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La joven sudaba y al mismo tiempo sentía escalofríos. ¡Habían ido a parar, precisamente, a un escondite del KGB! Raja y Balouet se miraron perplejos: ¡no podía ser verdad!

– Naturalmente, cuando ustedes llegaron creí que también habían sido mandados por los comunistas -continuó hablando Abdel Aziz-, pero por lo visto se trataba de un error.

Jacques se acercó con su silla a su anfitrión y habló en voz baja como si temiera que alguien los estuviera escuchando:

– Monsieur Suheimy, le suplico que nos crea. Estamos huyendo de los rusos. Por favor, no nos pregunte por qué. Pero, tal y como están las cosas, queda claro que Smolitschew nos ha hecho caer en una trampa. Nos dijo que también escapaba del KGB y nos prometió unos pasaportes. ¡No teníamos ni idea de que nos estaba engañando!

– Alá los castigará -sentenció el egipcio-. Esos malditos comunistas son como garrapatas que se pegan a la piel de cualquier ser humano.

– ¿Dónde está Smolitschew en estos momentos?

Suheimy señaló con los ojos el piso de arriba.

– Regresó hace media hora. Se ha encontrado con una doctora alemana que estuvo empleada en Abu Simbel. Pero eso es sólo la mitad de la verdad; la otra, es que es una espía del KGB. Se llama Hella Hornstein.

Balouet se levantó de un salto, se acercó a Raja y la cogió de la mano. Intercambiaron las miradas, pero ninguno de los dos se atrevió a decir una palabra. El pasado discurrió ante sus mentes como si fuera una película: el intento de llegar a Sudán en la lancha, la detención en la aldea nubia, la huida en avión hasta Uadi Halfa, el amable capitán en el tren a Jartum… ¿Cuántos de aquellos hechos fueron casuales y cuántos obra del coronel y su gente?

– Smolitschew -dijo la joven en voz baja-, Smolitschew… -afirmó con la cabeza-. Debí haberlo imaginado. No es tan fácil librarse de las garras del KGB.

Su compañero no estaba menos impresionado.

– Hay una cosa que no comprendo -declaró resignado-. Si el coronel Smolitschew verdaderamente estuviera implicado en nuestra búsqueda, le habría sido muy fácil hacer que sus secuaces nos quitaran de en medio.

– La forma en que actúa es típica del KGB -observó Raja, que tenía lágrimas de rabia en los ojos-. Nos está utilizando en algún juego que desconocemos. Sin duda, observó a distancia y durante un tiempo nuestros penosos esfuerzos por escapar; ahora le produce un placer especial ser el protagonista del asunto.

– ¿Eso quiere decir que nuestro encuentro con él en esta casa también fue algo preparado?

– Estoy convencida.

Balouet se dejó caer en la silla. Se encontraba agotado y había perdido todo su valor.

– Sencillamente, no puedo creerlo -repitió una y otra vez moviendo la cabeza y en el mismo tono de desengaño y resignación preguntó a Suheimy:

– ¿De qué conoce a Hella Hornstein?

El hombrecillo regordete sonrió amablemente.

– Ya les he dicho que Abdel Aziz Suheimy tiene muchos amigos. Unos por aquí y otros por allá, casi como el KGB. De Hella Hornstein sé muchas cosas más. Es alemana, como ya saben; estudiaba medicina en Berlín Oriental y antes de que cayera el muro pasó a continuar su carrera en la zona occidental. Todo eso fue tramado por su amante, con el que mantenía relaciones desde que sólo tenía dieciséis años, un hombre casado que hubiera podido ser su padre…

– Lo supongo -lo interrumpió Raja-, ése era Smolitschew, que trataba de ganarse sus primeras estrellas en el Berlín Oriental.

Su anfitrión la miró asombrado.

– ¿Cómo lo sabe, madame?

– Me lo he figurado.

Raja intentó salir de la situación con un airoso regate.

– Las relaciones íntimas entre ellos habían terminado cuando Hella Hornstein, que ya era licenciada en medicina, se vino a Egipto. Durante todo ese tiempo siguió trabajando para el servicio secreto, pero entonces debió de ocurrir algo que originó un conflicto entre ambos. Mi amigo Ismaíl, que escuchó cierta conversación en el café Esbekija, me informó de que se habían insultado mutuamente y que se colmaron de reproches. Smolitschew la llamó pendón, un calificativo que, ¡por las barbas del Profeta!, dicho sea entre paréntesis, puede aplicarse a cualquier mujer comunista. También la amenazó con hacerla desaparecer si no cesaba en sus escapadas. Se separaron furiosos.

– ¿Qué quiso decir el coronel Smolitschew con escapadas? -preguntó Jacques.

Suheimy no respondió y Balouet siguió sentado incapaz de encontrar una salida a la nueva situación. La joven tenía miedo de volver a su cuarto. ¿Quién podía saber los planes que Smolitschew tenía para ellos?

– No debí haberlo hecho -comenzó a lamentarse Abdel Aziz-, tenía que haberme callado. El Corán dice que Alá no ama a quienes con su saber fomentan la corrupción y el envilecimiento en la Tierra. Espero que Alá, el Misericordioso, sabrá perdonarme. ¿Cómo puedo ayudarles?

Ninguno de los dos conocía la respuesta en aquellos momentos. Estaban llenos de dudas y en lo que a Balouet se refería, de nuevo, se encontraba a punto de ceder, de darse por vencido… Y ni siquiera se avergonzaba de tener esos pensamientos.

Raja lo miró de soslayo. Con el tiempo, Jacques había llegado a conocerla lo suficientemente bien para saber lo que pensaba. Cuando él se resignaba a la derrota, en su rostro aparecía una expresión característica. Pero de todos modos, ¿adonde iban a ir en mitad de la noche?

Suheimy sospechaba lo que les estaba pasando por la cabeza y les dijo:

– No se lo impediré, pero si quieren mi consejo creo que será mejor que no dejen mi casa precipitadamente. Smolitschew debe de estar convencido de que ustedes le han creído. Nada es peor que confiar en que el enemigo está dominado. Mañana seguiremos estudiando el asunto. Como ya saben, Abdel Aziz Suheimy tiene muchos amigos.

Aunque la altruista amistad que les demostraba el pintor no les parecía muy digna de fiar, Balouet tampoco encontraba otra salida. Le hizo un gesto a Raja y ella cornprendió perfectamente lo que quería decir.

Nunca jamás, su habitación, iluminada con las dos desnudas bombillas del techo, les había resultado tan fría y poco acogedora como en aquella ocasión. Las paredes de color fueron para ellos, de pronto, igual que los muros de una prisión y el mobiliario les pareció aún más gastado y viejo. Se dejaron caer en la desvencijada cama vestidos tal y como estaban y trataron de dormirse abrazados desconsoladamente.

Ninguno de los dos podía conciliar el sueño ni pensar con claridad y permanecían atentos a cualquier sonido extraño.

Raja se levantó sobresaltada con las primeras luces del alba. Los ruidos que se oían fuera y dentro de la casa no eran los normales de cada amanecer. Jacques se puso a escuchar también con la boca abierta: era algo inusitado. Pese a que estaban convencidos de lo desesperado de su situación, los extraños sonidos no los habían asustado pues sabían que cuando el KGB entraba en acción lo hacía en silencio.

Se oía el crepitar de los transistores por la ventana abierta y el pasillo. Escucharon de todas partes gritos y voces que no podían entender, pero que indicaban claramente una gran agitación y en el interior de la casa sonaban pasos precipitados. ¿Qué estaba ocurriendo?

Balouet vertió un poco de agua en la palangana, con la mano se humedeció el rostro sudoroso y se pasó los dedos por el cabello. Se dispuso a salir y le dijo a Raja que cerrara la puerta cuando él se hubiera marchado. Quería informarse de lo que sucedía.

Entretanto, ella permaneció detrás de los postigos cerrados de la ventana sin lograr enterarse de nada. Al cabo de un corto tiempo regresó Jacques.

– Es la guerra -declaró sin salir todavía de su asombro-. Los israelíes han atacado Egipto, Siria y Jordania. Todos los extranjeros de El Cairo están bajo arresto domiciliario. Smolitschew ha desaparecido con todo su equipaje.