Le pareció que la intrusa le hablaba a la momia en un idioma que no entendía y que desde luego no era inglés. Y cuando vio que ésta se disponía a tocar el cadáver embalsamado, así lo escribió en su informe, se pasó su bastón inglés de la mano izquierda a la derecha con la intención de usarlo para obligarla a confesar. Sin embargo se dio cuenta enseguida de que ésta no pretendía causar daño alguno por el cuidado que tuvo cuando tocó la momia varias veces. Al hacerlo, tembló como una anciana pese a que tenía los ágiles movimientos de una persona joven.
Estas observaciones y la seguridad de que la extraña no tenía intención de causar ningún mal hicieron que Youssef desistiera de emplear la violencia, sobre todo cuando vio que volvía a colocar la tapa de la caja en su sitio. La mujer debió de lastimarse al hacerlo, pues se le escapó un grito contenido, como una hilandera al pincharse con el huso, y sacó un pañuelo, parecido al que utilizaba la gente distinguida de la isla Gerisa del Nilo, y se envolvió la mano con él. Youssef se escondió en un entrante al otro lado del pasillo para ver qué dirección tomaba la extraña criatura. Un ladrón que se introduce en una casa utiliza siempre para salir el mismo camino por el que ha entrado. Así, pudo observar que la mujer abandonaba el instituto por el acceso lateral que daba al jardín y que normalmente se encontraba cerrado por dentro con un cerrojo. Cuando Youssef inspeccionó la puerta se dio cuenta de inmediato de que uno de los cristales opacos estaba roto y que la intrusa había metido la mano desde fuera para descorrer el pestillo e introducirse en el interior.
Nadie quiso creer la historia del pobre Youssef que escribió en su libro especial de informes con un lenguaje florido y ampuloso. Cuando Abd el-Kadr y el catedrático se enteraron de la noticia corrieron al lugar del suceso, lo comprobaron todo personalmente y no pudieron apreciar el más mínimo cambio en la momia. Intercambiaron unas palabras con el vigilante nocturno, cuya presencia debió de hacer que el intruso emprendiera la fuga. Ni el-Kadr ni elHadid vieron las tres gotas de sangre que habían quedado en el suelo embaldosado del laboratorio.
Youssef se disgustó al comprobar que no se le tomaba en serio y decidió que en adelante no volvería a escribir más informes, pues era como arrojar perlas a los cerdos si después nadie los tenía en cuenta.
Pero el suceso de la noche siguiente parecía indicado para hacer que se olvidara de sus propósitos. Casi a la misma hora que en la ocasión anterior, unos débiles martillazos, que semejaban proceder de la entrada lateral, despertaron la atención de Youssef. Corrió hacia la puerta todo lo deprisa que le permitió su cojera y su deseo de no hacer ruido y cuando llegó apagó su linterna para no ser descubierto. Desde fuera alguien intentaba arrancar la plancha de madera que cubría provisionalmente el hueco dejado por el cristal roto. Una vez más Youssef se cambió el bastón de mano y retrocedió unos pasos. Oyó cómo la puerta se abría y se cerraba casi enseguida. En ese momento encendió su lamparilla y gritó con su voz penetrante:
– ¡Alto, ni un paso más!
Para él estaba claro que no podía ser otra que la intrusa de la noche anterior y, en cuestión de segundos, le vino a la cabeza la idea de que la visita previa no había sido más que un reconocimiento del terreno para preparar el golpe. Por ese motivo, creyó conveniente actuar con la mayor precaución. Youssef se quedó enormemente confuso cuando advirtió que la mujer, que vestía el mismo traje de hombre de la noche anterior que ahora podía observar a la luz de su linterna, iba desarmada y parecía temblar de nerviosismo. Tampoco mostró la menor intención de huir, lo que le hubiera sido fácil, sino que dio un paso con un gesto de sumisión en dirección al vigilante.
– ¡Alto, ni un paso más! -repitió Youssef.
La mujer lo obedeció.
– ¿Qué busca aquí? ¡La vi la noche pasada!
La desconocida no pareció sorprenderse.
– Es sólo por la momia -respondió. Sus palabras sonaron como una excusa.
– ¿Y?… -preguntó el vigilante.
Sacudió la cabeza vacilante y pretendió marcharse.
– ¡Quieta, quédese donde está! -gritó Youssef con su voz de acero.
El tono enérgico surtió efecto. Eso le dio valor y repitió su pregunta:
– ¡Lo que quiero saber es qué busca usted aquí!
La mujer metió la mano en su chaqueta. El vigilante nocturno se la quedó mirando inmóvil incapaz de reaccionar creía que seguidamente iba a sonar un disparo y que sería lo último que oiría en su vida. Por eso tardó en cornprender lo que en realidad sucedía. La intrusa había extraído un billete norteamericano de su bolsillo -Youssef se encontraba demasiado confuso y asustado para observar de cuántos dólares era-, lo sostuvo delante de sus ojos como si fuera un trapo y murmuró:
– Sólo quiero ver la momia una vez más.
El vigilante miró alternativamente el rostro de la desconocida y el dinero que tenía en la mano. La expresión de la mujer daba a entender que hablaba en serio. Y, por lo que él pudo comprobar, el billete era de veinte dólares. «¡Veinte dólares -pensó-, Alá está conmigo! ¡El sueldo de todo un mes!»
Youssef hubiera querido saber por qué la mujer era tan generosa; sin embargo, un número desconocido, pero grande, de años de experiencia lo había convencido de que es poco provechoso preguntar los motivos que llevan a una persona a mostrarse espléndida. Para la mayoría de la gente, la generosidad es cuestión del momento y éste era uno de ésos. El vigilante cogió el billete y dijo:
– Venga usted, mistress.
40
No faltó mucho para que Jacques Balouet acabara con la vida del coronel Smolitschew con el golpe de un pesado jarro de porcelana en la casa del pintor Abdel Aziz Suheimy. Jacques y Raja Kurjanowa estaban convencidos de que habían sido seguidos por el jefe del KGB en Asuán y sabían lo que eso significaba para ellos.
Pero antes de que Balouet pudiera atacar al coronel, que se encontraba tendido en el suelo, éste logró liberarse; sin embargo no intentó escapar ni tampoco revolverse contra ellos, sino que les rogó casi sin respiración todavía y con un tono de voz totalmente extraño en un hombre como él que le escucharan unos instantes.
Seguidamente les contó sin grandes rodeos que, precisamente a causa de su fuga, él también había caído en desgracia en Moscú, le ordenaron regresar y decidió seguir el mismo camino que ella: desaparecer.
Raja, de naturaleza mucho más desconfiada que Balouet, no quiso creerle. Tenía tantas malas experiencias con la gente del KGB que le pidió al coronel una prueba de que era verdad lo que les decía. Smolitschew no disponía de ninguna. No obstante, le pidió a su antigua agente que no lo delatara.
Un auténtico espía del KGB siempre puede demostrar lo que dice por falso que sea. Balouet dedujo entonces que era probable que el coronel estuviera declarando la verdad. De hecho, Smolitschew estaba muy distinto. La joven no recordaba haber visto nunca a nadie que cambiara tanto en tan poco tiempo; costaba trabajo creer que el coronel estuviera fingiendo.
Su rostro siniestro, autoritario y la mirada escrutadora y penetrante de sus ojos duros se habían disuelto en el miedo. Smolitschew permanecía con la vista baja y la mirada huidiza, como si quisiera esconderse de su interlocutor, todo lo contrario de antes. Sus movimientos enérgicos y casi violentos del pasado se habían vuelto más suaves y precavidos y su forma de andar parecía la de un anciano. Aunque sólo hacía unos pocos meses que lo habían visto por última vez, el coronel parecía haber envejecido muchos años. Ahora, el temido y agresivo jefe del KGB parecía suplicar compasión.
Naturalmente, ni Raja ni Balouet sentían la menor pena por él y, al principio, Jacques pensó incluso en vengarse y denunciarlo sin dar la cara. Pero el coronel insinuó que poseía muy buenos contactos entre las autoridades egipcias y que tenía la intención de conseguir de éstas la documentación necesaria. Además podía acceder a una cuenta en un banco, en la que había unos cien mil dólares, cuya existencia no conocía nadie.