Estaba seguro de que Hella no había querido matarlo, quizá sólo dejarlo fuera de combate para llevar a cabo algo que él no debía saber. Arthur se sintió invadido de nuevo por esa enigmática sensación de unión con Hella Hornstein que tanto le fascinaba, una especie de misteriosa relación que lo unía con el pasado y para la que no encontraba explicación.
Instantes como ése se habían acumulado en los días anteriores y su reacción fue siempre la misma; Kaminski deseaba, por encima de todo, encontrarla. Una conversación con ella lo aclararía todo y la momia dejaría de ser un motivo de enfrentamiento entre ellos.
Mike Mahkorn se dio cuenta de que su interlocutor estaba ensimismado en sus pensamientos y durante un rato lo dejó tranquilo, más que nada para no hacerlo enfadar. Su experiencia le decía que resultaba muy difícil hacer que una persona cambiase de opinión una vez que ha dicho que no.
La reacción de Arthur cogió al reportero completamente por sorpresa.
– ¿Y por qué me pregunta a mí? -inquirió Kaminski-. ¿Por qué no interroga a Hella Hornstein?
Mahkorn respondió:
– No sé dónde está la doctora Hornstein, su pista se pierde en Asuán. Es como si se la hubiera tragado la tierra. ¿Tiene usted idea de dónde se puede encontrar?
El ingeniero apartó a un lado el plato y el cubierto del desayuno.
– No -contestó adusto-. Y aunque lo supiese, lo más probable es que no se lo dijera a usted. Mi relación con Hella Hornstein es un asunto privado entre ella y yo.
Sin quererlo, Arthur se había dejado arrastrar a la entrevista. Aunque no se daba cuenta, lo cierto es que estaba conversando con él.
– Yo podría ayudarle a buscar a Hella Hornstein -se ofreció Mahkorn-, en el caso de que usted lo quisiera. Como sabe, los periodistas tenemos nuestros propios medios…
Kaminski prestó atención, había oído hablar mucho de reporteros que lograron encontrar a personas desaparecidas en países extranjeros. Adolf Eichmann, el asesino de judíos, fue localizado por la prensa antes de que los servicios secretos dieran con su pista. Era posible que aquel agudo periodista pudiera ayudarle en la búsqueda de Hella.
Personalmente, Arthur no sabía qué hacer para encontrar a Hella. ¿Debía buscarla en Luxor, en Asuán o tal vez en El Cairo?, ¿situarse en los lugares más concurridos y esperar por si pasaba por allí?, ¿preguntar en los hoteles uno por uno? Kaminski no tenía ningún plan, ni siquiera había pensado en ello. Posiblemente, aquel Mahkorn le llegaba como llovido del cielo.
– Oiga -empezó el ingeniero-, usted está interesado en mi historia.
– Por eso estoy aquí.
– Y yo sólo deseo encontrar a Hella Hornstein; su reportaje me tiene totalmente sin cuidado, pero si el precio que debo pagar para que me ayude a dar con ella es ése, estoy dispuesto a hablar, a condición de…
– ¿A condición de qué?
– … de que usted escriba la verdad, es decir, lo que yo le diga sin hacer ninguna especulación.
Mahkorn le tendió la mano a Kaminski por encima de la mesa.
– ¡De acuerdo!
– ¡De acuerdo! -repitió Arthur.
Naturalmente, éste no pensaba contárselo todo. No le hablaría de su dependencia de Hella, pero ¿por qué no decirle que quiso vender la momia? Las intenciones no pueden ser castigadas penalmente y la historia ya se consideraba probada en autos. A Kaminski no le quedaba más remedio que hacer una confesión pública.
– ¿Quiere usted mucho a esa mujer? -La pregunta de Mahkorn lo devolvió a la realidad.
– Sí, la amo -respondió con seriedad-. Han ocurrido muchas cosas y tengo que hablar con ella.
– ¿Y dónde supone que puede estar? Quiero decir, ¿tiene alguna idea que nos sirva de punto de partida para nuestra búsqueda?
Arthur adelantó el labio inferior y arrugó la frente.
– Hella… la doctora Hornstein se comporta de forma imprevisible en los últimos tiempos. Dice y hace cosas que aparentemente carecen de toda lógica. Algunas veces llegué a pensar que había perdido la razón, sin embargo…
– ¿Sin embargo?…
– Eso es imposible. Compréndalo usted, Hella Hornstein es una persona culta e inteligente. Nunca en mi vida he encontrado otra mujer en la que se unan en tal medida la belleza y la inteligencia.
Mahkorn apoyó los codos sobre la mesa, dejó caer su cuerpo hacia delante y se quedó mirando el mantel lleno de manchas. Se veía que estaba entusiasmado con las apasionadas palabras del ingeniero.
– Eso no tiene nada que ver con la inteligencia -opinó pensativo-. La experiencia dice que es precisamente la gente muy lista la que muestra rasgos esquizofrénicos. Son personas magníficas, jefes y líderes en sus profesiones, pero que en su trato con la familia y fuera del ambiente de su especialidad no pueden ser considerados normales.
Esquizofrenia. La idea le golpeó como un mazazo. Ya había pensado en eso, pero no por Hella. Kaminski había reflexionado sobre su propio comportamiento y cada vez que lo hacía aparecía ante él el rostro grotesco de la momia contraído en una espantosa mueca como lo vio en la enfermería del hospital de Abu Simbel o en la cama cuando ocupó el lugar del cuerpo de Hella. Tal vez lo soñó… o quizá no. En todo caso, no podía negar que había vivido todo eso de un modo u otro. ¿No tenía motivos para pensar que también él sufría alucinaciones?
«Las personas que dudan de su juicio -se dijo-, no son esquizofrénicas, sólo lo son las que afirman que están completamente cuerdas.» Arthur sentía cómo trabajaba su cerebro, cómo su memoria trataba de juntar fragmentos de ideas, de reunir datos que sirvieran para hallar una explicación, pero todos esos pensamientos no hacían más que atormentarle y se sintió tan nervioso y cansado que no pudo avanzar ni un solo paso más en sus reflexiones.
El tren entró en Minia, una fea ciudad industrial capital de provincia. Faltaban aún tres largas horas para llegar a El Cairo. Kaminski y Mahkorn decidieron continuar su conversación en el compartimento.
Mientras tanto, el revisor había vuelto a transformar la cama en un cómodo asiento, en el que ambos se sentaron de cara a la dirección de la marcha.
Esa posición le vino bien a Kaminski, que de ese modo no se sentía observado por el periodista tan directamente como antes. Así, su conversación se desarrolló mientras miraban a través de las ventanillas. El verde de la vegetación y la perezosa corriente del río ejercían un efecto tranquilizador.
Poco a poco, Arthur comenzó a tener cierta confianza en el tenaz reportero. Estaba contento de haberlo encontrado, pues hasta entonces jamás había tenido la posibilidad de hablar con una persona neutral sobre sus problemas con Hella. Aunque Mahkorn era joven, no debía de pasar de los veintiocho años, tenía mucha experiencia y parecía conocer a la gente. Su capacidad de desarrollar una idea y exponerla desde todo los ángulos hizo que Kaminski revisara su opinión sobre él.
Mientras el tren corría hacia el norte ambos tenían la impresión de que la velocidad aumentaba a medida que se acercaban a la capital, el ingeniero comenzó a contarle cómo encontró por casualidad la entrada a la tumba bajo su barraca de trabajo, cómo confió su descubrimiento a la inabordable doctora Hornstein y que con ello se ganó su afecto inesperadamente. Le habló de su pasión y de los acontecimientos inexplicables que había vivido, de las marcas rojas como de quemadura que aparecieron en sus palmas después de haber movido la tapa del sarcófago y del escarabajo verde que cogió de la mano de la momia y que desde entonces estaba en poder de Hella, que lo guardaba con tanto cuidado como a las niñas de sus ojos.
El periodista tomaba notas y de vez en cuando movía la cabeza de un lado a otro cuando el relato de Kaminski le parecía demasiado fantástico o en ocasiones, hasta increíble.
– Ya lo sé -se volvió Arthur-, muchas de las cosas que le estoy contando son difíciles de creer para una persona seria. Es posible que encuentre mi relato un tanto exagerado.