Seguidamente, el-Hadid quitó la sábana que cubría el cuerpo embalsamado. Un grito contenido recorrió las filas de los observadores y relampaguearon los flashes. Allí estaba la momia de la reina envuelta en vendas de color pardo amarillento, los brazos cruzados sobre el pecho y las cuencas de los ojos sin vida fijas en el techo.
Transcurrió un buen rato hasta que los asistentes, sobre todo los fotógrafos, recobraron la tranquilidad, y de nuevo reinó la calma. Sólo entonces se dirigió el catedrático a la mesita con el instrumental. Tomó un escalpelo con la mano derecha y en la izquierda unas pinzas grandes y se acercó a la momia por detrás para quedar de cara al auditorio.
De nuevo brillaron los flashes y el profesor el-Hadid pidió a los periodistas gráficos que dejaran de hacer fotografías durante los minutos siguientes, lo que provocó un fuerte murmullo de protesta por parte de éstos.
Los brazos y parte del pecho de la momia ya estaban libres de vendajes. Se podía deducir del estado del tejido orgánico que aparecía a la vista que no había pasado mucho tiempo desde que se los quitaron. Las vendas bajo los brazos se habían mezclado con los aceites y las resinas y se habían endurecido hasta formar una especie de coraza que parecía estar tallada en madera.
El-Hadid y los egiptólogos habían acordado descubrir completamente el pecho de la momia, pues sospechaban que debía de ser ahí donde encontrarían las pruebas de su identidad. El profesor se sirvió de unas grandes tenazas de acero cromado para sostener levantados los brazos cruzados de la momia.
Con la seguridad de un forense habituado a miles de autopsias, el patólogo realizó con fuerza un corte que partía del cuello hacia abajo. El material era muy firme pese a su porosidad y el catedrático tuvo que insistir varias veces hasta separar la envoltura de resina endurecida. En el auditorio reinaba un silencio total y no se oía ni la respiración de los presentes. Algunos de los observadores que nunca habían presenciado una autopsia y que sólo conocían aquel procedimiento por referencias escritas apartaron la mirada impresionados por su duro realismo.
El profesor el-Hadid practicó varios cortes seguidos en las vendas que quedaban sobre los apuntalados brazos de la momia hasta que Hassan Moukhtar, que observaba de cerca su trabajo, le hizo señas de que no continuara. Sólo muy pocos espectadores se dieron cuenta de la extraordinaria agitación que se reflejaba en el rostro de Moukhtar. El director del museo sí lo notó y dirigió una mirada interrogativa a Rogalla, que se limitó a manifestar su ignorancia sobre el nerviosismo de su colega con un encogimiento de hombros.
El-Hadid se encontraba tan inmerso en su tarea que no vio el objeto dorado de forma ovalada que había aparecido entre las tiesas capas de vendajes. A continuación, Hassan Moukhtar hizo un gesto con la mano y el patólogo se detuvo, pero contrariamente a la expresión de asombro de los egiptólogos, éste parecía gratamente sorprendido. No se había dado cuenta de que aquel metal no podía ser, en ningún caso, un objeto antiguo.
Ante las numerosas exclamaciones de admiración de los asistentes al acto, extrajo la chapa oval de entre las vendas y se la entregó al doctor Moukhtar, que se la puso sobre la palma de la mano. Éste parecía más disgustado que entusiasmado. De nuevo se produjo una tempestad de flashes, que cayó sobre él. Alzó la mano que mantenía vacía y trató de hablar, pero sus palabras se perdieron en el bullicio.
– ¡Señores!… -gritó al excitado público-. ¡Se han alegrado demasiado pronto!
Mientras, le pasó el objeto de metal dorado a Ahmed Abd el-Kadr, quien a su vez se lo entregó a Rogalla con expresión de estar al tanto de lo que ocurría. A los testigos más observadores no se les escapó que este último tuvo que hacer un esfuerzo para no estallar en una carcajada. También él agitó la cabeza desengañado.
– ¡Señores!… -De nuevo el arqueólogo intentó hacerse oír. También el-Hadid pareció entender lo que estaba sucediendo, pues la desilusión se reflejaba en su rostro-. El objeto encontrado no es antiguo, ni una pieza procedente de la época de Ramsés. Se trata de una joya de nuestros días; incluso lleva una inscripción en alfabeto latino y lengua alemana. Pero creo que sobre ello nuestro colega alemán podrá decirles algo más.
Rogalla levantó el medallón oval -eso era en realidadentre el pulgar y el índice y lo mostró a los presentes. De nuevo brillaron los flashes y se oyeron los disparos de las cámaras.
– Es un colgante de nuestra época -explicó Rogalla- y tiene una dedicatoria en alemán: «Ewig Dein. A. K.». Es decir «Tuyo eternamente. A. K.».
Se hizo un silencio de muerte. Moukhtar, el-Kadr y el-Hadid bajaron la mirada humillados. Sólo Rogalla parecía más bien divertido por el inesperado hallazgo.
El periodista inglés que antes había hecho una pregunta fue el primero en recuperar la palabra y se dirigió a Moukhtar con ironía:
– ¿Y qué dice la ciencia de este descubrimiento?
Todos los ojos se posaron sobre el doctor Hassan Moukhtar. Sabía que no podía permitirse una falsa respuesta que lo avergonzara para siempre. Temía que él mismo y el hallazgo de la momia, que hacía ya tiempo que iba unido a su nombre, cayeran en el más espantoso de los ridículos. Durante unos instantes vaciló mientras pensaba si no sería conveniente interrumpir el acto y convocar una conferencia de prensa para el día siguiente en la que informar del incidente. Se dio cuenta de que eso no haría más que empeorar la situación y provocar un escándalo con las más peregrinas especulaciones.
Consecuentemente, mientras el-Hadid continuaba su trabajo e iba separando las vendas capa tras capa, trató de explicar a los periodistas que entre el descubrimiento de la momia y el momento en que fue sacada al exterior transcurrió cierto tiempo durante el que se convirtió en objetivo de traficantes e intermediarios. Él no sabía lo que había ocurrido con la momia mientras tanto, por lo que no podía decir nada sobre el origen del colgante moderno. Aunque tenía cierta sospecha.
Habría sido mejor que Moukhtar no hubiera dicho esa última frase. Los periodistas rodearon al arqueólogo y se produjo una ruidosa discusión, durante la cual pasó inadvertido el descubrimiento por parte del profesor el-Hadid de una quebradiza banda de cuero que rodeaba el tórax del cuerpo momificado y en la que figuraba el nombre de Bent-Anat.
43
Simultáneamente a esos hechos se produjo un extraño incidente en el hotel Ornar Khayyam, que incluso días después dio ocasión a la publicación de una noticia a una columna en el prestigioso diario Al Ahram.
Una señora elegantemente vestida desayunaba en la terraza del hotel. Era la única europea que se había sentido capaz de soportar el intenso calor al aire libre. Los demás huéspedes prefirieron el aire denso, aunque algo más fresco del comedor con sus llamativas ventanas de color amarillo junto al vestíbulo de entrada.
El desayuno en el Ornar Khayyam era una catástrofe, como ocurría en todos los hoteles egipcios. El camarero vestido con una galabiya blanca le ofrecía a cada huésped dos pequeñas raciones de mermelada y un paquetito de mantequilla; únicamente el té era abundante.
En un hotel de El Cairo, una mujer que viaja sola llama la atención y más aún si es atractiva y parece muy segura de sí misma. Entre los clientes se hacían cabalas sobre quién podría ser esa señora y si valdría la pena invitarla a cenar en uno de aquellos restaurantes flotantes anclados a orillas del Nilo.
Aparte del desayuno, la mujer no comía en el hotel. Generalmente abandonaba el Ornar Khayyam por la mañana y cuando regresaba ya tarde el único que advertía su llegada era el conserje de la noche.