– Me llamo Arthur Kaminski -dijo algo cortado- y tengo mi hogar en Essen… -Se detuvo de repente.
La palabra «hogar», que con tanta facilidad había aparecido en sus labios, ya no existía para él. Había tenido que renunciar a todo por fuerza; se sentía como un outlaw, un marginado, un fuera de la ley. Lo único que aún le quedaba era su profesión y la tarea para la que había sido contratado aquí. Sí, en Abu Simbel sólo podía ganar, porque ya no le quedaba nada que perder.
– He tenido un leve accidente -trató de ocultar lo que verdaderamente le había ocurrido.
La herida le dolía de modo insoportable.
Cuidadosamente, la médica apartó el pañuelo, sujetó la cabeza de Kaminski y contempló la herida.
– ¿Le duele?
– No vale la pena ni comentarlo -mintió Kaminski, pero no pudo evitar contraer el rostro.
Se dio cuenta de que estaba tratando de representar el papel de hombre duro, una conducta que solía mostrar frente a las mujeres que le gustaban. En esos instantes disfrutaba del roce de los dedos de la doctora y sentía cada una de sus yemas sobre la piel de la cabeza.
– Hay que coser la herida -dijo la doctora Hornstein con frialdad, y Kaminski tuvo la sensación de que despertaba de un sueño breve y placentero.
– ¡Ah, vamos, no es necesario! -protestó con decisión-. Un poco de yodo será suficiente.
La médica tomó un espejo de mano que le dio a Kaminski, mientras que colocó un segundo junto a la parte de atrás de su cabeza, donde estaba la herida.
– Mire, fíjese, la herida necesita unos puntos.
– ¿Y si me niego? -preguntó Kaminski airado.
– La cabeza es suya -se echó a reír la médica, y al hacerlo sus ojos brillaron como el sol que en aquellas últimas horas de la mañana se reflejaba en el Nilo-. Yo no puedo obligarle pero…
– ¿Pero?
– La herida se curará como es lógico, pero deberá contar con que en ese lugar no le volverá a crecer el pelo nunca más.
Kaminski se pasó los dedos por el cabello. Aunque hubiera renunciado a las mujeres, la perspectiva de tener un defecto, por pequeño que fuera, le desagradaba. Aún conservaba un poco de vanidad.
– ¿Entonces? -insistió la doctora Hornstein, que le quitó el espejo de la mano. En su voz había un tono de mando, casi masculino, y la simpatía que Kaminski había empezado a sentir hacia ella desapareció de golpe.
– Si me cosen, ¿tendrán que retenerme aquí? -interrogó precavidamente.
La médica reaccionó casi divertida.
– ¿Qué cree usted? ¡Claro que no! Si internáramos a todos los pacientes a los que les damos unos puntos, no tendríamos ni una sola cama libre.
Mientras tanto, había observado al paciente con atención y, sin esperar su respuesta, llamó a un enfermero al que le ordenó que preparara todo lo necesario para coser una herida, incluso una inyección de Xilocaína.
Tozudo, Kaminski se negó a echarse en la camilla de curas. No sabía por qué pero seguía tratando de hacerse el fuerte. La doctora Hornstein parecía dispuesta a aceptar su actitud; le puso la inyección de anestesia local detrás de la oreja derecha, el enfermero le cortó un poco de pelo alrededor de la herida y Kaminski se quedó sentado, como adormilado.
Trató de pensar en otras cosas. Los colosos del templo no se le iban del pensamiento. Aparecían ante sus ojos como gigantes con los que tuviera que luchar en desigual combate, titanes imprevisibles; y aunque se negara a reconocerlo, tenía miedo ante la tarea que le aguardaba.
Un ligero mareo se apoderó de él. La inyección comenzaba a hacer su efecto. El sudor mojaba su espalda. Kaminski se apretó las manos y tensó los músculos de la pantorrilla hasta levantar el pulgar del pie en un esfuerzo por mantenerse despierto, inútilmente. El suelo embaldosado comenzó a oscilar como la cubierta de un buque en una mar movida. Sobre todo no pierdas el conocimiento, se dijo a sí mismo. Temía parecer débil y avergonzarse por ello. ¡Dios mío, esto es algo que puedes resistir! Pero mientras se hablaba de ese modo, sin darse cuenta comenzó a caer lentamente hacia delante y hubiera dado con su cuerpo en el suelo si la doctora Hornstein y el enfermero no lo hubieran sostenido en el último momento. Seguidamente lo arrastraron hacia la camilla de curas que estaba preparada.
Kaminski disfrutó de ese corto camino, desde la silla giratoria hasta la camilla, como si fuera un sueño agradable. Sintió el cuerpo cálido de la médica, los movimientos de su brazo y de sus muslos como una sensación placentera. En la distancia, oyó los comentarios irónicos y en esa semiinconsciencia que envolvía su cabeza apenas si notó en la piel el pinchazo de los puntos. Cuando recobró el conocimiento, minutos después, tenía la cabeza vendada.
4
Ese mismo día Cari Theodor Jacobi, el director general de la obra de Abu Simbel, se reunió en Asuán, 280 kilómetros Nilo arriba, donde había llegado a bordo de un Boelkow 207, con el ministro de Obras Públicas egipcio Kamal Maher y con el director ruso de la presa, Mijaíl Antonov. La reunión tuvo lugar en el viejo hotel Cataract en la pedregosa orilla derecha del Nilo, desde donde se ofrecía la impresionante perspectiva de la isla Elefantina, situada en el centro del río y que en aquel lugar lo obligaba a estrecharse notablemente.
La reunión, que estaba acordada desde hacía ya algún tiempo, adquiría extraordinaria actualidad debido a la invasión de las aguas en Abu Simbel. Jacobi opinaba que el accidente ponía en peligro la fecha 1 de septiembre de 1966 acordada para la inundación. Sin embargo, antes de que pudiera expresar sus reservas, Antonov lo sorprendió al afirmar que la obra de Sadd al-Ali, como los egipcios llamaban a la presa, tenía que ser adelantada al menos tres meses debido a medidas técnicas de ahorro.
– ¿Qué significa eso? -gritó Jacobi, indignado, y con un movimiento nervioso se aseguró las gafas en la nariz, lo que era un signo de sorpresa ante la nueva situación.
Maher, un hombre gordo y calvo que vestía ropas europeas y trataba de ocultar su calvicie bajo un fez rojo, se esforzó en calmar a Jacobi, pero su inglés chapurreado, difícil de entender, producía el efecto contrario.
– Eso significa -farfulló el egipcio- que Sadd al-Ali podrá estar en funcionamiento tres meses antes.
– ¡Pero eso es totalmente imposible! -gritó el alemán, que por lo general tenía un aspecto tranquilo-. ¿Para qué llegamos a acuerdos internacionales si ustedes no los respetan? ¡Pediré la intervención de la Unesco! El plazo estipulado, por el que yo me rijo, dice el 1 de septiembre de 1966 y así se queda. Además, venimos observando desde hace unos días que el nivel del agua crece con mayor rapidez de la que habían previsto sus propios cálculos.
En aquel momento el ruso intervino en la discusión.
– Querrido profesorr -replicó dirigiéndose a Jacobi-, esos cálculos están anticuados, se basaban, como debe comprender, en la creación de un canal de irrigación mediante el cual, durante el periodo de construcción de la presa, pudiéramos evacuar una determinada cantidad de agua a diario. Debe usted comprenderlo.
– La verdad es que no entiendo nada -replicó Jacobi, excitado.
Maher le quitó la respuesta al ruso:
– Antonov opina que si hubiera un canal de irrigación, no sería ningún problema regular la subida de las aguas.
El rostro de Jacobi enrojeció notablemente.
– ¿Pretende usted decir con ello que…?
– Hemos decidido prescindir del canal de irrigación. Inshallah.
– Inshallah.
El alemán golpeó con la mano abierta sobre la mesa, después se levantó ceremoniosamente y con las manos unidas detrás de la espalda se dirigió a la ventana y miró al exterior por las celosías entornadas.