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– En su ausencia -le aclaró Jacobi- hemos estudiado su caso.

– ¡Ah! -observó Kaminski con intención irónica, pero aunque estaba muy nervioso se dio cuenta enseguida de que en su situación era incapaz de ser mordaz, así que preguntó-: ¿Ya qué conclusión han llegado?

– Míster Kaminski -le respondió Hassan Moukhtar- no es nada agradable para todos los involucrados ocuparse de este asunto, pero ha ocurrido y ha tenido gran repercusión. Los periódicos de todo el mundo han informado del caso y los reporteros han hecho preguntas muy incómodas. Por ejemplo, cómo fue posible que un descubrimiento arqueológico de tal envergadura se hubiera guardado tanto tiempo en secreto…

– Y seguramente -le quitó la palabra el ingeniero- les contestó usted que nadie podía suponer que entre el personal hubiera delincuentes y que éstos recibirían el justo castigo que se merecen. Eso o algo parecido fue lo que les respondió, ¿no es así, míster Moukhtar? ¿Tengo razón?

Jacobi alzó las manos.

– Por favor, señores, no hay necesidad de enfrentamientos personales. Nuestra situación ya es de por sí demasiado seria, al fin y al cabo todos vamos en el mismo barco.

Moukhtar volvió la vista a un lado, indignado, y continuó:

– No quiero hablar del aspecto jurídico o delictivo, lo que me interesa es encontrar una respuesta plausible a la cuestión de cómo fue posible mantener en secreto el hallazgo de la tumba en medio de una obra en la que trabajan más de mil hombres. La historia es tan increíble que ya se han alzado algunas voces que afirman que nosotros, los arqueólogos, habíamos organizado un complot para vender ilegalmente la momia en el extranjero por una enorme suma de dinero.

El doctor Heckmann, que hasta entonces se había limitado a seguir la conversación sin intervenir, tomó la palabra:

– Parece usted muy reservado, Kaminski. ¿Tiene eso algo que ver con el inesperado final de sus relaciones con la doctora Hornstein?

Si bien Kaminski había seguido el discurso de Moukhtar más o menos con indiferencia, las palabras de Heckmann le afectaron personalmente. Estaba claro que ese mequetrefe aún no había aceptado que Hella le hubiera dado calabazas. Su observación le molestó pero al mismo tiempo le hizo sentir una sensación de triunfo sobre aquel don Juan de pacotilla que todavía no había logrado digerir su derrota.

Como no se le ocurrió otra cosa, Arthur esbozó una amplia sonrisa provocadora y le preguntó con fingida serenidad:

– ¿Y quién le ha dicho a usted que nuestras relaciones han terminado?

Moukhtar lo miró sorprendido y Heckmann apretó los labios. Ninguno de los dos pronunció una palabra.

Finalmente fue Jacobi quien rompió el penoso silencio con una pregunta dirigida a Kaminski:

– ¿Sabe usted dónde se encuentra actualmente la doctora Hornstein?

– Esperaba que hubiera regresado aquí -respondió el ingeniero.

Jacobi negó con la cabeza.

– Dudo que volvamos a verla más por Abu Simbel…

– ¿Qué quiere decir?

Heckmann, con la rabia escrita en el rostro, le quitó la respuesta al profesor.

– Todos somos de la opinión -aclaró- de que Hella Hornstein no regresará nunca. Aunque eso tiene menos que ver con usted que con el estado de salud mental de la doctora.

– No le comprendo.

– Bien -Heckmann se retorció como un gusano-, no lo quiero perjudicar a usted ni a Hella, pero la doctora Hornstein, sin que esto se refiera a su capacidad médica, presentaba en los últimos tiempos claros síntomas de esquizofrenia. Es posible que usted no se haya dado cuenta, pero he estado muy pendiente de la doctora durante mucho tiempo desde que vi en ella el primer síntoma y mis observaciones confirmaron la sospecha.

Kaminski se levantó de un salto hacia el médico y lo habría abofeteado si Moukhtar no le hubiese sujetado la mano. Todo quedó en el intento, pero el propósito fue tan claro que Heckmann comprendió que había hecho diana. Se sintió orgulloso y continuó casi de inmediato:

– Comprendo su enojo; si estuviera en su situación me ocurriría lo mismo. Sin embargo, debe hacerse a la idea de que la doctora Hornstein padece catatonía perniciosa y la esquizofrenia paranoica que ésta implica.

– ¿Puede darnos más detalles? -se interesó Jacobi.

– Eso significa trastornos motrices, estados de inquietud e irritación con aumento de la temperatura corporal, y conduce a delirios, alucinaciones sensoriales y visuales, que pueden derivar en cambios de la personalidad.

Arthur no pudo seguir escuchándolo.

– ¿Y pretende haber observado todos esos síntomas en Hella Hornstein? ¡Me gustaría saber cuándo y en qué circunstancias!

La simple idea de que Heckmann hubiera estado espiando a Hella a sus espaldas le ponía la piel de gallina. Pero ¿podía esperarse otra cosa de un tipo como él? Un médico que se presenta voluntario para trabajar durante años en un hospital perdido en medio del desierto no podía ser un individuo normal.

La idea acabó asustándolo. ¿No había hecho lo mismo él al aceptar el puesto en Abu Simbel?

– Creo, Kaminski, que usted me menospreció en exceso -repuso el médico-. También puede ser que le cegara su amor por Hella. Muchas veces estuve más cerca de usted y la doctora de lo que puede pensar. Por ejemplo, aquella vez en el depósito de los bloques del templo en que Hella representó una extraña escena al masturbarse delante de una estatua del faraón Ramsés…

– ¡Cállese!

– … en esos instantes yo estaba sentado en la cabina de la grúa y pude verlo todo con claridad. ¿Diría usted que es normal ese comportamiento?

– ¡Repugnante mirón!

Arthur hervía de rabia, sobre todo porque se daba cuenta de cómo Heckmann disfrutaba de la situación. El médico había esperado ese momento durante mucho tiempo y nada hay en el mundo más implacable que la venganza de un amante despechado. Era el desquite de un tipo que, por lo que Kaminski podía deducir, había vivido tres años sin mujer, si se exceptúa a Nagla, la cantinera de los grandes pechos que por dinero era capaz de acostarse casi con cualquiera.

Entretanto, el ingeniero se encontraba en tal estado que le afectaba más la actitud de Heckmann que el verdadero motivo de la discusión. Mientras más trataba el doctor de hacerlos parecer sospechosos, más inclinado se sentía a quitarle importancia al intento de asesinato de Hella y a examinar en su mente la amarga experiencia para cerciorarse de que su último encuentro transcurrió verdaderamente de aquel modo y que no se trataba de una alucinación, una Fata Morgana que nunca llegó a suceder. Cinco años de desierto y de calor, arena entre los dedos de los pies y entre los dientes, en la ropa interior, en la cania y en el pan hacían posible que la persona de carácter más firme dudase de su razón. La esquizofrenia podía ser un alivio.

Los reproches de Kaminski no parecieron impresionar especialmente al médico.

– Debería tomarse en serio la enfermedad de Hella -el doctor Heckmann reanudó su charla-, pues según su sintomatología la esquizofrenia puede ser tratada e incluso curada, sobre todo con psicofármacos aunque también con psicoterapia y métodos de choque.

– Pero para eso -intervino Jacobi-, antes que nada, tendríamos que saber dónde se oculta la doctora Hornstein. -Y añadió volviéndose hacia Arthur-: ¿Verdaderamente no tiene usted idea de dónde puede estar?

– No -respondió cauteloso-, ni la menor idea.

Era extraño, pero casi se avergonzaba de esa respuesta. Se sentía culpable por no poder dar ninguna información sobre el lugar en el que se encontraba pese a que Hella había querido quitarle la vida.

– Volviendo al punto de partida de nuestra conversación -Jacobi carraspeó un tanto incómodo-, considero muy importante por el bien de todos que de momento se tome unas largas vacaciones; lo suficientemente largas para que la hierba vuelva a crecer sobre este asunto.