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El-Kadr, Moukhtar y Rogalla se miraron entre sí. La declaración del catedrático fue algo totalmente inesperado para todos ellos. Se conocía bien poco sobre Bent-Anat, la esposa de Ramsés II, y desde luego nada en absoluto sobre su fin. La investigación del profesor el-Hadid los colocaba posiblemente sobre la pista de un drama histórico. Ahora se tenía que comparar esos hallazgos con otros para ver qué había de verdad y adonde llevaba ésta. Se trataba de un proyecto cuya realización quizá precisara varios años de difícil trabajo, pero que desde luego parecía muy adecuado para dar fama y prestigio a un investigador.

Pero ¿a quién debía considerarse el verdadero descubridor de la momia? ¿Con cuál de ellos se mantendría unido a lo largo de los años el nombre de Bent-Anat, como el de Howard Cárter lo está para siempre con el de Tutankamón?

Secretamente, todos y cada uno de ellos esperaban serlo:

El-Hadid, porque había dirigido el estudio anatómicopatológico; el-Kadr estaba considerado un gran experto en momias y la de Bent-Anat se guardaba en su museo; Moukhtar, como arqueólogo jefe de Abu Simbel; y Rogalla, porque como especialista en Ramsés II era posiblemente el mejor cualificado para seguir adelante con las nuevas investigaciones.

El respetuoso silencio de aquellos cuatro hombres tenía por lo tanto menos relación con el drama que debió de ocurrir 3.200 años antes que con las posibilidades que creían abiertas para conseguir la fama, lo que en el campo de la arqueología es de tanta importancia, o quizás aún más, como en cualquier otra ciencia.

Las mejores cartas las tenía, de momento, el profesor el-Hadid. Éste pensaba escribir en un plazo breve un trabajo sobre los resultados de su investigación, que sin duda acabaría siendo referencia obligada para muchos colegas. Con ello, muy pronto quedarían olvidados los penosos incidentes que se produjeron al dejar al descubierto el cuerpo de la momia. De los otros tres científicos, sólo tenía una posibilidad de emular o superar la fama de el-Hadid aquel que realizara algún hallazgo relacionado con Bent-Anat que confirmara o desmintiera de modo espectacular los conocimientos aportados por el patólogo.

Rogalla se paseaba nervioso de un lado para otro. Los demás debieron de darse cuenta de que tenía algo en mente que lo inquietaba.

– ¿Su primer comentario? -El-Kadr se dirigió directamente al arqueólogo alemán.

– No sé qué decir. Las conclusiones del reconocimiento de la momia me resultan tan inesperadas y sorprendentes como a usted. Para expresarlo con precaución diré que se trata de algo extraordinario, tal vez único; por otra parte, hay que tener en cuenta también el lugar donde se halló la tumba. A donde quiero ir a parar es que si yo no hubiera visto con mis propios ojos que Bent-Anat estaba enterrada en Abu Simbel, recibiría con desconfianza el informe del profesor, pero ahora nos encontramos frente a dos nociones arqueológicas que quedan fuera de toda norma. Nuestra tarea consistirá en extraer las oportunas conclusiones de estas dos anomalías.

A Moukhtar le desagradó desde el principio la opinión de Rogalla, sobre todo porque el alemán ya había hecho otras objeciones a su aspiración a ser considerado el descubridor de la momia.

– Todo eso no son más que tonterías -musitó furiosodos factores extraordinarios en una investigación están muy lejos de ser una prueba válida para confirmar una teoría. Ni siquiera cabe descartar la posibilidad de que nos estemos enfrentando a una falsificación.

Esa observación tuvo la virtud de hacer que le tocara el turno de encolerizarse a el-Hadid. El profesor, bajo de estatura pero fuerte, se quitó las gafas y se secó el sudor de la frente.

– Moukhtar -exclamó con voz tan fuerte que resonó en la habitación de techo bajo-, ¿cree usted que veinte años de práctica profesional no son suficientes para que pueda llegar a una conclusión válida? He escrito incontables trabajos, muchos de ellos pioneros en el estudio de las momias y en particular en las de los faraones del Imperio Nuevo. Y, hasta ahora, de su parte sólo he recibido comentarios mordaces. ¡Precisamente de usted, que es quien menos ha hecho hasta ahora en el campo de la investigación!

Moukhtar comenzó a alborotar furioso cuando Rogalla, que no podía seguir conteniéndose, aprobó las palabras de el-Hadid con movimientos afirmativos de cabeza y musitando entre dientes «así es, exactamente». Ciego de rabia, apartó a un lado al profesor y antes de marcharse lo llamó «neurótico presuntuoso que necesita llamar siempre la atención» y a Rogalla, asqueroso alemán. Seguidamente se fue dando un portazo.

– Lo siento mucho -se excusó Ahmed Abd el-Kadr, el director del museo-, pero creo que deben disculparlo y achacar lo ocurrido a su nerviosismo. -Y volviéndose expresamente a Rogalla añadió-: Es bastante fácil hacernos perder el control a los egipcios.

48

Jacques Balouet y Raja Kurjanowa sabían por propia experiencia que el servicio secreto soviético vigilaba todas las fronteras egipcias y también los aeropuertos. Tampoco les cabía la menor duda de que sus nombres debían encabezar la lista de las capturas ordenadas por el KGB.

Desde el fin de la guerra de los seis días el coronel Smolitschew no se había dejado ver por la pensión de Suheimy, pero eso no significaba con certeza que los hubiera perdido de vista. Lo creían capaz de las peores encerronas y por si estaban siendo espiados habían ideado un plan para zafarse.

En los últimos días durante sus paseos por la ciudad antigua de El Cairo, tomaron la costumbre de separarse, vagaban sin meta por las calles y regresaban a la pensión a horas distintas para engañar a un posible perseguidor. Balouet había conseguido del aparentemente inofensivo droguero los dos pasaportes con visado por el precio acordado de 750 dólares. Ironía del destino, pagó con el dinero que les había entregado el propio Smolitschew.

Los documentos iban a nombre de Jean y Simone Taine, matrimonio residente en París, y tenían toda la apariencia de ser auténticos. Poco a poco, día tras día, Jacques y Raja fueron entrando en su nueva identidad. Tomaron una habitación bajo su actual nombre en el hotel Central, que en realidad era un abominable albergue en la Sharia el-Bosta, y como les informó Suheimy, apenas era frecuentado por franceses. Allí, sus pasaportes resistieron la primera prueba y no despertaron la menor sospecha ni siquiera en los agentes de policía que examinaban personalmente los documentos de todos los clientes.

Balouet, alias Taine, había reservado billetes de avión para Roma, pues su dinero no daba para más. Lo principal era salir del país, una vez fuera ya verían la forma de seguir adelante.

El vuelo LH 683 a Frankfurt con escala en Roma salía a las diez y media de la mañana. En el amplio vestíbulo del aeropuerto reinaba una gran animación interrumpida tan sólo por los anuncios de los altavoces, que repetían sus comunicados, y que nadie entendía, en árabe, inglés y francés.

Muchos extranjeros parecían tener todavía el miedo de la guerra metido en el cuerpo. La mayoría vivía desde hacía años en Egipto y ahora abandonaba el país con una gran cantidad de equipaje. Las maletas y las cajas se amontonaban en la entrada, lo que permitía hacer un excelente negocio a los mozos de cuerda que trabajaban de modo irregular y sin permiso oficial.

Jacques y Raja se abrieron paso por el vestíbulo hasta la sala de espera anexa donde, después de haber revisado sus billetes y obtenido la tarjeta de embarque, se sentaron en unos modernos bancos de tubo de acero y plástico. Balouet no apartaba la vista de los letreros luminosos que marcaban las entradas a los diferentes vuelos.

Raja buscó la mano de su compañero. Se mantenían en silencio, pero ambos estaban pensando lo mismo: sólo podrían considerarse verdaderamente a salvo una vez que estuvieran a bordo del avión. A partir de entonces, todo iría bien y comenzarían una nueva vida.