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– ¡Vengan! -les dijo Hassan.

Bajo un arco oval del atrio se abría una puerta de dos hojas, con adornos de metal y ornamentos de cristal rojo y azul, que conducía a una habitación sin ventanas e iluminada sólo por la luz polícroma que entraba por la puerta y un candelabro de metal con esferas amarillas metálicas, que pendía del elevado techo.

Frente a la entrada, donde había unos cuadros, un hombree gordo con una pequeña barba negra estaba sentado, como si estuviera en un trono, en un sillón con un respaldo redondo y amplio y vestía uno de esos largos ropajes árabes de color blanco. Sin levantarse de su asiento, abrió los brazos a sus visitantes como si fueran viejos amigos. Su rostro grasicnto, y sus pequeños ojos redondos brillaban igual que los de un niño.

El gordo, exageradamente amable, se dirigió a ellos con gestos joviales y quiso saber de dónde venían, cuál era su nacionalidad y si tenían algo de dinero. Al saber que eran franceses empezó a hablarles perfectamente en su idioma. Balouet se quedó realmente asombrado.

Se llamaba Abdel Aziz Suheimy, les dijo aquel extraño individuo mientras se ponía la mano sobre el pecho e insinuaba una breve reverencia. Su profesión era la pintura, pero como el hombre no puede vivir sólo de los colores puesto que Alá ha colmado la tierra con los más bellos tonos, tenía que alquilar parte de su casa a huéspedes de pago, lo que iba en contra de las leyes del gobierno pero no contra los designios de Alá el Todopoderoso, que si bien prohibía la usura no hacía lo mismo con la supervivencia de un artista. Mientras hablaba así, hizo desaparecer las manos en las amplias mangas de su túnica, como si tuviera algo que ocultar, y soltó una risita de conejo que recordaba al genio de la botella en el cuento de Las mil y una noches.

Hassan le comentó al pintor algo en árabe que, naturalmente, la pareja no entendió, pero sin duda le estaba informando de que, aunque no lo pareciera, tenían dinero. Después volvió a ellos y les anunció mientras les estrechaba la mano que Suheimy Bey, gracias a su recomendación, estaba dispuesto a darles alojamiento; sobre el precio ya se pondrían de acuerdo.

Como habían acordado, Balouet depositó diez dólares en la mano del taxista, que se retiró con unas corteses reverencias.

Al ver los billetes norteamericanos que Jacques había sacado del bolsillo, Abdel Aziz se levantó de un salto -y entonces pudo verse que era un hombre bajito-, batió palmas y por una puerta apareció un criado flaco que, obedeciendo a una señal con la cabeza que le hizo su amo, ofreció a los dos huéspedes sendas sillas de madera y enea y les indicó que se sentaran. Sin más, desapareció por donde había venido y poco después volvió para servirles té en unos vasos pequeños.

Mientras tanto, Suheimy Bey comentó con prolijidad oriental lo duro de la vida de un artista bien dotado, la virtud de la hospitalidad y su corazón compasivo y mencionó a su vez el precio por el que estaba dispuesto a admitirlos como huéspedes durante todo el tiempo que quisieran: cien dólares a la semana. Al decirlo sonrió como azorado y alzó los hombros, de tal modo que de su grueso cuello sólo fue visible una doble papada.

Ése era un precio excesivo, pero Balouet sabía cómo vérselas con gente como Abdel Aziz. Dejó a un lado su vaso sin decir una palabra, tomó su bolsa de viaje, cogió de la mano a Raja e hizo como si fuera a marcharse. Al darse cuenta de su intención, Suheimy fingió sentirse muy afectado y se interpuso en su camino con los brazos abiertos. Si la suma que pedía les parecía demasiado elevada podían proponerle la que estuviesen dispuestos a pagar.

La mitad, le dijo Jacques brevemente.

El gordo levantó los brazos y comenzó a lamentarse. Precisamente él, Abdel Aziz Suheimy, el mejor de los pintores desde El Greco, se veía obligado a alquilar su casa y sus bienes heredados de sus padres por un miserable puñado de dólares. De repente cesó de quejarse, le tendió la mano abierta a Balouet y declaró con el rostro sonriente:

– Está bien por mi parte, monsieur; cincuenta dólares pero una semana por adelantado.

Jacques contó el dinero y lo depositó en la mano de Suheimy, que dobló los billetes y los metió en el bolsillo de su galabiya. En su interior, Balouet se enfadó consigo mismo por no haberle ofrecido menos. Estaba convencido de que Abdel Aziz hubiera aceptado un cuarto de la suma que les pidió al principio. El naufragio de la motora, el vuelo a Uadi Halfa y el viaje en barco desde Port Sudan a Safaya habían reducido su capital en efectivo a unos mil dólares. Para adquirir documentos falsos necesitarían sin duda casi todo ese dinero. ¿Con qué iban a pagar los billetes de avión? ¡Las perspectivas no eran precisamente halagüeñas!

Abdel Aziz Suheimy rogó a sus huéspedes que lo siguieran por un pasillo estrecho y sin ventanas hasta llegar a una escalera con peldaños bajos y anchos. El hombre regordete y bajito la subió tan rápido que Balouet y Raja tuvieron dificultades para alcanzarlo. Al llegar al tercer piso, Suheimy respiró profundamente y les explicó que en su casa se alojaban otros huéspedes, cuyos nombres no conocía ni le interesaban, la mayoría extranjeros, gente fina y con clase, según sus propias palabras.

Al final del corredor, que partía a la izquierda de la escalera y llevaba hasta una ventana estrecha y alta, Abdel Aziz abrió una puerta y los invitó a entrar en la habitación. El baño se encontraba al lado opuesto del pasillo, les dijo; a continuación les deseó las bendiciones del Todopoderoso, se inclinó con los brazos cruzados sobre el pecho y desapareció.

Raja se abrazó a Jacques. Tras su fuga, que duraba ya varias semanas, por fin podían sentirse tranquilos, al menos de momento. Nadie, ni siquiera Suheimy, sabía quiénes eran y de un modo u otro acabarían por encontrar a alguien que les facilitara una documentación falsa; El Cairo era un verdadero crisol de posibilidades.

Con los ojos cerrados la joven recordó con qué sensación de soledad y abandono había huido a Abu Simbel para escapar de sus perseguidores del KGB. Le pareció providencial que en aquel barco se encontrara con Balouet, que al principio no le gustó demasiado, aunque sin él no hubiera podido resistir todas esas fatigas y dificultades.

Todavía sin abrir los ojos, Raja Kurjanowa se dio cuenta de que Balouet la estaba mirando y sonrió.

– ¿En qué piensas? -le preguntó Jacques.

– En cómo empezó todo.

En la cara de Jacques se dibujó una sonrisa irónica.

– ¿Y qué deduces de tus reflexiones?

Raja lo miró fijamente.

– Sé que sin ti no lo hubiera conseguido y ya haría tiempo que habría caído en las redes del KGB.

– Todavía no lo hemos conseguido -observó Balouet y se dejó caer en un viejo sillón afelpado frente a la cama, que por su altura debía de tener varios colchones- y si he de ser sincero, te diré que no tengo la menor idea de cómo conseguir los pasaportes falsos para salir del país. Y cada semana que pase nuestro dinero irá disminuyendo.

Raja se sentó en el brazo del sillón junto a Jacques y comenzó a acariciar su cabeza.

– Hasta este momento has sido tú quien me ha dado ánimos, ¿por qué te falta ahora el valor?

Estaba claro que el actual estado de nervios de Balouet no era el mejor. Raja sabía que no era un hombre especialmente valiente, pero fue capaz de echar sobre sus espaldas por amor a ella todas las penalidades de su viaje por Sudán. Solo, sin ella, hubiera podido escabullirse mejor; Balouet tenía pasaporte aunque de momento no le pareciera aconsejable utilizarlo. Ahora era evidente que Jacques estaba llegando al final de sus fuerzas.

– Tienes razón -concedió Raja-, todavía no hemos ganado, pero hemos conseguido una primera victoria, nos hemos librado de los esbirros del KGB.