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Balouet apretó la mano de la joven. Se sentía cansado; ella también tenía dificultades para mantener los ojos abiertos. El silencio y la tranquilidad de aquella vieja casa tenía para ellos un efecto soporífero.

– En estos momentos sólo tengo un deseo -afirmó Raja-, una ducha fría.

El baño del piso, al otro lado del pasillo, no era precisamente de lo más moderno, pero para El Cairo podía calificarse incluso de lujoso, se cerraba por dentro y tenía una ducha de teléfono que dejaba caer una lluvia de agua templada sobre un pilón que llegaba hasta la rodilla.

Raja disfrutó con el agua a presión que caía sobre sus hombros pese a que olía a azufre, cloro y alguna otra sustancia. Al menos bastaba para quitarse el polvo, la suciedad y el sudor del miedo acumulados durante tres semanas. Después de frotarse el cuerpo de pies a cabeza repitió la operación y posiblemente lo hubiera hecho una tercera vez de no ser por unos fuertes golpes en la puerta del cuarto que la avisaron de que debía darse prisa. Al fin y al cabo era por la mañana y media docena de huéspedes compartían el cuarto de baño.

– ¡Un momento! -dijo con voz lo suficientemente alta para ser oída fuera mientras comenzaba a secarse. Se sentía como si acabara de nacer-. ¡Un momento! -repitió en francés, idioma en el que solía hablar desde su fuga de Asuán; se puso un vestido que había llevado consigo y abrió la puerta.

Hubiera querido desearle los buenos días a la persona que esperaba fuera -vestía un albornoz a rayas y sobre el brazo izquierdo llevaba una toalla de color rojo-, pero las palabras se le helaron en la boca.

El hombre tenía unos sesenta años, el cabello completamente blanco y unas espesas cejas negras. Era el coronel Smolitschew.

Durante un segundo, Raja se quedó paralizada. ¡Smolitschew! De sus labios se escapó un grito fuerte y agudo que resonó por todo el pasillo.

El coronel pareció al menos tan sorprendido como Raja Kurjanowa y tampoco fue capaz de decir nada, pero cuando la mujer comenzó a chillar, reaccionó como un oficial del KGB, tomó su toalla y le tapó con ella la boca.

– ¡Escuche, camarada -murmuró él en voz baja-, puedo explicárselo todo!

La joven se defendió con todas sus fuerzas a puntapiés y a puñetazos. Entretanto, Balouet al oír el grito salió precipitadamente de la habitación. En el primer momento no reconoció con quién luchaba Raja, sólo vio que ella estaba en peligro; se acercó por detrás del desconocido y lo cogió del cuello con todas sus fuerzas como si quisiera estrangularlo.

Jacques nunca hubiera creído que estaba en condiciones de sacar tanta fuerza, pues su adversario, que no era precisamente un hombre de complexión débil, pronto empezó a dar muestras de ceder, los brazos cayeron a los costados y la cabeza hacia delante. Todo su cuerpo se relajó como una marioneta a la que le cortan los hilos.

– ¡Smolitschew! -chilló Raja sin aliento-. ¡Es Smolitschew!

¿El coronel Smolitschew? Jacques necesitó un rato para aceptar que aquel fardo inerte a sus pies era el enemigo del que escapaban y por el que habían recorrido la mitad de África oriental. Pero cuando finalmente lo asumió, lo cogió por el cuello y lo arrastró hasta su habitación.

El coronel gimió débilmente y con dificultad trató de abrir los ojos.

– ¿Qué pretendes hacer? -le preguntó Raja asustada a su compañero.

Éste cerró la puerta y recorrió el cuarto con la mirada. Sobre un lavamanos de madera había un jarro de porcelana grande y pesado lleno de agua. Lo vació en la palangana y levantó el jarro con ambas manos.

– ¡Voy a matarlo! -dijo tranquilo y con voz firme-. ¡Acabaré con él de un golpe!

37

El descubrimiento de la momia y el hecho de que dos europeos estuvieran mezclados de modo tan desagradable en el caso dividió al campamento de Abu Simbel en dos bandos. Ciertamente todos hablaban de un gran escándalo, pero casi enseguida se formaron dos grupos de los que uno, formado principalmente por europeos, creía que antes de condenarlos había que oír a Arthur Kaminski y a la doctora Hella Hornstein; sobre todo, después de demostrarse que la acusación de asesinato contra ellos había sido un error. Los partidarios del otro bando, mayoritariamente egipcios y al frente de los cuales estaba el doctor en arqueología Hassan Moukhtar, exigían que el ingeniero y la doctora fueran expulsados de allí sin necesidad de escucharlos puesto que ambos habían tratado con engaños de privar a su país y a la humanidad, en beneficio propio, de uno de los más valiosos hallazgos del pasado. Estos últimos eran mayoría.

Moukhtar dirigió los trabajos de excavación con la técnica que le había propuesto a Kaminski Charles D. Foster, que consistía en perforar directamente el techo de la tumba, y fue considerado de modo completamente injusto como héroe y descubridor; ni un solo periódico olvidó mencionar su nombre.

Arthur Kaminski, al ser puesto en libertad tras su detención preventiva regresó a Abu Simbel y una vez allí su primera visita fue para el profesor Cari Theodor Jacobi, el director general de la «Joint Venture Abu Simbel».

La primera pregunta que le hizo el profesor se refirió a la doctora Hornstein, de la que seguía sin saberse nada, pero Kaminski no conocía su paradero. Él había confiado en que Hella hubiera vuelto a Abu Simbel y continuó esperando que así lo hiciera, sin embargo fue en vano.

Arthur percibió una clara reserva por parte del profesor, pese a que éste lo recibió con aparente amabilidad.

– Se ha metido en un mal asunto, Kaminski. ¿Cómo pudo pasarle una cosa así?

El ingeniero se encogió de hombros y no respondió nada. No pudo evitar la impresión de que Jacobi, cuya corrección siempre valoró al máximo, hacía ya tiempo que lo había juzgado y condenado y sólo buscaba las palabras adecuadas para comunicárselo.

Mientras Kaminski se encontraba sentado frente al director en su elegante despacho y miraba a través de la ventana la gigantesca semiesfera de hormigón que debía servir de sustentación a los bloques del gran templo, tenía ganas de gritar y sentía que una furia enorme se adueñaba de él, una rabia contra sí mismo por haberse dejado arrastrar irreflexivamente a la situación en la que ahora se encontraba. No sabía exactamente cómo comportarse, pero a pesar de su inseguridad tenía el desesperado deseo de explicárselo todo a Jacobi.

Pero ¿podría entenderlo un hombre como el profesor, un modelo de seriedad, de firmeza de carácter? ¿Sería capaz de comprender que detrás de su comportamiento extraño y difícilmente explicable se encontraba una mujer en cuyas garras había caído indefenso? ¿Una mujer que intentó asesinarlo y que había desatado en él los sentimientos más fuertes de los que es capaz un hombre, amor hasta el éxtasis y odio hasta la destrucción?

Jacobi lo sustrajo de sus pensamientos cuando reanudó la conversación:

– ¿Cómo se siente, Kaminski? ¿Lo ha llevado bien? ¿Qué le parecerían unas vacaciones en Alemania? No ha disfrutado de un verdadero permiso en todos estos años…

Arthur comprendió. El director general quería perderlo de vista y una vez que estuviera fuera le enviaría la carta de despido. Seguro que hacía tiempo que ya lo había decidido y toda aclaración carecía por lo tanto de sentido. Kaminski miró los dibujos de desmontaje que se encontraban sujetos a la pared con chinchetas cerca de la ventana. Se los sabía de memoria hasta en su menor detalle. Su corazón se hallaba unido a esos planos, que se habían convertido en una parte de su vida. ¿Y ahora, debía abandonar Abu Simbel sin más?

Mientras Arthur meditaba la posibilidad de rechazar o aceptar la oferta de Jacobi, llamaron a la puerta y seguidamente entraron Moukhtar y el doctor Heckmann.

Ambos le tendieron la mano en silencio, lo que Kaminski tomó como un gesto de obligada cortesía más que como una muestra de cordialidad. Se sentaron junto a Jacobi, al otro lado de la mesa, y Arthur se sintió igual que ante un tribunal de la Inquisición.