El-Kadr, Moukhtar y Rogalla se lo quedaron mirando como si no pudieran creer lo que oían.
– Usted ha… -tartamudeó el director y se detuvo sin saber cómo continuar.
La sorpresa de Moukhtar superó incluso el odio que le tenía a Kaminski. De nuevo se sintió poseído por la rabia y sin poderse contener gritó:
– ¿Por qué ha esperado hasta ahora para decirlo? ¿A quién le vendió el escarabajo? ¡Usted… usted es un estafador!
Pese a su furia contra el arqueólogo, Arthur se esforzó en poner en sus labios una sonrisa que parecía decir «¡No puedes ofenderme!» y respondió:
– Hasta ahora no he tenido la ocasión de explicar las circunstancias de mi descubrimiento, puesto que nadie me preguntó por ellas. En cuanto al escarabajo, no lo he vendido, lo he regalado.
– ¿Regalado? -gritaron todos al unísono.
– La doctora Hornstein mostró un especial interés por los objetos que había en la tumba. -Dirigió una mirada al oscuro escarabajo verde de la mesa y continuó-: Era del mismo tamaño y tenía la misma forma. Pero todavía no han contestado a mi pregunta. ¿De dónde procede éste?
– Naturalmente, también de la momia -respondió Ahmed el-Kadr-. Pasó inadvertido entre la agitación producida por el hallazgo del medallón. El-Hadid lo encontró bajo la última capa de vendas, exactamente donde en vida latió el corazón de Bent-Anat. Su descubrimiento no tiene nada de extraño, ni tampoco el lugar donde fue hallado; era una costumbre de la época. Lo único extraordinario es la fórmula grabada en el dorso. -El director del museo le dio la vuelta al amuleto, señaló los caracteres grabados en él y le preguntó a Kaminski-: ¿Hay la misma inscripción en su escarabajo? ¿Puede acordarse?
Kaminski no necesitó reflexionar mucho tiempo.
– No -fue su respuesta-, ésta es totalmente diferente. No entiendo nada de jeroglíficos, pero estoy casi seguro de que la que figura en mi escarabajo no tiene nada en común con ésta. Completamente seguro.
Rogalla intervino en la conversación:
– Eso hace que nuestro interés por esa otra pieza sea aún mayor. ¿Cree probable que la doctora Hornstein conserve todavía el amuleto?
– ¡Sin lugar a dudas! -afirmó Kaminski-. Hella siempre lo llevaba encima, lo consideraba su talismán. Estaba como loca con él. Pero cada vez que le pregunté qué veía de extraordinario en ese objeto y por qué era tan precioso para ella, hacía un gesto evasivo y guardaba silencio.
El-Kadr se sentó detrás de su mesa, observó el oscuro escarabajo que había sobre ella y preguntó sin apartar los ojos de Arthur:
– Hella Hornstein era médica, pero ¿se sentía atraída por la arqueología?
Kaminski alzó los hombros indeciso. Istvan Rogalla respondió por éclass="underline"
– Me llamó la atención observar que la doctora Hornstein mostraba interés en las inscripciones jeroglíficas de los bloques que sacábamos del templo. Recuerdo que en varias ocasiones me consultó sobre algunos que tenían significados complicados. Preguntas muy interesantes a las que ni yo mismo podía responder. Eso me sorprendió pero, naturalmente, en aquellos momentos no pensé demasiado en ello.
– Algunas veces -intervino el ingeniero- la oí pronunciar frases que yo no podía entender. Hablaba en un idioma desconocido para mí. Pero ése es sólo uno de los muchos misterios que la rodean y que la hacen precisamente tan fascinante.
Hassan Moukhtar mostraba su disconformidad con la conversación dejando escapar de vez en cuando el aire por la nariz como una máquina de vapor.
– Ustedes le están concediendo mayor importancia de la que realmente le corresponde -gruñó-. La doctora Hornstein es una mujer como cualquier otra. Debemos dejarlo claro.
– ¿Qué quiere decir la inscripción de este escarabajo?
Arthur no estaba dispuesto a desviarse de su idea, pero ni el-Kadr ni Moukhtar se mostraron proclives a responderle.
Rogalla, al que la situación le resultaba bastante desagradable, carraspeó cortado antes de aclarar:
– Mire, Kaminski, existen descubrimientos que hacen que un científico se sienta perplejo porque no se adaptan al concepto de su disciplina. ¿Cómo podría explicárselo? Usted como ingeniero se encuentra inmune a las sorpresas: sabe que una suma es una suma. Pero en la arqueología no se está a salvo de éstas, como lo prueba esta inscripción para la que hasta ahora no existe un texto comparativo. En tales situaciones, los arqueólogos siempre nos mostramos escépticos y ninguno se atreve a comentar un descubrimiento tan extraordinario.
El periodista había seguido hasta entonces la conversación desde un segundo plano y reafirmado su opinión de que Hella Hornstein provocaba una extraña tensión con efectos distintos: en uno, una pasión ciega; en otros, un odio tan profundo como un abismo.
En esos momentos, Mike Mahkorn se sintió aguijoneado por la explicación de Rogalla. Se movió de un lado a otro en su silla y finalmente le dijo a éste:
– Creo entender lo que quiere decir; sin embargo, ha despertado nuestra curiosidad. ¿Puede traducirnos la inscripción? Quiero decir, sólo leerla, sin ningún comentario, para que nosotros podamos hacernos nuestra propia idea, aunque sea la de unos profanos en la materia.
– «Mi cuerpo ha sido purificado en salitre y refrescado con incienso / he sido bañada totalmente con la leche de la Vaca Hap / todo mal inherente a mi ser está desechado / Tefnut, la hija de Ra lo ha dispuesto todo para mí en los campos de la paz. / Así, cabalgo hacia el oscuro valle para regresar en tres veces mil y dos veces cien años.»
Esas palabras parecieron impresionar menos a Kaminski que al reportero. Tal vez, el primero no entendía plenamente su significado o quizá se sentía agobiado por lo que había oído. Por el contrario, Mahkorn parecía estar muy excitado cuando planteó la siguiente pregunta.
– ¿Creían los egipcios en la reencarnación?
Rogalla y el-Kadr contestaron simultáneamente:
– Sí.
– No.
Ambos se echaron a reír y el arqueólogo alemán añadió:
– Con esto puede ver lo difícil que es contestar a su pregunta.
– No entiendo.
– Bien -comenzó Rogalla para tratar de explicarlo-, si usted interpreta la reencarnación como el proceso por el que un ser humano muere y pasa a vivir otra forma de existencia, entonces los antiguos egipcios sí creían en ella. Pero si entiende por ésta que una reina que murió hace quinientos años hoy esté llevando una nueva vida como simple asalariada, o al revés, en tal caso no creían.
– Si le comprendo correctamente -propuso Mahkorn-, lo que hoy día se entiende por reencarnación era algo ajeno a los egipcios; por ejemplo, la idea de que después de fallecidos podemos revivir en un caballo o en un ave. ¿Es eso?
– La pompa y el culto con que rodeaban la muerte de los suyos es una expresión clara de que no creían que ésta fuera el final de todo. Por el contrario, estaban convencidos de que al fallecer el ser humano volvía a nacer de nuevo y que iba a encontrar otra existencia al otro extremo del mundo. Ésta fue interpretada de manera distinta según los periodos del antiguo Egipto. En la época del faraón Ramsés II, Ka, el protector de los espíritus, daba «vida» a la imagen física ideal del ser humano, y siempre que el cuerpo estuviera protegido contra todo daño; por eso los egipcios embalsamaban y momificaban a sus difuntos. Había además otras formas de continuación de la vida, por ejemplo la del ba, lo que hoy día llamaríamos alma, que después de la muerte ascendía al reino de los dioses.
– Eso está muy bien, pero ninguna de esas dos teorías significa que una persona muerta reciba una nueva vida terrenal, tal y como parece decir el texto que figura en este escarabajo.
– Precisamente -contestó Istvan Rogalla-, y eso es lo que nos deja tan perplejos. En este jeroglífico la difunta afirma que volverá a nacer transcurridos tres veces mil y dos veces cien años, es decir al cabo de 3.200 años.