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La joven necesitó un buen rato para darse cuenta de lo que eso significaba. No sabía si la nueva situación debía ser para ellos motivo de alegría o causa de preocupación. Balouet también se sentía confuso ante los acontecimientos.

Unos golpes enérgicos en la puerta alarmaron a la pareja. Abdel Aziz Suheimy apareció en la habitación y con voz excitada les dijo:

– ¡Alá, el Misericordioso, ha escuchado mis plegarias! ¡Se ha ido, el ruso se ha ido!

Levantó el brazo sobre la cabeza como una danzarina y comenzó a bailar de alegría.

Jacques y Raja supieron los antecedentes de la declaración de guerra por Suheimy. El presidente egipcio Abdel Nasser venía siendo presionado desde hacía bastante tiempo por sus Estados hermanos Siria y Jordania para que cerrara el golfo de Aqaba a los buques de Israel. Al hacerlo así, el Estado judío había quedado aislado de sus fuentes de abastecimiento de petróleo en Oriente Próximo y, naturalmente, fue sólo cuestión de tiempo que los israelíes trataran de recuperar esa ruta marítima haciendo uso de la fuerza.

La iniciación de la guerra fue motivo de júbilo para los egipcios. Por todas partes se oían las radios y los televisores que informaban a toda velocidad de las cifras de pérdidas de la aviación enemiga. Ese mismo día fue tomada una gran zona de Galilea y se produjeron ataques aéreos contra Tel Aviv. Quienes creyeron aquellos partes se pusieron a bailar en las calles llenos de júbilo.

Abdel Aziz Suheimy retuvo en su casa a Raja y Balouet y al cabo de sólo tres días les expuso sus dudas sobre la veracidad de la información oficial del gobierno egipcio. Él mismo había escuchado la BBC inglesa a puerta cerrada y según sus noticias las cosas estaban sucediendo de modo muy distinto: los israelíes habían ocupado toda la península del Sinaí. El sur del Líbano y el de Siria también habían sido tomados y las tropas enemigas se encontraban a las puertas de Ammán. Era de temer que los ejércitos de Israel cruzaran el Canal de Suez, y desde El Cairo a Suez sólo había 135 kilómetros. ¡Que Alá protegiera a los egipcios!

Pero el Todopoderoso les volvió la espalda. En sólo seis días todo había acabado. Egipto fue derrotado y la península del Sinaí se convirtió en un depósito de chatarra de los destrozados tanques de Nasser y de las botas que sus soldados perdieron en la huida. El presidente presentó la dimisión. Los extranjeros podían volver a moverse libremente y Jacques y Raja sintieron nuevos ánimos y valor.

46

En los días que siguieron a la ignominiosa derrota de los egipcios, la situación en El Cairo se hizo aún más caótica de lo normal, aunque eso pudiera parecer impensable en una ciudad en la que la confusión y el desorden reinaban cotidianamente. Personas que no se conocían, al encontrarse en la calle, se abrazaban espontáneamente y lloraban y maldecían a los infieles. Muchos, incapaces de reconocer la derrota y de convivir con ella, se suicidaron arrojándose desde torres y puentes. La opinión sobre el presidente Nasser quedó dividida. Unos lo imprecaban y lo culpaban de lo ocurrido, para otros era un mártir y sólo él podía salvarlos.

Durante aquellos días de confusión, Arthur Kaminski y Mike Mahkorn continuaron buscando las huellas que Hella Hornstein había dejado en El Cairo. El periodista estaba convencido de que la relación especial que parecía existir entre la momia de Bent-Anat y Hella se encontraba por encima de una simple atracción sensacionalista. Intuía que entre ambas había una tensión misteriosa y secreta que estaba seguro que acabaría por descargarse de una manera u otra. Pero por mucho que reflexionaba seguía tan lejos de dar con una solución al problema como al principio de sus investigaciones.

Por el contrario, Kaminski no pensaba tanto en las circunstancias que habían llevado a Hella a venerar a la momia, lo consideraba más bien como una de las muchas características de una mujer apasionada y por encima de todo quería volver a verla y aclarar las cosas, la amaba y no estaba dispuesto a renunciar tan fácilmente.

Entre Kaminski y Mahkorn se estableció una buena amistad, durante las horas del toque de queda que se pasaron charlando y bebiendo en el bar del hotel, Arthur, pese a ser el mayor de los dos, sentía más admiración por Mike que a la inversa. Apreciaba en él la fría seguridad en sí mismo, la superioridad con que sabía juzgar, y estaba convencido de que no había nada capaz de sacar de sus casillas a aquel joven, fuerte como un roble, pero que en ocasiones mostraba una sensibilidad que le sorprendía.

Con sus acertadas preguntas, Mahkorn había logrado profundizar en el carácter de Hella; aunque no la conocía personalmente y hablaba de ella como si fuera una vieja amiga. Kaminski seguía sin tener la menor idea sobre las razones que la habían llevado a esconder su medallón en la momia, pero para el periodista aquello tenía un significado especial. No podía decir con seguridad qué buscaba Hella con eso, pero estaba convencido de que perseguía un fin determinado y de que se había esforzado en dejar una señal, En cambio, Arthur tendía a pensar que la joven sólo había intentado burlarse de él y ponerlo en ridículo; Mahkorn estaba seguro de que eso no era así.

Los incidentes políticos que estaban ocurriendo en El Cairo no habían hecho desistir al periodista y a Kaminski de seguir buscando a Hella Hornstein. Cuatro días después del final de la guerra, es decir, el 15 de junio de 1967, entraron en el vestíbulo del hotel Ornar Khayyam, después de haberse informado sin éxito en siete de los hoteles reservados a extranjeros. Arthur llevaba consigo una fotografía de Hella tomada delante del gran templo de Abu Simbel en la que había quedado muy bien; la había hecho al principio de sus relaciones. Habían comprobado por propia experiencia que los conserjes y porteros de los hoteles cairotas recordaban mejor las imágenes que los nombres.

El periodista le presentó la foto al recepcionista, con su típico aire de seguridad que no admitía negativas y le preguntó si aquella señora, una alemana, residía en el hotel.

El conserje, uno de aquellos jóvenes egipcios de la nueva generación, con malos modales, que tratan de hacer carrera por cualquier medio, no se dejó impresionar. Muy tranquilo, se tomó un tiempo provocativamente exagerado para examinar la fotografía. Mahkorn ya estaba a punto de cogerle por la corbata para exigirle una contestación y sacarlo de su afectada y aburrida indiferencia, cuando un caballero de mediana edad, cuya llamativa forma de vestir lo identificaba como norteamericano, se interesó por la foto en el momento en que iba a dejar la llave de su habitación en el mostrador. Con un marcado acento que hizo la palabra casi ininteligible exclamó:

– Congratulations!

Al principio, ninguno de los dos pareció interesarse por el cumplido del hombre al ver la fotografía, pero tuvieron que hacerlo cuando éste se volvió a Mahkorn y le preguntó si aquella mujer era su esposa.

– No -respondió el interpelado y señaló a Kaminski sólo con la intención de librarse del curioso.

– Oh, congratulations! -repitió el americano ante el desagrado de los dos amigos que enseguida se mostraron expectantes cuando aquél continuó-: No hace mucho tiempo la vi desayunando en la terraza del hotel y me quedé impresionado por su belleza. Congratulations! -reincidió.

Mike y Arthur se llevaron aparte al norteamericano. Le mostraron de nuevo la foto y el periodista le preguntó:

– ¿Está usted seguro de que se trata de la misma persona?

Sin pararse a examinar la imagen demasiado tiempo les respondió:

– Hey folks, Ralph Nicolson tiene una vista especial para las mujeres bonitas, desgraciadamente sólo eso, y esa cara es de las que se conservan en la memoria. ¿No es fantástica?

Hasta el propio Mahkorn se quedó tan asombrado con esa afirmación que hizo un gesto de asentimiento y repitió:

– Sí, realmente es fantástica.