Naturalmente, Heckmann también tenía su propia historia, como todos en Abu Simbel, pues sin una razón seria nadie se ofrece voluntario para pasarse seis años en el desierto. Pero no se trataba de la obligada historia de mujeres, con la que dos tercios de los trabajadores justificaban su presencia allí (el otro tercio daba como razón el dinero o ambas cosas), la que había llevado allí a Heckmann, sino un penoso incidente en una clínica de Alemania Occidental.
Los periódicos se refirieron a un error médico, pero se trató más bien de un descuido y él no se sintió, en absoluto, moralmente responsable de lo ocurrido. El seguro profesional pagó a los perjudicados una indemnización considerable en vista de la cual la mujer retiró la denuncia. Sin embargo, el caso -un tapón de algodón olvidado en el vientre de la paciente- causó tal sensación que le pareció aconsejable dejar de prestar sus servicios en el país para que con el tiempo se echara tierra sobre el asunto.
En Abu Simbel nadie conocía esa historia y nadie llegaría a saberla. Cuando se le preguntaban las razones que lo habían llevado a hacerse cargo del hospital del campamento, Heckmann solía decir que se trataba de su afán de aventuras, lo que sonaba bastante convincente.
Aunque trabajaban y se movían en un pequeño círculo, separados por sólo unos metros, entre George Heckmann y Hella Hornstein se había abierto una brecha invisible. Él no se atrevía a confesarle su pasión y ella consideró conveniente hacerle saber que no estaban hechos el uno para el otro.
Finalmente, cuando Hella se giró para dejar las dos tazas que acababa de enjuagar, sobre la mesa al lado de Heckmann, éste casi se asustó al ver el resplandor helado que había en su mirada.
– Nosotros podríamos llevarnos muy bien -dijo la doctora con una sonrisa forzada- si usted se limitara a tratarme sólo como médica, que es para lo que he sido empleada. En mi contrato no hay ninguna cláusula que hable de dormir con el jefe, y supongo que en el suyo tampoco se estipulará nada semejante.
La observación dio en el blanco. La forma superior con que Hella demostró su autocontrol y la capacidad de destrozar sus intentos de aproximación y de llevarlo al borde del ridículo sacaron de quicio a un hombre como él, que se creía más que experimentado en su trato con el sexo opuesto. Por primera vez empezó a formarse en su mente la idea de que tal vez no estuviera a la altura de aquella mujer.
Desanimado, Heckmann removió el café en su taza. No se atrevió a alzar la vista para mirar cara a cara a Hella, que se había sentado a su lado. Fue una inesperada salvación que un enfermero llamara a la puerta para preguntar si podían recibir a Kemal, el herrero.
Antes de que Heckmann pudiera responder nada, Kemal estaba ya presente en el centro de la habitación. Era un hombre de piel oscura, calvo y de aspecto rechoncho. En los brazos llevaba una cesta de mimbre que no dejó mientras chapurreaba una mezcla de árabe e inglés. Explicó que se había enterado del accidente sufrido por el obrero y que él era el único entre Wadi Halfa y la primera catarata que podía hacer algo para ayudarlo.
Heckmann se puso de pie y se adelantó unos pasos hacia Kemal. Le puso la mano en el antebrazo y le explicó que el hombre acababa de morir de un paro cardiaco; ya era tarde para cualquier tipo de ayuda.
Kemal no parecía dispuesto a aceptar esa explicación. Movió la cabeza con violencia y con la cesta en la mano realizó los pasos de una extraña danza sin dejar de gritar que el hombre no estaba muerto, que el fuego eléctrico sólo lo había paralizado y que él era el único entre Wadi Halfa y la primera catarata…
– ¿Es que no ha oído lo que le ha dicho el doctor Heckmann? -Hella Hornstein interrumpió aquel extraño ritual-. Ese hombre ha muerto y ni siquiera usted podrá devolverle la vida.
Pero Kemal no estaba dispuesto a dejarse convencer con facilidad.
– ¡No muerto, no muerto! -continuó repitiendo una y otra vez con voz profunda-. ¡El fuego eléctrico ha paralizado al hijo de Alá!
El doctor Heckmann trataba de controlar la situación pero no lo conseguía plenamente y acabó disgustando a la doctora Hornstein al preguntarle al herrero:
– En ese caso, explíqueme cómo quiere sacarlo de su estado de parálisis…
El herrero alzó las cejas, tan gruesas y pobladas que parecieron formar un semicírculo. Era consciente de la importancia del momento y quitó la tapa en forma de hongo que cubría su cesta.
Por la abertura de la cesta apareció la aplanada cabeza de una serpiente, que comenzó a realizar ondulaciones de avance y retroceso mientras sacaba la lengua que movía en todas direcciones.
– Naya-naya -dijo Kemal y en su voz había cierto eco de orgullo. Mientras sujetaba el cesto con la mano izquierda, con los dedos extendidos de la derecha acarició al reptil que se enroscó sobre sí mismo y desapareció en el interior del canasto-. Naya teme a Kemal -afirmó-. Naya hacer todo lo que Kemal decir.
– ¿Y para qué ha traído aquí a esa Naya?
Kemal abrió los ojos desmesuradamente.
– Naya hará que el muerto vuelva a la vida.
– ¿Y cómo va a hacerlo?
Heckmann cruzó los brazos sobre el pecho. La cosa empezaba a interesarle.
Hella se dio cuenta y se indignó con Heckmann:
– ¡No irá usted a dejarse engatusar por un charlatán!
– ¡Chist!
Heckmann se puso el dedo índice sobre los labios y con la mirada señaló la cesta con la serpiente.
Kemal pareció divertido con su ignorancia.
– Naya sorda. Todas las serpientes sordas; sólo buenos ojos…
– ¿Y cómo quiere usted devolver la vida al muerto? -Heckmann repitió su pregunta.
Kemal buscó en el interior de la canasta. El calvo no conocía el miedo. Como un encantador de serpientes en un circo sacó al reptil y lo mantuvo cogido por detrás de la cabeza, cosa que no parecía gustarle, pues mantenía la boca abierta de modo que se podía ver su profunda garganta rojiza.
– Una mordedura de serpiente -dijo Kemal y apretó el cuello del reptil con todas sus fuerzas- y el veneno devolver muerto a la vida. Ya lo sabían antiguos egipcios.
Ante la visión de la serpiente, que bajo la despiadada presión que la mano del herrero ejercía en su cuello había abierto sus fauces hasta el punto de que parecían formar una línea recta, Hella Hornstein comenzó a chillar histéricamente, aunque en sus gritos había más rabia que miedo.
– ¡Ya lo ha oído usted! -Se dirigió al herrero-. El hombree ha muerto. Muerto, muerto, ¿lo entiende? Y ningún veneno de serpiente puede servir de ayuda.
En vista de que Kemal no mostraba la menor intención de marcharse y sostenía a la serpiente frente a la médica para que pudiera ver su diente venenoso y convencerse de la verdad de su declaración, Hella gritó con tal fuerza que hizo que el médico sintiera un escalofrío:
– ¡Heckmann, eche de aquí a este tipo!
El hombre pequeño y regordete miró a Heckmann. En sus ojos parecía estar la pregunta de si tenía que obedecer la orden de la doctora.
– Ya ha oído lo que ha dicho la doctora Hornstein -Heckmann se volvió al herrero-, así que vayase. Créame, el hombre está muerto. Hicimos todo lo humanamente posible.
Kemal le lanzó a Hella, que temblaba de agitación, una perversa mirada. Sus ojos negros relampaguearon como el fuego. Furioso, guardó la serpiente en la cesta. No dijo una sola palabra más, se dio la vuelta y desapareció por la puerta, que no se molestó en cerrar para demostrarles su desprecio a los médicos.
Heckmann la cerró.
– Creo que hoy acaba de ganarse un enemigo mortal en Abu Simbel.
Hella se lo quedó mirando.
– ¿Usted no creerá en esas necias supersticiones?
Heckmann alzó los hombros y adelantó su labio inferior.