– La gente cuenta maravillas de Kemal…
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En Abu Simbel, la inundación de la presa llevó a violentas discusiones entre técnicos y arqueólogos, que temían que las estatuas de Ramsés pudieran sufrir daños irremediables. En una reunión de urgencia convocada para estudiar las consecuencias de la catástrofe, en la que también se encontraba Kaminski, los participantes llegaron a tal grado de excitación que Cari Theodor Jacobi, el director general de la obra, al que todos llamaban únicamente profesor, señaló la puerta de la sala al sueco Lundholm y al francés Bedeau por temor a que agredieran al arqueólogo egipcio doctor Moukhtar.
Lundholm y Bedeau aceptaron la orden -pues había que obedecerla- maldiciendo y a regañadientes, y el francés, el más duro crítico de Moukhtar y, casi podía decirse, su enemigo mortal, cerró la puerta tras de sí con tal fuerza que hizo temblar las delgadas paredes de la dirección.
El resultado de la discusión, que duró varias horas, fue la orden de que el bombeo del lago formado por la inundación comenzara al día siguiente. El profesor, que en aquel asunto apoyaba plenamente a Lundholm, no quiso asumir la responsabilidad y argumentó que la brecha necesitaba todavía que se vertieran sobre ella cien camiones de tierra, antes de que se pudiera decir si su taponamiento daba resultados positivos. Y no era posible descargarlos en un solo día, ni aunque se trabajara en tres turnos. Por el contrario, Moukhtar defendía la tesis de los arqueólogos, ya conocida, de que si el nivel del agua ascendía como consecuencia de la inundación, aunque sólo fuera por corto tiempo, el agua, gracias a la capilaridad, podía encontrar un camino para llegar hasta el pedestal del coloso y provocar en la arcilla reacciones químicas y la formación de cristales. Con la presión producida por la creación de los cristales, la piedra se iría destruyendo sistemáticamente… y de modo irreparable, lo que subrayó con el dedo índice elevado en el aire.
Afectado por las violentas discusiones entre técnicos y arqueólogos, ese mismo día Arthuí Kaminski comenzó su trabajo que consistía en desmontar por partes el coloso y el templo, numerarlas, cargarlas en los pesados vehículos de transporte y trasladarlas a un lugar donde estuvieran a salvo de las crecidas del Nilo, consecuencia de la edificación de la presa, antes de que empezaran las obras de reconstrucción.
La división en trozos del templo no entraba dentro del campo de acción de Kaminski; se la habían encargado a canteros expertos, los llamados marmolistas, un grupo indómito de italianos que se entendían entre ellos a voces, aun cuando no hubiera necesidad de gritar.
El gran problema con el que se enfrentaba Kaminski era el anclaje de los tirantes con los que debían ser alzados los bloques. La idea original de elevar las distintas partes del templo mediante cables de acero produjo sudores de angustia en los arqueólogos cuando en el primer intento los cables se hundieron en la blanda piedra arenisca y la hicieron saltar en algunas partes. A partir de entonces, la tarea de Kaminski consistió en agujerear desde arriba cada pieza antes de ser cortada de la montaña y, con ayuda de resina sintética, anclar un gancho de acero en la perforación, que debía servir para prender el bloque a la hora de subirlo.
Antes de llegar a eso, sin embargo, Kaminski tuvo que elaborar un plano de cortes exacto, que tuviera en cuenta las diferentes características de cada bloque. Los arqueólogos insistían en que las piezas debían ser del mayor tamaño posible; los marmolistas, por su parte, pedían que fueran lo más reducidas posible porque eso facilitaba su trabajo. Kaminski necesitaba bloques de al menos metro y medio de altura para poder anclar en ellos sus tirantes de acero, dos como mínimo en cada bloque, separados entre sí por metro y medio de distancia por lo menos. Lo que significaba, en muchas ocasiones, un peso demasiado grande.
Dos días completos necesitó Kaminski, así como los arqueólogos Moukhtar y Rogalla, y Sergio Alinardo, el jefe de los marmolistas, para determinar dónde debían hacerse los cortes en los cuatro colosos del templo de Ramsés. Cuando volvieron a reunirse en la mañana del tercer día para continuar su trabajo, se produjo una disputa entre Alinardo y Kaminski. De repente, el italiano expresó su disconformidad con los planos, los cortes decididos eran demasiado grandes y para hacerlos se requería que se trajeran nuevas herramientas y máquinas cortadoras desde Italia.
– ¡Bueno, pues reclamad esas herramientas! -gritó Kaminski con la mayor agitación.
Alinardo colocó su antebrazo sobre los ojos, en parte para protegerse del sol y en parte también para dar a su actitud un aire amenazador.
– ¿Sabes, tío, lo que eso significa, eh? Hasta que lleguen habrán pasado tres meses.
– ¡Vaya, conque tres meses -ironizó Kaminski-, no me hagas reír! En tres meses nosotros transportamos a China una central eléctrica completa.
– ¿Quiénes son esos nosotros? -replicó Alinardo.
– ¡Nosotros los alemanes! -fue la respuesta airada de Kaminski-. Eso es algo que deberíais aprender los italianos. Nada de siestas. Laborare, laborare, ¿comprendes?
Un hombre de carácter excitable como Sergio Alinardo no estaba dispuesto a dejar que le hablaran así.
– ¿Estás diciendo que los italianos somos vagos? ¡Pero bien que nos necesitáis para que hagamos vuestros trabajos más duros en Alemania!
Antes de que Kaminski pudiera responder y sin dar tiempo a intervenir a Moukhtar o a Rogalla, el italiano le dio a Kaminski un empujón en el pecho que lo tiró al suelo.
Kaminski sufrió una caída desgraciada y se golpeó la cabeza contra el pedestal de uno de los colosos y durante un momento se quedó inmóvil como si hubiera perdido el conocimiento. Cuando Rogalla quiso acercarse para ayudarle, volvió a abrir los ojos y dijo en voz baja:
– Todo está en orden. No ha pasado nada.
Alinardo se dio la vuelta, escupió en el suelo y desapareció.
Kaminski le lanzó una palabrota que ni Rogalla ni Moukhtar entendieron. Al tocarse la parte de atrás de la cabeza vio que la mano se le llenaba de sangre.
Rogalla le miró la herida y le comentó preocupado:
– Creo que debería ir a ver al médico. No es conveniente pasear por el desierto con una herida abierta en la cabeza.
Kaminski se presionó con un pañuelo la parte que sangraba, mientras, el doctor Moukhtar hizo señas a un camión que pasaba por allí y seguidamente ayudó a Kaminski a subir a la cabina. El chófer, un sueco, condujo a toda velocidad por la polvorienta carretera hacia la meseta, las oficinas de la dirección de la obra y hasta la planta de transformadores, donde la carretera giraba para dirigirse al hospital.
El centro sanitario era la mayor de las construcciones del campamento, un edificio de dos pisos con bloques transversales que formaban una especie de cruz de San Andrés. Gozaba de gran fama en los alrededores y no era raro que alguna caravana procedente de Sudán se detuviera frente a su puerta para dejar allí a uno de sus hombres, gravemente enfermo, por cuya curación pagaban con un camello, o así querían hacerlo, pues el doctor Heckmann se negaba a aceptar el pago en especie.
Un enfermero vestido de blanco llevó a Kaminski a la sala de curas y poco después apareció en la puerta una médica joven. Su cabello negro y su cutis moreno hicieron que Kaminski creyera que era una mujer del sur, pero la doctora lo sorprendió con su correcto alemán:
– ¿Qué puedo hacer por usted?
Kaminski, que se había sentado en un taburete giratorio, levantó la vista.
– ¿Es usted alemana?
– Me llamo Hornstein, doctora Hella Hornstein. Vengo de Bochum, del Hospital Clínico de esa ciudad.
Kaminski miró los ojos oscuros de la doctora y le hubiera gustado decir: «pero no debe de haber trabajado allí mucho tiempo». Para ser médica era realmente muy joven y, sobre todo, tenía un aspecto excepcionalmente atractivo. Kaminski estuvo a punto de olvidar por qué había venido a Abu Simbel y la promesa que se había hecho a sí mismo de no volver a mirar a una mujer… al menos en los próximos dos o tres años.