Los policías, detrás del recinto de vidrio a prueba de balas, demostraban estar bien entrenados. Los rusos les habían enseñado a mostrarse enérgicos y autoritarios. También habían aprendido otra costumbre: detrás de cada funcionario uniformado se encontraba otro agente vestido de paisano, como un monumento del poder del Estado.
Balouet, que ahora se llamaba oficialmente Kean Taine, trató de dar a su rostro una marcada expresión de indiferencia cuando le ofreció al policía su pasaporte y el de Raja. El agente de aduanas, un egipcio de piel oscura y pelo ensortijado con un delgado bigotito, se sumergió en el estudio de cada uno de los documentos como si estuviera leyendo un sura del Corán.
El corazón de la joven le latía a punto de salírsele del pecho mientras el funcionario observaba las fotos y las comparaba con los rostros que tenía delante. Después dedicó toda su atención a examinar los visados. El policía de paisano muchas veces era en realidad un agente del KGB tomó seguidamente los pasaportes de Raja y de Jacques y los inspeccionó de nuevo, dedicando especial atención a los visados.
Eso duró un tiempo que les pareció interminable. Raja pensó en cómo reaccionaría en el caso de que el severo funcionario se dirigiera a ellos de repente y les dijera «¡Hagan el favor de acompañarme!». Sin duda, sería presa de un ataque de nervios, gritaría y se revolvería con violencia a patadas y puñetazos. No trataría de contenerse, convencida como estaba de que eso sería para ella el final definitivo.
El agente de uniforme comenzó a revisar su agenda en la que figuraban las personas buscadas por la policía, pero por lo visto no se aclaró con el alfabeto y, con la observación franjáis, les devolvió los pasaportes.
Pero Jacques, en vez de seguir adelante, permaneció inmóvil frente a la ventanilla como si hubiera echado raíces en el suelo, como si lo detuviera un imán de fuerza insuperable. Había esperado ese instante con tanta ansiedad, había soportado todos los miedos terribles que acongojan al fugitivo y ahora, al ver que todo había pasado, se quedó petrificado, incapaz de moverse. Quería continuar adelante pero sus piernas no le obedecían.
La conducta de Balouet comenzó a despertar las sospechas del aduanero uniformado, que pareció darse cuenta de que había algo raro en aquel francés, y a través de la ventanilla se dirigió a éclass="underline"
– ¿Monsieur? -Hizo un movimiento con la mano, como si quisiera apartar una mosca pesada, indicándole que siguiera su camino-: ¡Monsieur!
Mike se dio cuenta de inmediato de la situación, se adelantó a Kaminski, que iba delante de él en la fila, y le propinó un empujón a Balouet que le hizo vacilar y casi provocó su caída. La reacción del periodista consiguió que el francés recuperara el dominio de sí mismo. El agente del control de pasaportes hizo un comentario dedicado a Mahkorn sobre la mala educación y la prisa de los turistas.
El avión, un Boeing 707, no estaba completo y necesitó, sin embargo, recorrer toda la pista hasta que, finalmente, se elevó en el aire. Jacques y Raja se sujetaban con fuerza al brazo de su asiento, permanecían en silencio y ni siquiera se atrevían a intercambiar una mirada. Sólo cuando el aparato alcanzó su altura de crucero y bajo ellos el amarillo y el gris del valle del Nilo dejaron paso al brillante azul turquesa del Mediterráneo supieron que lo habían conseguido y llenos de felicidad se abrazaron.
– ¡Triunfamos, triunfamos! -exclamó Raja una y otra vez sin cesar de besar a Jacques, que tuvo que poner freno a su entusiasmo.
El piloto anunciaba por el servicio de megafonía que en esos momentos volaban por encima del extremo occidental de Creta cuando Mike Mahkorn apareció detrás de la pareja.
– Espero que no se haya tomado a mal el empujón en el control de pasaportes.
Jacques cogió la mano del periodista en reconocimiento de su ayuda.
– Todo lo contrario, debo darle las gracias. Se dio cuenta de la situación y reaccionó con rapidez. En aquellos instantes pensé que todo había terminado. Nunca en mi vida he vivido un momento semejante. Ni siquiera Raja notó lo que me pasaba. ¡Es usted un psicólogo, monsieur!
– Soy reportero, como usted, y hemos de conocer un poco de todo. Ya lo dicen de nosotros: un periodista debe saber algo de todo, pero nunca lo suficiente.
– No puede decirse eso en este caso -opinó Raja-. ¡No nos queda más remedio que estarles sumamente agradecidos!
Mike hizo un gesto restándole importancia al asunto.
– Kaminski me ha contado todo lo que han pasado. -Movió la cabeza comprensivo y añadió-: Les deseo lo mejor para el futuro y si puedo serles útil…
– ¡Oh, no! -se defendió Balouet-. ¡Somos nosotros los que estamos en deuda con usted! Si su trabajo le lleva a París vaya a ver a Mauriac, de París Match, es un viejo amigo, él sabrá dónde encontrarme.
Mahkorn le dio las gracias y comentó:
– Creo que han sido injustos con Arthur. Por lo que se ve, verdaderamente no sabía nada de la relación de la doctora Hornstein con el KGB. ¡Fíjense cómo está! -Y señaló el lugar que ocupaba.
Kaminski se encontraba en la penúltima fila de asientos con un vaso de whisky en la mano; ¡emborrachándose!
49
Una vez que Kaminski y Mahkorn regresaron a Alemania, ocurrió algo extraño. De pronto, el ingeniero pareció desinteresarse por el tema e incluso hubo un largo periodo de tiempo en el que Mike lo perdió de vista. Él mismo había dejado de momento el asunto, pero no podía quitárselo de la cabeza.
De repente, un buen día, Arthur apareció inesperadamente en Munich y colmó de reproches al periodista por no haber seguido ocupándose de su historia. Sin embargo, Kaminski no dijo nada sobre dónde había estado y qué había hecho, lo que despertó en Mahkorn cierta desconfianza.
Pese a todo, pronto se pusieron de acuerdo en que debían continuar buscando a Hella.
El número de teléfono que habían conseguido en el hotel Ornar Khayyam era el de una dependencia de la Bayerischen Staatsbibliothek de Munich. La sección de manuscritos e incunables se ubicaba en el piso superior, allí se guardaban 40.000, entre ellos 700 papiros, el más antiguo de los cuales tenía más de cuatro mil años.
Una lúgubre entrada daba acceso al pomposo edificio, muestra del brillante periodo muniqués del reinado de Luis I. Mahkorn, que sólo conocía la institución desde el exterior, hubiera preferido darse la vuelta, tan frío y poco acogedor era su aspecto, pero Kaminski lo empujó hasta un tablero que informaba sobre las distintas secciones, de las cuales la dedicada a los papiros era la más valiosa y secreta.
Sólo los elegidos -éstos eran muy pocos- sabían lo que había detrás de las numerosas puertas y de las cajas de acero con sus enigmáticos tesoros, tan herméticamente cerradas a los visitantes ordinarios como el Arca de la Alianza a los israelitas.
El olor que se extendía por todas las salas era una mezcla de incienso y cera de suelos que parecía destinado a causar mareos y dolores de cabeza a los visitantes o, al menos, a provocar en ellos la necesidad de volver a salir al aire libre y evitar que se quedaran demasiado tiempo.
Junto a la entrada de la sala de lecturas de la sección de papiros, detrás de una mesa modernista de acero y plástico de tan mal gusto como el resto del mobiliario, se sentaba una muchacha de aspecto amable con el pelo largo y oscuro que pidió los documentos de identidad a Kaminski y Mahkorn como condición previa para entrar y anotó sus nombres en una lista.
Estos solicitaron ver al jefe del departamento y la muchacha les señaló una de las puertas laterales en la que había una placa con el nombre de doctora Wurzbach. Las paredes del despacho estaban cubiertas del suelo al techo con estanterías llenas de libros antiguos. En el centro de la habitación había otra mesa, tan fea como la anterior, detrás de la cual se sentaba la doctora Wurzbach, una señora de aspecto severo con una melena no muy larga peinada hacia atrás y gafas negras de hombre que les preguntó con profesional cordialidad qué deseaban.