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Aquella noche ni siquiera se les ocurrió pensar en dormir. La única ventilación del camarote era un ojo de buey que no consiguieron abrir. El ruido monótono de las máquinas, el ambiente que olía a ácido y una temperatura próxima a los cuarenta grados hacían que cada una de las horas pasadas allí fuera un tormento. Desnudos, en sus respectivas literas, se pasaron la noche hablando de una sola cosa, si podían confiar en ese Abd el-Khaliq.

Corrían un gran riesgo por haberse fiado de un hombre totalmente desconocido. ¿Qué sabían de él? Conocían su vida por lo que habían oído de sus labios, la historia de un sudanés despierto que no tenía problemas en confiarse a extranjeros como ellos. Pero la pareja sabía que los árabes son charlatanes por naturaleza, capaces de inventarse cualquier historia y que para ellos el sufrimiento mayor es el silencio.

A la mañana siguiente, a eso de las seis, alguien llamó al camarote. Balouet bajó de su litera y corrió el cerrojo con el que había cerrado la puerta por dentro, pues ésta carecía de cerradura. Un marinero vestido con un mono gris les llevaba té en una tetera de metal mate y unas tostadas quemadas de pan blanco. Se mostró muy amable y les comunicó que después de desayunar podían ir al puente a ver al capitán.

Jacques salió en busca de un lavabo y finalmente lo encontró al extremo del pasillo. Baño y retrete al mismo tiempo con dos tazas, una en cada pared lateral, y en el centro un ancho canalón de plancha, sobre el que se extendía una docena de grifos, que servía de palangana colectiva. El suelo oxidado estaba cubierto de agua, pero un entarimado con las tablas separadas entre sí permitía andar con los pies secos.

Raja se negó al principio a entrar en aquel cuarto, pero Balouet le hizo entender claramente que era el único sitio en todo el barco donde podía lavarse y hacer sus necesidades. Finalmente, la joven accedió a pasar adentro y él montó guardia en la puerta para que nadie pudiera sorprenderla.

El té era tan poco bebible como incomible el pan. Balouet comentó irónico que no se habían embarcado en un crucero de placer y que si lograban llegar sanos y salvos a Safaya olvidarían todas aquellas injusticias.

Abd el-Khaliq los recibió en el puente con una locuacidad casi excesiva. Sobre el mar Rojo se extendía como una bóveda un cielo azul claro desprovisto de nubes. Raja oteó en vano el horizonte en busca de una franja de costa.

El capitán le explicó que no volverían a ver tierra hasta el día siguiente, cuando pasaran el cuerno de Ra’s Bañas. Seguidamente les preguntó si habían dormido bien.

Raja decidió decirle la verdad: no, no habían podido pegar un ojo, pero posiblemente a causa de la excitación; Jacques corroboró sus palabras.

Con su habitual riqueza de palabras y sin dejar de observar cualquier movimiento de su timonel, Abd el-Khaliq les aseguró que aquella noche podrían dormir como en el seno de Abraham, pues a partir de ese momento estaba a su disposición el camarote de invitados, situado exactamente debajo del puente. Se excusó por el mal acomodo de la noche anterior pero no había querido correr, ni que ellos lo hicieran, el menor riesgo. Ahora ya había pasado el peligro y no podía sucederles nada.

La cámara destinada a los invitados del capitán era un salón un tanto destartalado, pero cómodo, con dos amplias camas una a cada lado. Durante el día, para poder disponer de mayor espacio, las camas se plegaban. El resto del mobiliario consistía en una mesa cuadrada, dos sillones y un armario. En un rincón se encontraba una especie de alacena que al abrirla resultó un pequeño aseo con una palangana semiesférica y un grifo de metal parecido al que se usa para servir la cerveza y era más que probable que éste hubiera sido su destino original.

Balouet y Raja pasaron los días y las noches en aquel camarote hasta su llegada a Safaya. Sólo raras veces aparecían en cubierta y cuando lo hacían observaban el romper de las olas contra la proa del barco, que se llamaba Babanusa., en recuerdo de la ciudad del mismo nombre situada al sudoeste de Jartum.

Al cuarto día de navegación, la costa apareció a la vista: montañas altas y pedregosas y una isla alargada. Abd elKhaliq se despidió cordialmente de sus pasajeros. No había control de pasaportes y un mozo que arrastraba un carro de dos ruedas con una cuerda cruzada sobre el pecho se ofreció, por una libra egipcia, a llevarlos hasta la estación de autobuses, donde dos veces por semana pasaba un autobús en dirección a Kanà. El próximo lo haría dentro de dos días.

Al volver a poner los pies en suelo egipcio, Jacques sintió un profundo temor que le alteraba los nervios. Sabía lo largos que eran los tentáculos del KGB en ese país y quería salir de allí cuanto antes, por eso le preguntó al mozo de cuerda si no había otra forma de llegar antes a Kanà. Esta, situada a orillas del Nilo, era un emplazamiento en el recorrido de la línea férrea de Luxor a El Cairo, se encontraba a 175 kilómetros de allí y la única vía de comunicación era una carretera mal asfaltada que cruzaba el desierto.

El mozo les contestó con fingida ingenuidad que habría que encontrar a algún camionero que hiciera ese recorrido. Al decir eso abrió la mano y, con una sonrisa en los labios, se quedó mirando a Jacques.

La perspectiva de otra libra egipcia despertó su memoria y de inmediato recordó el nombre de un conductor de camión que ese mismo día tenía que ir a Kanà; seguramente que en la cabina tendría sitio para dos personas.

El chófer, un joven de veinte años, pareció alegrarse ante la idea de tener compañía durante las cuatro horas que duraba el viaje. Parecía muy animado y temperamental, lo que también se manifestó en su forma de conducir, que pronto mostró una característica, tan peculiar como peligrosa, que hizo que a Jacques le corriera el sudor por la espalda. Nagib, que éste era el nombre del conductor, tomaba las curvas, incluso las de menor visibilidad, por el centro de la estrecha carretera como si ésta fuera de dirección única y tuviera la seguridad absoluta de que ningún otro vehículo podía venir en sentido opuesto. Y milagrosamente ocurrió así.

Llegaron a Kanà cerca del anochecer, justo a tiempo de tornar el tren de la noche para El Cairo. Balouet y Raja decidieron viajar en tercera clase, lo que significaba una verdadera tortura, pero así las posibilidades de tropezarse con un agente del KGB eran mínimas. Cuando aún estaban en Sudán, se habían vestido con ropas árabes como las que usan los vagabundos. Su aspecto no era precisamente pulcro y, desde luego, muy diferente del habitual; consecuentemente no debían de temer ser reconocidos desde lejos.

Se sentaron en un duro banco de madera junto a los vendedores que acudían al mercado con sus aves enjauladas, mercaderes de frutos secos con las bandejas sobre la barriga, mujeres que llevaban sus mercancías envueltas en pañuelos y campesinos endomingados que acudían a la capital del país, muchos de ellos por primera vez. En medio del ajetreo del departamento la pareja no llamaba la atención. Jacques le apretó la mano a Raja y comentó que una vez que hubieran llegado a El Cairo todo les iría bien, no sería difícil ocultarse en aquella ciudad de millones de habitantes, en la que no existía la obligación de empadronarse. Estaban convencidos, además, de que en la capital encontrarían a alguien que pudiera facilitarle un pasaporte a Raja.

Ésta confiaba, como Jacques, en que después de esa odisea, que ya duraba varias semanas, habrían borrado toda huella que pudiera seguir el KGB. Desaparecieron, pues, la desesperanza y la apatía en las que se encontraba sumida desde la huida de Asuán. Había recobrado el valor y en situaciones como ésa, adormilada por el monótono traqueteo de las ruedas del tren, se entregaba con fruición a pensar cómo sería después su vida con Balouet, en algún lugar de Francia y, sobre todo, en libertad, sin miedo a ser perseguida.