; no lo logró por mucho que se esforzó.
Su cerebro se mantenía despierto, sus pensamientos giraban en redondo como una noria sin fin y en medio de ese círculo se encontraba Hella. Cuanto más reflexionaba sobre los acontecimientos de los días pasados, más creía que Hella no se había entregado a él por cariño o por amor sino por mero cálculo. Era casi imposible negar que la presencia de la momia era más importante para ella que su amante.
Pero lo que más le inquietaba era su propia conducta, comenzaba a sentir miedo de sí mismo. ¿No había llegado a Abu Simbel, al desierto, para mantenerse alejado de las mujeres? ¿Qué poder tenía esa doctora sobre él para hacerle olvidar su propósito y conseguir que la siguiera como un perrillo faldero?
Si se consideraba el asunto con frialdad, las relaciones de Hella Hornstein y Kaminski eran una pura contradicción, una locura de placer y deseo cuyas reglas de juego siempre fueron establecidas por ella, nunca por él. Ni una sola vez hubo entre ellos esa intimidad amorosa que caracteriza a una unión honesta y sincera, ese juego de conquista y caricias mutuas que puede durar medio día o una noche. No; siempre, o casi siempre, hicieron el amor del modo más inesperado y repentino sobre la mesa de trabajo de la barraca, en el suelo en casa de ella, a la sombra de una roca o en cualquier lugar sobre la arena. Y con frecuencia se habían dejado arrastrar por la pasión tras una de esas discusiones o enfrentamientos, que fueron tan abundantes, en los últimos tiempos, como las tormentas de arena en agosto.
¿Por qué había tratado Hella de apartarlo definitivamente de su camino, si es que ésa era su verdadera intención? Quizá no hubiera querido matarlo, sólo ganar tiempo para llevar a cabo un nuevo engaño. Pregunta sobre pregunta, cuestiones a las que Kaminski buscaba, inútilmente, una respuesta.
Arthur se echó sobre un costado tratando de conciliar el sueño, estiró las piernas y cruzó los brazos sobre el pecho pero se asustó al darse cuenta de que su postura se parecía mucho a la de la momia y, rápidamente, como si alguien le hubiera clavado una aguja, volvió a colocarse en su anterior posición.
«Estás loco, Kaminski -se dijo a sí mismo y se sentó en la cama-, no eres dueño de ti mismo.» Muy cerca roncaba Alí, un ratero. ¿Y él?, ¿un asesino?
Parecía ser -así lo había leído Arthur- que existían personas que en trance o en un ataque de demencia realizaban actos al margen de su voluntad y que después ni siquiera recordaban. ¿Era él capaz de cometer un asesinato? No se creía tan influenciable y débil como para caer bajo el dominio de otro ser y obedecer sus deseos. No, simplemente no podía creer que hubiera matado a Foster, en ninguna circunstancia.
La policía buscaba la solución más fácil y lo acusaba porque él era la última persona con la que había sido vista la víctima. No podía decir cómo pero estaba seguro de que acabaría por salir de ese lío con la misma rapidez con que había caído en la trampa. Le preocupaba más Hella y su falso proceder, para el que no encontraba explicación. Sus sentimientos por ella cambiaban de un momento a otro pero por lo general se sentía furioso al pensar que había estado a punto de mandarlo al más allá.
Al reflexionar sobre la inesperada muerte de Foster se daba cuenta de lo serio de su situación. Kaminski acostumbraba a creer sólo en los hechos o al menos así lo pretendía y sin embargo lo que había vivido en los últimos días, en las últimas semanas se encontraba más allá de los límites de toda realidad. Esa apestosa celda de prisión, con su aire viciado y el ladrón que no cesaba de roncar, era real.
De acuerdo con la ley, le había dicho Hassan Nagi, tenía que ser puesto a disposición del juez instructor al día siguiente, pero pasó todo el día y no ocurrió nada.
Arthur rechazó la comida, arroz integral con una salsa de color marrón, y reclamó la presencia de Nagi, subrayando su deseo con los más expresivos gestos. El vigilante, que transmitió su petición dos veces, regresó cada vez y, como pudo, le dio a entender que el comisario no se encontraba en Asuán.
Para colmo, la locuacidad de Alí el ratero, que durante horas y horas se empeñaba en contarle su vida, le atacaba los nervios. A deducir por su larga charla, le estaba contando su biografía entera. Alí hablaba y hablaba sin que el ingeniero pudiera entender una sola palabra. Kaminski empezó a ir de un lado a otro de la celda, nervioso e inquieto como un animal salvaje en una jaula, y trató de pedirle en alemán, en inglés y con toda una serie de gestos y ademanes que cerrara la boca sin conseguir que el ladronzuelo pusiera fin a su interminable monólogo.
Como consecuencia del cansancio y la excitación, Kaminski logró dormir toda la noche. Un guardián lo despertó con rudeza por la mañana temprano y le explicó que el comisario estaba dispuesto a escucharlo.
Arthur, medio dormido todavía, contestó que ya no tenía interés en ver al policía, que lo que quería era que lo llevaran a presencia del juez. Pero se dio cuenta de que el carcelero no entendía nada de lo que le decía, así que decidió seguirlo.
Desde la cárcel se dirigieron a la jefatura de policía donde Nagi lo esperaba en su despacho del primer piso.
– ¿Té? -le preguntó el comisario con extraordinaria amabilidad y, sin esperar su respuesta, le sirvió la aromática infusión en un vaso de los que se usan para guardar los cepillos de dientes.
Mientras ponía una buena cantidad de azúcar moreno en su propio vaso y lo removía de modo ceremonioso y más prolongado de lo necesario, carraspeó como quien tiene que hacer una penosa declaración.