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El revisor, que apareció después de haber pasado la estación de Nay Hammadi, donde el ferrocarril cruza el Nilo, pensó que los dos europeos se habían equivocado al sacar el billete y les dijo que podían pagar el suplemento para cambiar de clase. También les bastaría una bakschisch, una propina, que les saldría más barato, y podrían viajar en primera, al menos, hasta Asiut, donde él sería relevado. Antes de irse hablaría con su colega y el asunto quedaría arreglado. Balouet rechazó ambas propuestas y afirmó que se encontraban bien en esa clase, lo que hizo enfadar al revisor que, moviendo la cabeza desconfiado, se alejó de allí hacia el siguiente vagón, mientras murmuraba entre dientes la palabra «miserables».

Llegó el nuevo día teñido de un amarillo sulfuroso y caliente como un baño de vapor, en Bani Suwayf, donde el valle del Nilo se extiende hacia el oeste en unas tierras muy fértiles y el tren continúa hacia el norte.

Las colinas al este se despejaban de sus sombras oscuras y en la carretera general, a la izquierda de la presa, la vida despertaba. Destartalados camiones renqueaban hacia el norte, hacia la gran ciudad, cargados de hortalizas, melones y otras frutas. Unos campesinos marchaban con sus carros tirados por mulos hacia el mercado y otros volvían a sus casas con los asnos cargados de cañas recién cortadas.

El Cairo se anunció con sus sucios arrabales por los diversos brazos del Nilo. La línea férrea buscaba su camino hacia el centro de la ciudad describiendo una serie de curvas que parecían interminables, hasta que al cabo de una hora de lo que parecía un viaje sin destino a lo largo de canales e hileras de casas situadas peligrosamente cerca de las vías, el tren se detuvo en la estación central.

36

Sobre el patio de la estación flotaban espesas nubes de humo y de polución. Algunos vendedores callejeros tostaban panochas de maíz sobre hornillos de carbón vegetal; otros despachaban rosquillas de sésamo o asaban trozos de carne y pregonaban su calidad a voz en grito. Entre ellos corrían los chicos de los periódicos que llevaban al pueblo las noticias impresas. Muchachos ágiles se ofrecían de mozos de cuerda y los de más edad como guías a los extranjeros.

– One pound, míster -pedían otros.

Balouet y Raja escaparon de la amenazadora multitud por una salida lateral, donde una cola de taxis anticuados con los guardabarros pintados de blanco esperaba clientes.

En todas partes, los taxistas tienen fama de saberlo todo y de estar preparados para enfrentarse a cualquier eventualidad. Eso se puede aplicar de modo especial a los de Egipto; sobre todo, si uno se muestra espléndido con ellos.

Mientras Raja contemplaba fascinada la monumental estatua de Ramsés que domina la plaza de Midan Bab el Hadid y la gran fuente de surtidores, un taxista que había venido observando a los dos viajeros se acercó a Balouet y, en una confusa mezcla de idiomas, le preguntó si podía serle útil y, juzgando sin duda por su aspecto humilde, si buscaban un hotel barato o si querían ir a visitar las pirámides a Gizeh. El precio normal eran cinco libras pero se mostraba dispuesto a regatear. Jacques conocía las severas medidas de control en los hoteles pero, no obstante, se atrevió a preguntarle al amable taxista si sabía de alguno en el que no les pidieran los pasaportes.

Un extranjero que admite que no tiene documentos se hace muy sospechoso y se convierte automáticamente en un don nadie, no mucho mejor considerado que un arriero o un camellero. Les respondió que en un hotel formal era imposible conseguir habitación sin pasaporte, porque la policía lo recoge a la llegada del viajero y, normalmente, no se lo devuelve hasta el momento de su partida.

El chófer pareció asombrado, inclinó la cabeza y extendió la mano sobre el pecho como si quisiera decir: «¡mister, yo soy un taxista honrado que no quiere saber nada de asuntos ilegales!». Pese a ello, Balouet, que conocía la mentalidad de los egipcios y su talento para el fingimiento, no se extrañó nada de que cambiara de opinión ante un billete de cinco dólares que puso delante de sus ojos, como si se tratara de un documento más valioso que un pasaporte.

– Cinco dólares para mí y otros cinco por el transporte -precisó el taxista.

Balouet asintió:

– De acuerdo.

En el momento en que iba a subir al taxi, a Raja le llamó la atención el pregón de un vendedor de periódicos que anunciaba lo que parecía ser una noticia sensacional del Al-Akbar, aunque sólo pudo entender dos palabras: Abu Simbel. Se fijó en la portada y vio una foto del templo y otra de una momia.

– ¿Qué querrá decir? -le preguntó a Balouet.

Éste se asustó. Le dio una moneda al vendedor, puso el periódico a la vista del taxista y le preguntó qué explicaba el artículo.

El hombre arrugó el entrecejo, sacudió la cabeza y dijo que había ocurrido algo increíble. Que en la reconstrucción de Abu Simbel un ingeniero había descubierto la momia de una reina, lo cual guardó en secreto para poder vendérsela a un famoso contrabandista de antigüedades de Asuán. Pero los hombres de la competencia, que se habían enterado del asunto, exigieron al traficante una participación en el negocio, a lo cual se negó. Sus rivales lo han asesinado. Se extrañó de que no hubieran oído hablar del asunto, pues en los cafés no se habla de otra cosa.

– No tenía la menor idea del asunto -comentó Balouet.

– El asesinato -continuó explicándoles el taxista- fue planeado fríamente. El anticuario era un hombre muy conocido en Asuán. Murió de una sobredosis de morfina.

– ¿Y la momia de la reina?

– Pudo ser salvada en el último momento -contestó-, antes de que las aguas lo inundaran todo.

Jacques y Raja se miraron y el francés apremió al taxista:

– ¡Vamos, póngase en marcha de una vez!

El motor del viejo Chevrolet arrancó ruidosamente y el chófer dio media vuelta a la plaza Midan Bab el-Hadid antes de torcer por la Sharia el-Gumhuija en dirección sur.

Los taxistas egipcios, y en especial los de El Cairo, sufren de un inexplicable mal, todo lo contrario del miedo a las apreturas, que hace que, en cada semáforo, traten de acercarse al máximo a los otros coches, se metan en el menor hueco en el tráfico, casi rozando a los otros o anden tocando el parachoques del que va delante como si se tratara de una caricia.

Mientras tanto, Hassan -todos los taxistas de El Cairo se llaman así- les contó su vida, de la que Balouet sólo recordó que era el decimotercero de diecisiete hermanos. En los jardines de Esbekija giró en dirección a la ciudad vieja y subió por la Sharia el-Ashar a velocidad suicida hasta tenerla a la vista. Luego entró en una calle lateral en dirección sur sin dejar de tocar la bocina y maldecir por su ventanilla abierta.

Un arco acabado en punta, a la derecha, marcaba la entrada al mercado, Hassan hizo que la gente se apartase, aunque apenas tenía paso; un carro de mano golpeó el guardabarros delantero, pero continuó sin darle importancia y, finalmente, se detuvo delante de la puerta de una tienda de alfombras, en la que se amontonaban varias enrolladas y atadas.

Hassan se bajó del coche y con un ademán les indicó que esperaran un momento. Balouet tenía un mal presentimiento y Raja, intranquila, buscó su mano. Un par de chavales y dos viejas curiosas pegaron sus narices al cristal. Jacques sintió la tentación de abrir la puerta y escapar de allí con su compañera.

Mientras se encontraban bajo esas miradas desagradables, pensaba qué podría ser lo que Hassan tenía que negociar con el vendedor de alfombras, pero antes de lo que había esperado el taxista regresó y les pidió que lo acompañaran.

La pareja tomó su modesto equipaje y lo siguió a través de la tienda, que resultó ser el portal de un atrio con arcadas de varios pisos y plantas y arbustos floridos. Tres pequeñas ventanas formaban una unidad y estaban en el lado de la sombra protegidas con persianas. En el piso superior unos balcones pequeños y delicados con celosías para resguardarlos del sol colgaban suspendidos sobre vigas de madera marrón rojizo. En medio de la ruidosa y agitada ciudad vieja aquel patio interior era un oasis de paz. Balouet y Raja no se cansaban de admirar la fabulosa arquitectura.