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Pese a la desconfianza que sentían, Smolitschew podía serles útil. Jacques se interesó principalmente por el depósito bancario, pues en El Cairo cualquier cosa podía conseguirse con los dólares necesarios.

El coronel no quiso decirles en qué banco de la ciudad se encontraba el dinero ni cómo se podía disponer de él, pero cuando Balouet declaró que creía que estaba mintiendo, sacó del bolsillo un fajo de billetes y los puso delante de ellos sobre la mesa con la observación de que si necesitaban más, sólo tenían que hacérselo saber.

Todos los que han tenido algo que ver con el KGB saben que el servicio secreto soviético falsifica dólares y no demasiado bien, por lo que algunos de sus agentes habían sido descubiertos. Por esa razón, Raja rechazó el dinero y lo dejó intacto mientras declaraba que eso era un truco. ¿Quería atraerlos con dólares falsos para hacerlos caer en una trampa?

El coronel respondió que él mismo utilizaba ese dinero y que podían estar seguros de que, en su actual situación, no se iba a arriesgar con moneda falsa.

En la conducta del coronel Smolitschew había naturalmente bastante egoísmo. Al día siguiente de su encuentro, les confesó que su intención era recabar en París y una vez allí, tal vez ellos -una mano lava la otra- podían ayudarle si ahora él utilizaba su influencia y sus contactos en El Cairo para facilitarles una documentación falsa y el dinero que necesitaran.

Jacques fue aumentando poco a poco su confianza en el coronel, pero la joven, por el contrario, continuaba escéptica y opinaba que un cerdo como Smolitschew no se transforma de la noche a la mañana en una mansa paloma, y era necesario por lo tanto someterlo a prueba. ¿Pero cómo hacerlo?

Raja y Balouet decidieron en consecuencia ser muy precavidos con el ruso. Exteriormente fingían confiar, pero cuando hablaban con él se pensaban dos veces cualquier palabra y seguían tratando por cuenta propia de obtener los pasaportes para salir del país.

La solución para conseguirlos se presentó de forma más sencilla de lo que habían esperado. Llevaban dos días en aquella pensión sin nombre cuando una mañana Abdel Aziz Suheimy llamó a la puerta de su habitación y les anunció que tenían una visita. Hassan, el taxista que los había llevado hasta allí, quería hablar con ellos, ¿podía dejarlo entrar?

Hassan los sorprendió con la noticia de que había encontrado a un hombre, un verdadero artista, capaz de falsificar un pasaporte de cualquier país del mundo tan bien que era imposible diferenciarlo de uno original. Para confeccionar dos documentos necesitaba dos semanas y pedía mil dólares norteamericanos. Él, Hassan, se conformaba con una pequeña comisión, digamos del veinte por ciento; la tercera parte pagadera de inmediato y el resto a la entrega de la documentación.

Balouet rechazó la oferta; el precio exigido era demasiado alto. Y, además, puso como condición examinar una muestra del trabajo del «artista».

La actitud del francés no molestó en absoluto a Hassan, todo lo contrario, los hombres que pagan sin discutir se consideran en Egipto poco dignos, sin voluntad y hasta descorteses.

En consecuencia, el taxista regresó al día siguiente con una prueba y una rebaja en la oferta: ochocientos dólares para el «artista» y ciento cincuenta para él. Finalmente llegaron a un acuerdo: setecientos cincuenta dólares para el falsificador y cien de comisión para Hassan.

El pasaporte francés que le presentaron como muestra estaba expedido a nombre de Francois Brasse, nacido el 7 de octubre de 1921 en Grenoble, domiciliado en esa ciudad, calle de las Naciones núm. 147 y parecía tan auténtico que Balouet llegó a dudar de que no lo fuera.

Finalmente, el taxista llevó a Jacques y a Raja a una droguería situada cerca de la pensión. Grandes botellones redondos de agua de colonia adornaban el escaparate. La estrecha tienda estaba tan llena de estanterías y vitrinas de vidrio que apenas ofrecía espacio para cinco clientes.

Al entrar Hassan con los dos extranjeros, el perfumista abrió una parte del mostrador e invitó a la pareja a pasar a la trastienda. En la penumbra vieron un viejo diván, pero cuando el tendero encendió la luz descubrieron que se trataba de un taller de fotografía. Sobre un imponente trípode de madera había una anticuada cámara con su bolsa de tela negra. Dos focos con grandes bombillas redondas y unas pantallas de cartón negro revestidas de papel de estaño servían para la iluminación.

El droguero se mostró bastante diestro en el manejo de la luz y la cámara a la hora de tomar las fotografías para el pasaporte, faena que terminó cada vez con un chasquido y una mirada a una de las pantallas de aluminio. Mientras contemplaba el trabajo del fotógrafo, Balouet fue consciente de que hasta entonces Smolitschew no les había pedido sus datos personales ni las fotos para la documentación. Eso reforzó su desconfianza y tras cambiar impresiones con Raja decidieron no descuidar la vigilancia del coronel.

Entre los huéspedes anónimos que vivían en casa de Suheimy no existía el menor contacto. Por lo que el periodista pudo determinar, después de una semana de estancia, que en la pensión del pintor vivían unos diez inquilinos de pago, entre ellos dos matrimonios. Por lo general, se evitaban unos a otros y la mayoría ni siquiera parecía dispuesta a intercambiar un saludo cuando se encontraba con otros residentes en alguno de los oscuros pasillos.

A Smolitschew no había forma de verlo, así que Balouet se decidió a preguntar a Abdel Aziz Suheimy qué había sido del hombre mayor con aspecto de ruso que ocupaba la habitación enfrente de la suya. El pintor estaba bien informado sobre los usos y costumbres de sus huéspedes y ante la insistencia del francés le respondió que aquel caballero tenía unos extraños hábitos: nunca abandonaba su habitación durante el día; regularmente, salía de la pensión después del atardecer, a eso de las nueve, y raramente regresaba antes de medianoche. Sus horarios, añadió Aziz, le traían sin cuidado mientras pagara su alquiler con puntualidad. Sin embargo le preguntó cortésmente a Jacques si es que había tenido algún problema con él. Éste le contestó que el único motivo de su interés era la impresión misteriosa que causaba y su aspecto de ruso.

Abdel Aziz Suheimy acabó con ese gesto teatral de ignorancia que suelen hacer los egipcios, que consiste en elevar los ojos al cielo y volver las palmas hacia arriba como hiciera el profeta Mahoma ante la visión de Alá el Todopoderoso. Él no se interesaba por los habitantes de su casa; al fin y al cabo todos ellos eran criaturas de Dios, incluso los rusos, que negaban su existencia. Había alojado a otros soviéticos en su casa en muchas ocasiones y jamás le habían dado motivos de queja.

De todos modos, con su pregunta Balouet logró averiguar cuándo Smolitschew solía salir de la pensión. Y además, no le quedó la menor duda de que Suheimy sabía sobre el coronel mucho más de lo que admitía y de que él y Raja también estaban siendo observados. Consecuentemente, toda precaución era poca.

Un día por la tarde se dedicaron como discretos turistas a visitar los lugares típicos de El Cairo. La mezquita de Hassan, donde según la tradición se conservan las reliquias del Profeta y la cabeza de su nieto, no se encontraba lejos de su refugio, como tampoco lo estaba la Mezquita Azul en Sharia Bab el-Visir. Jacques y Raja no regresaron a la pensión antes de que se hiciera de noche, contrariamente a lo que era su costumbre, sino que se quedaron en un lugar desde el que podían observar la tienda de tapices que servía de entrada a la casa de Suheimy.

En las partes en que el estrecho callejón no estaba protegido del sol implacable por lonas grises, el cielo brillaba con un claro color turquesa; por el contrario, sobre la calle ya se había extendido la oscuridad. Las farolas y las lamparillas en las ventanas le daban a la sucia ciudad el aspecto encantado de un fabuloso decorado teatral por el que pululaban los figurantes que, aparentemente, iban de un lado para otro sin ningún plan preestablecido. En el aire se mezclaba el olor de la comida de las cocinas con el dulce perfume de los pastelillos y el aroma áspero del cuero y la lana teñida.