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– ¿Su primera impresión? -quiso saber cuanto antes Abd el-Kadr.

Se daba cuenta de su inconveniente precipitación, pero no podía contener la curiosidad.

El catedrático dio dos pasos atrás y respondió:

– ¿No es como si aún estuviera viva? ¡Fíjese!

A los mozos del museo les costaba trabajo conservar su actitud respetuosa. Se miraban entre sí sin entender nada. Por Dios Todopoderoso, ¿qué podía haber visto el profesor en esa cosa seca, carcomida y deformada para decir eso? Ninguno comprendía cómo era posible que un hombree famoso, respetado e instruido perdiera su tiempo con cadáveres secos como sarmientos.

– Era todavía joven cuando murió -continuó el-Hadid después de una pausa larga e insoportable dedicada a la observación, que ni siquiera el director se atrevió a interrumpir-, sin duda no tenía aún los veinticinco años y debía de ser de agradable apariencia y muy aseada, todavía se notan restos de maquillaje en sus cejas. Nunca antes había visto algo así, verdaderamente increíble.

– Lo absurdo es…

– ¿Sí? -Curioso, el profesor interrumpió al director del museo.

– Lo absurdo es que debemos este descubrimiento al azar. Los que encontraron a Bent-Anat no fueron arqueólogos sino obreros de la construcción. Eso es agua en el molino de los que afirman que la arqueología es la ciencia de la casualidad.

– Eso es algo de lo que puede acusarse a todas las ciencias exactas, sobre todo a las matemáticas. ¿O es que piensa usted que Tales de Mileto calculó mediante complicadas operaciones su célebre círculo o la ley del ángulo periférico? ¡Tonterías! Como se aburría clavó dos palos en la arena, los unió por medio de un semicírculo y descubrió que todos sus ángulos medían noventa grados. ¿Cree que el conocimiento tiene menos valor si se consigue casualmente?

Ahmed Abd el-Kadr se encogió de hombros y contempló los largos dedos de la momia. Bent-Anat tenía los brazos cruzados sobre el pecho y esa postura le confería un aire enigmático.

– A nadie se le hubiera ocurrido buscar la tumba de una esposa del gran Ramsés en Abu Simbel. Habría sido más lógico hacerlo en el Valle de las Reinas de Deir el-Medina. ¿Pero por qué se encontraba allí?…

– Probablemente, el faraón tuvo alguna razón para enterrar en ese lugar a su hija y esposa.

– Seguro, ¿pero cuál?

– Mire usted -dijo el-Hadid y se acercó un paso al director-, la investigación de ese motivo será un tema de trabajo para la ciencia y, ¡por Alá!, es posible que también la casualidad sea la que nos ayude a descubrirlo.

Con un movimiento de cabeza rápido y enérgico se colocó las gafas de nuevo en la punta de la gruesa nariz. Después, con unas pequeñas pinzas, le arrancó a la momia un solo cabello, lo cortó y lo depositó en un pequeño recipiente de cristal redondo. Hizo lo mismo con un trozo de venda y una muestra de piel que tomó de debajo del brazo. Cerró el frasco con su tapa, lo aseguró con una tira de cinta adhesiva y lo lacró a continuación.

– La semana próxima tendrá usted los primeros resultados del laboratorio.

Las pruebas de este tipo constituyen una rutina para un experto en momias. Con ayuda del examen de la piel, el pelo y el tejido el patólogo determinaría la antigüedad, el origen e incluso las enfermedades que sufrió en vida aquel ser embalsamado. El-Hadid propuso que después de tener las primeras conclusiones de los análisis se sometiera a la momia a una observación por rayos X para luego decidir si debían realizarse nuevas pruebas y sobre todo para saber si era necesario quitarle las vendas, lo que podía aportar conocimientos muy importantes.

Terminado el trabajo, los mozos volvieron a colocar la momia en su ataúd de madera y el-Kadr clavó la tapa. Después, todos abandonaron el laboratorio y salieron al exterior por la oxidada escalera.

En el jardín del edificio los recibió el bullicio del tráfico y tuvieron la impresión de que acababan de regresar de otro mundo y otra época.

Los ayudantes se pudieron marchar y el-Kadr y el catedrático recorrieron juntos un trecho del camino polvoriento sumidos en sus propios pensamientos y poseídos de una extraña inquietud.

– Sé lo que piensa en estos momentos -comenzó el-Hadid-, creo que es lo mismo que tengo yo en mente. Se hace algo diez veces, veinte veces y, sin embargo, en cada ocasión se siente la misma sensación de que se está haciendo algo incorrecto, ¿no es así?

Ahmed el-Kadr se detuvo.

– Exactamente eso es lo que venía reflexionando. En estas situaciones siempre me siento un intruso, un profanador sacrilego.

– ¿No es un objetivo de la ciencia investigar el pasado de la humanidad? -El profesor sacó del bolsillo de su chaqueta el pequeño recipiente de cristal precintado, lo puso delante del rostro del arqueólogo y añadió-: ¡Créame, en este frasquito hay más conocimiento que en el cerebro de un filósofo!

El-Kadr alzó los hombros. Le costaba trabajo asimilar las ideas del patólogo, pero le tranquilizó observar que también él tenía escrúpulos. Andaron juntos un rato más hasta la elevada puerta de hierro del jardín. Allí sus caminos se separaron.

39

Aquella noche, en el Instituto Arqueológico tuvo lugar un extraño encuentro que provocó movimientos de cabeza y risas despectivas cuando fue conocido al día siguiente porque el hombre que contó la historia, aunque estaba bien considerado, tenía fama de estar un tanto chiflado. Se llamaba Youssef y era tan viejo que ni siquiera él mismo sabía su edad, pero tenía dos esposas en plena juventud y siete hijos a los que mantener, por lo que no podía pensar en jubilarse. Desempeñaba desde hacía muchos años el cargo de vigilante nocturno con gran eficiencia y seriedad y cada mañana daba el parte de su trabajo escrito con todo detalle.

Youssef parecía un fantasma cuando paseaba con su linterna por los interminables y oscuros pasillos del instituto con una larga galabiya blanca que ocultaba su pata de palo y un bastón en la mano izquierda, que le había «requisado» a un coronel inglés cuando éstos se retiraron del canal. El ruido de sus pasos mientras realizaba la ronda era igualmente siniestro y capaz de poner en fuga a cualquier intruso.

Por si eso fuera poco, Youssef poseía la penetrante voz de un almuecín y solía hablar solo. Conversaba con las paredes, las puertas y los armarios, pero sobre todo lo hacía consigo mismo y tenía un infinito repertorio de leyendas. Todas estas características no daban pie, precisamente, a que los demás empleados del instituto se lo tomaran muy en serio. Por eso, atribuyeron su historia a la excitación que supuestamente le produjo la presencia de la momia en el laboratorio.

Ocurrió, según expuso Youssef, que poco después de la medianoche cuando controlaba los almacenes del piso superior le llamó la atención un ruido como el que produce un cristal al romperse.

Al principio todo continuó tranquilo, pero al cabo de un par de minutos oyó pasos. Un hombre había entrado con violencia provisto de una linterna y, como quien sabe perfectamente adonde va, encaminó sus pasos al laboratorio, abrió la puerta con una palanca y sin molestarse en volver a cerrarla pasó al interior… Por esa razón cuando Youssef se acercó con cautela al laboratorio pudo ver claramente lo que ocurría dentro.

El intruso, vestido con un traje muy holgado, se aproximó a la caja de madera donde se encontraba la momia y, con notable torpeza, consiguió abrir la tapa. La apartó a un lado y dirigió hacia el interior la luz de su linterna. El sonido que dejó escapar al ver su contenido resonó como el grito de dolor de una parturienta, un quejido que él conocía bien porque lo había oído siete veces y lo había sentido como en su propio cuerpo, por lo que se hallaba en condiciones de establecer la comparación. Youssef dedujo por el chillido que el extraño ladrón, ¡por las barbas del Profeta!, no podía ser un hombre sino una mujer con ropas de varón.