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– ¡Ése es mi medallón! -repitió Arthur y golpeó el periódico con la mano abierta.

Mahkorn trató de calmar al ingeniero cuyo comportamiento estaba llamando la atención de algunos clientes del hotel y se lo llevó aparte.

– ¿Entonces A. K. quiere decir Arthur Kaminski?

– ¡Naturalmente! ¿Qué otra cosa si no? -respondió Kaminski-. Lo que no puedo explicarme es cómo el colgante pudo ir a parar a la momia.

El vestíbulo del hotel Semiramis no era el lugar más adecuado para reflexionar. Mientras Mahkorn trataba de convencer al ingeniero de que debían marcharse de allí, su pensamiento se encontraba lejos: intentaba adivinar qué motivos tenía Hella Hornstein y qué quería conseguir con eso, pues no le cabía duda de que ella estaba detrás del asunto. ¿Trataba de humillar a Kaminski, de ponerlo en ridículo o incluso de destruirlo? ¿Le ocultaba él algún hecho que le hubiera dado motivos para vengarse?, le preguntó.

Arthur se limitó a mirar perplejo al periodista, sin dejar de negar con la cabeza.

– ¡No lo sé! -balbuceó desesperado-. ¡No lo sé! No sé nada, de verdad. ¿Qué es lo que le he hecho? Amaba a Hella y creía que ella me correspondía.

– El amor es ciego -replicó Mahkorn-. Una vulgar frase hecha, pero no conozco otra que contenga más verdad.

– ¿Piensa usted que yo le era totalmente indiferente? Oiga, cuando llegué a Abu Simbel me había hecho el firme propósito de mantenerme alejado de las mujeres; tenía mis razones. Pero entonces ella se cruzó en mi camino. Al principio pareció fría e inabordable, pero cuando nos fuimos conociendo mejor demostró ser mucho más apasionada que ninguna de las mujeres que había conocido anteriormente. ¿Cree que todo lo sucedido no son más que suposiciones mías?

– ¡Pero Hella Hornstein trató de asesinarle!

– Eso fue lo que creí en el primer momento porque estaba obsesionado, hoy veo las cosas de modo distinto. Tuvo que haber un motivo para que Hella me pusiera aquella inyección y cuando la encuentre le preguntaré cuál fue. Yo la amo, ¿es que no me comprende?

Naturalmente que Mahkorn lo entendía y sabía también que nada es más difícil que volver a la realidad a un hombree enamorado.

– ¿Sabe una cosa? -observó pensativo el periodista-. Detrás de la palabra «amor» se esconden los más diversos conceptos. Hay algunas especies de insectos en las que la hembra devora al macho después del apareamiento.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Tan sólo que ésa es también una forma de amor. ¡Nosotros no podemos comprenderlo y sin embargo es así!

Con todo, tenían por fin un rastro de Hella Hornstein. No sabían ciertamente dónde ni cuándo dejó el medallón en la momia, pero de lo que no les cabía duda era de que lo había hecho.

Mahkorn propuso visitar el Instituto Patológico, donde el profesor el-Hadid había hecho el extraordinario hallazgo, pero Kaminski se mostró contrario. La visita ofrecía verdaderamente la oportunidad de dar con una pista de Hella, aunque Arthur temía algún encuentro desagradable. No le interesaba toparse con antiguos conocidos de la Joint Venture Abul Simbel. En primer lugar, porque no quería que aludieran a su intento de vender la momia y además, que pensaran que él la había manipulado; por otra parte, el hecho de que Hella dejara el colgante que él le había regalado sobre la momia les daba la ocasión de reírse a su costa.

Finalmente, Mahkorn logró convencerlo de que no le quedaba más remedio que aparecer por allí si quería recuperar su medallón.

Mientras tanto, Bent-Anat había sido devuelta al Museo Egipcio. A la mañana siguiente, poco antes de las diez, Kaminski y el periodista se presentaron en el museo y anunciaron que deseaban hablar con el director.

Solimán, el secretario, trató de librarse de ellos.

– Ahmed Abd el-Kadr se encuentra en una reunión muy importante. Debían de haber oído hablar del descubrimiento de la momia…

– Se trata precisamente de ese asunto -le informó Mahkorn-. Tenemos algo de suma importancia que debemos comunicarle al director en relación con el origen del colgante hallado en la momia.

– Les ruego que esperen -dijo Solimán.

La antesala en el sótano del museo no tenía nada de acogedora. Las oscuras estanterías y los manuscritos cubiertos de polvo causaban la impresión de que uno se hallaba en la secretaría de dirección de un presidio.

Abd el-Kadr apareció en la puerta que estaba frente a ellos y al verlos su rostro se ensombreció. Cuando supo que Mahkorn era periodista adoptó una actitud más que de reserva, de rechazo. No demostró interés por ellos ni les invitó a pasar a su despacho hasta que Kaminski se presentó como el hombre que había descubierto la momia en primer lugar y declaró que las iniciales A. K. que había en el medallón significaban Arthur Kaminski, que ése era su nombre y que él le había regalado aquella joya a la médica del campamento de Abu Simbel, la doctora Hella Hornstein, y que deseaba recuperarla si eso era posible.

Frente a la recargada mesa de despacho del director del museo había dos hombres que Kaminski reconoció de inmediato pese a que se encontraban de espaldas a la puerta: el doctor Hassan Moukhtar y el arqueólogo alemán Itsvan Rogalla. Ambos estaban inclinados sobre un paño blanco que había sobre la mesa. Arthur hubiera preferido dar media vuelta y marcharse; intentó hacerlo, pero Mahkorn lo empujó hacia el interior.

Moukhtar no se sorprendió menos que el ingeniero y su saludo fue notablemente frío. Por el contrario, Rogalla le apretó la mano amigablemente y le preguntó cómo estaba.

– ¡Vaya, los señores ya se conocen! -observó Abd-elKadr irónicamente-. Míster Kaminski tiene que contarnos algo con respecto al medallón. Por favor, señor Kaminski.

Este no se fue por las ramas:

– Lo que tengo que explicar es muy simple: ese colgante es mío. Las letras A. K. que figuran en él son las iniciales de mi nombre. Es un regalo que le hice a la doctora Hornstein hace dos años. Lo que no sabría decirles es cómo fue a parar a la momia.

De momento reinó un helado silencio. Nadie dijo una palabra. El doctor Moukhtar se puso de pie, dio unos pasos hacia la ventana y una vez allí alzó la cabeza.

– ¡Debí imaginármelo! -En su voz había un tono de indignación-. Esa mujerzuela volvía locos a todos los hombrees de Abu Simbel. Iban detrás de ella como perros en celo.

Arthur no pudo contenerse y exclamó con rabia:

– Sobre todo un tal Hassan Moukhtar. ¡Pero sus intentos nunca tuvieron éxito!

El arqueólogo se dio la vuelta. Sus ojos negros brillaban de ira y trató de acercarse a Kaminski. Abd el-Kadr le llamó la atención con unas palabras breves y enérgicas, en árabe. Finalmente, Moukhtar se giró y volvió a su sitio.

– Lo que deseo saber es dónde está Hella Hornstein -dijo Kaminski.

Moukhtar lo miró con furia, pero fue el director del museo quien respondió en su lugar:

– No tenemos la menor idea, míster Kaminski. Yo había creído que usted podía darnos alguna indicación sobre su paradero.

El ingeniero se fijó en la mesa. Ya había visto la tela blanca extendida sobre ella en el momento de entrar en el oscuro despacho, pero sólo ahora reconoció el escarabajo de color verde oscuro que había encima. Desde lejos se parecía como una gota de agua a otra al que había cogido de la mano de la momia en Abu Simbel.

– ¿Qué es eso? -preguntó Arthur a Abd el-Kadr.

El director dirigió a Moukhtar una mirada interrogativa, como si quisiera saber si debía contestar al ingeniero. La actitud del egiptólogo mostraba a las claras que no encontraba ninguna razón para darle explicaciones.

– Lo pregunto -siguió Kaminski- porque yo encontré en la momia otro escarabajo semejante, aunque creo que de un verde aún más brillante.