Ahmed Abd el-Kadr era el único que parecía sentirse a gusto en aquel lugar, raramente abandonaba su caluroso despacho y cuando lo hacía era por poco tiempo. Su puesto de director estaba muy bien considerado y era comparable a un alto cargo gubernamental, en lo que a rango social se refería; se decía, además, que Abd el-Kadr contaba con muy buenas relaciones. Desde luego, superaban con mucho sus conocimientos de egiptología, ya que le había costado mucho esfuerzo obtener su licenciatura en Oxford y no con muy buenas notas.
En el transcurso del trabajo de aquella mañana, el secretario llamó a la puerta del despacho de su superior, aunque sabía que no iba a obtener respuesta de éste porque, como ya hemos dicho, le disgustaba enormemente ser molestado. Solimán debía de tener una razón muy poderosa para interrumpirlo, pues de otro modo no hubiera sido capaz de semejante atrevimiento. Ahmed el-Kadr ni siquiera se dignó levantar la mirada de su escritorio.
– Sir -se disculpó el secretario-, ha llegado un envío procedente de Abu Simbel. -Al ver que el director no reaccionaba se atrevió a preguntar-: ¿Dónde quiere que lo lleve, sir? Y puso sobre la mesa el recibo con el que había llegado.
– ¿Abu Simbel? -preguntó Abd el-Kadr.
Solimán afirmó con un enérgico movimiento de cabeza, estiró los brazos y añadió:
– Tiene al menos dos metros de largo.
El director se levantó y dio instrucciones para que lo entraran por la puerta de atrás y lo llevaran al Instituto Arqueológico. Seguidamente salió a la antesala, tomó el teléfono y marcó un número, pero la línea permaneció muda.
– El teléfono está estropeado -se disculpó Solimán, y Abd el-Kadr dejó caer con violencia el auricular sobre la horquilla.
– Aquí hay que contar con la suerte para que algo funcione.
– Trabajo alemán de precisión -observó el secretario con una sonrisa.
El director respondió amargamente:
– Sí, pero del año 1934. El profesor el-Hadid debe presentarse en el instituto.
Después comentó algo sobre los estúpidos rusos que habían llegado al país en vez de los alemanes y que aquéllos eran los resultados. Abd el-Kadr percibió con el rabillo del ojo el rostro de una mujer en la alta ventana de la antesala que, con la mano en pantalla sobre los ojos, parecía tratar de ver lo que ocurría en el interior. Pero en esos momentos el director se encontraba demasiado excitado para conceder importancia a aquella aparición. Por la misma razón, tampoco se dio cuenta de que cuando cruzaba el parque de camino al Instituto Arqueológico una mujer lo seguía a cierta distancia.
Ahmed Abd el-Kadr formaba parte, pese a su alto cargo, de los grupos de oposición que en número creciente veían en el socialismo árabe de Nasser más una plaga que la solución a los problemas económicos y sociales de Egipto. Tampoco tenía buena opinión de los rusos que estaban presentes como consejeros en todos los puestos claves del país. Hubiera preferido una apertura a Occidente, aunque sólo fuese para que los teléfonos volvieran a funcionar.
Delante del instituto estaba aparcado un camión cuyos laterales llevaban la inscripción «Joint Venture Abu Simbel». Como muchos otros, también el edificio se encontraba en lamentable estado. La fachada necesitaba urgentemente una mano de pintura, los cristales de colores de las puertas de entrada estaban rotos en su mayoría y desde hacía años esperaban su reposición, y los peldaños de hierro de la escalera habían acumulado una respetable capa de óxido. Cuatro mozos del museo, cuyos uniformes de color marrón más bien parecían pijamas, arrastraban un gran cajón sobre el rellano de la escalera.
El director les pidió que tuvieran cuidado, pero sólo consiguió disimuladas risas, ya que la palabra «cuidado» se contaba entre las más usadas por todos los arqueólogos siempre que se refería al manejo de objetos puestos bajo su custodia. En aquel caso concreto, verdaderamente había que ir con precaución.
Un pasillo largo pintado de blanco en el primer piso del edificio conducía a una puerta de dos hojas con paneles de vidrio esmerilado y la inscripción «Laboratory». Ésta era una habitación de unos cincuenta metros cuadrados presidida por una gran mesa alargada cubierta con una chapa blanca, alumbrada con un gran foco redondo, como si se tratara de la sala de operaciones de un hospital. Junto a las paredes cubiertas de azulejos blancos había aproximadamente una docena de espacios de trabajo con mecheros, alambiques, frascos, probetas y otros misteriosos objetos.
Al entrar el profesor el-Hadid, un hombre pequeño, de cuello abultado y con una corona de pelo cano, el-Kadr ya había abierto con una palanca la tapa de la caja que le enviaban desde Abu Simbel. Uno de los mozos del museo que estaba a su lado gritó y salió corriendo al ver el contenido: una momia seca, envuelta en trozos de vendas y trapos de color pardo, con el cabello bastante largo y enmarañado. Los otros ayudantes se quedaron algo apartados en un rincón, como si temieran que aquel ser tan extrañamente conservado pudiera levantarse y salir del cajón en cualquier momento.
El-Hadid, catedrático de anatomía patológica de la Universidad Ain-Shams de El Cairo y uno de los mayores expertos en momias de todo el mundo, parecía más excitado que todos los demás. Con un pañuelo blanco se secó el sudor que le corría por el cogote mientras observaba el interior de la caja. Sus ojos, protegidos con unas gafas de gruesos cristales tintados, miraban inquietos.
– ¿Está usted completamente seguro? -le preguntó a Abd el-Kadr sin apartar la vista de la momia.
– ¡Completamente seguro! -confirmó el arqueólogo-. Es Bent-Anat. Existen varias referencias a su nombre.
El catedrático movió la cabeza como si dudara de su juicio.
– Bent-Anat -repitió dos veces-, Bent-Anat.
– Hija de la diosa Anat -subrayó el director del museo-, una diosa asiática del amor y de la guerra.
– ¿Una asiática?
– ¡Oh, sí!… -respondió-. Ramsés adoraba a las diosas asiáticas Anat y Astarté con especial predilección, levantó un templo para cada una. De Anat llegó a afirmar más tarde que era hija del dios egipcio Ptah. ¿Por qué razón Ramsés no iba a dar a una de sus hijas el nombre de la diosa?
– ¿Cómo hija? Yo creía que era su esposa.
– Ambas cosas, respetado colega, ambas cosas. Bent-Anat fue su hija y su esposa.
El profesor alzó la mirada como si quisiera decir: «Por Alá, ¡vaya un tipo ese Ramsés!», pero guardó silencio.
Entre los seis, Ahmed Abd el-Kadr, el catedrático y los mozos, sacaron la momia de la caja de madera en la que había sido transportada y la dejaron con cuidado, sobre la mesa blanca, en el centro del laboratorio.
– ¡Es un milagro! -exclamó el-Hadid y se quedó de pie ante el cuerpo embalsamado en actitud reverente.
En sus veinte años de profesión había examinado muchas momias (sus investigaciones con las de los faraones le habían dado fama mundial) y, sin embargo, cada nueva momia aceleraba los latidos de su corazón, como le ocurría en esta ocasión.
– ¡Luz! -ordenó el patólogo y uno de los auxiliares encendió el foco que alumbraba la mesa.
El profesor dirigió el haz de luz sobre la cabeza de la reina, cruzó los brazos sobre el pecho y contempló a Bent-Anat como si quisiera conversar con ella. Seguidamente cambió varias veces de posición, se agachó para examinarla algo más de cerca y otra vez volvió a sacar el pañuelo para secarse el sudor.
Finalmente, el-Hadid bajó sus gruesas gafas hasta dejarlas casi sobre la punta de la nariz, colocó sus manos detrás de la espalda como si estuviera dando un tranquilo paseo y observó con todo detalle la dentadura bien conservada de la momia. Valoró el estado de cada diente uno por uno. Cuando se irguió de nuevo, dejó escapar el aire por las aletas de la nariz, lo que en una persona como él era señal de intensa tensión.