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– Habíamos acordado apartar temporalmente el asunto -lo acusó-. ¿Por qué continúas espiando mi vida?

– Arthur -comenzó precavidamente Mahkorn, que conocía las explosiones de furia de Kiminski cuando había bebido-, comprendo tu situación. Tampoco las cosas son fáciles para mí. Pero nuestro problema no va a resolverse si enterramos la cabeza en la arena. Soy periodista y ésta es la historia más emocionante e interesante de todas las que he encontrado en mi vida. Le he dedicado un gran esfuerzo. ¿Crees que voy a limitarme a cobrar las dietas?

El ingeniero metió la mano en el bolsillo del pantalón como si buscara dinero.

– ¡Está bien, está bien! -dijo con un exagerado tono amistoso-. ¿Cuánto has gastado en el… caso? -Pronunció la última palabra con un tono de menosprecio-. Yo me hago cargo de las dietas y tú te olvidas del asunto por completo. ¿Está claro?

Mike se dio cuenta de que la aparente tranquilidad de su amigo era fingida. Podía suponer lo que estaba pasando por su cabeza y por esa razón trató de tranquilizarlo.

– Sabes perfectamente que el dinero empleado en el caso no es mío, sino de mi revista y que ellos a cambio esperan un reportaje mío, ¿es que no lo entiendes? Además, me parece más importante que tú acabes por saber exactamente qué es lo que está ocurriendo. Arthur, no se trata de simples sucesos que puedan olvidarse sin más. ¡Y tú lo sabes mejor que yo!

– ¡Fuera! ¡Olvidado! ¡Terminado! -Kaminski golpeó sobre la mesa con la mano abierta-. ¡No puedo seguir oyendo el nombre de Hella Hornstein!

– ¡Eso es una tontería! -Mahkorn comenzó a gritar-. No haces otra cosa más que reprimir tu problema. Quizá lo consigas por unos días o unas semanas, pero Abu Simbel regresará a tu mente y todo empezará de nuevo.

– ¡No puedo volver a oír ese nombre! -repitió.

– ¡Vaya! Apostaría cualquier cosa a que si Hella apareciera ahora mismo por la puerta darías un salto de alegría y olvidarías todo lo que te ha hecho.

Arthur levantó la cabeza, le costaba trabajo ocultar su embriaguez. Mahkorn sintió compasión por él.

– Tienes que acostumbrarte a la idea de que nos encontramos frente a un fenómeno de reencarnación. Hella es, o al menos así lo cree, la reencarnación de la reina Bent-Anat. Los casos como éste no son raros, aunque generalmente no son tan marcados.

– ¿Eso es lo que te ha dicho ese Wenders?

– Sí.

– ¡Magnífico descubrimiento! ¡Yo no tengo nada que ver!

– ¡Pero debes enfrentarte contigo mismo! El profesor Wenders me ha explicado la conducta de Hella: está buscando su existencia anterior, quiere saber lo que ocurrió entonces. En el dorso del escarabajo encontró unas indicaciones, pero no lo bastante claras. Esa es la razón por la que aparece en los lugares donde se guardan textos relacionados con la vida de Bent-Anat. Hella sólo encontrará la paz cuando tenga un conocimiento completo de su vida anterior. Sólo entonces volverá a ser la mujer que tanto significó para ti.

Kaminski estaba echado en el sofá, medio embotado por el alcohol y con la vista fija en sus zapatos como si en ellos estuviera ocurriendo lo más importante del mundo y todo lo demás le tuviera sin cuidado. Su actitud provocó la ira del periodista, su tozudez parecía la de un niño. A Mahkorn le hubiera gustado cogerlo por los hombros y sacudirlo hasta quitarle la borrachera, pero posiblemente eso no hubiera hecho más que empeorar las cosas.

Mientras, Arthur se levantó con dificultad y vacilando se dirigió al pasillo, sacó del armario su equipaje, dos viejas maletas de plástico negro, y empezó a guardar en ellas sus abundantes pertenencias.

– ¿Qué te propones? -preguntó su amigo. -Me largo -replicó Kaminski sin interrumpir su tarea-. Has abusado de mi confianza. ¡Me voy!

Mahkorn no pudo seguir conteniéndose y le gritó furioso:

– ¡Está bien, márchate! ¡Ve a donde quieras pero no vuelvas!

Arthur se detuvo un momento, lo miró y respondió:

– ¡Puedes estar seguro!

Acabó de hacer las maletas, se echó la chaqueta sobre los hombros y se fue. Mike oyó cómo la puerta se cerraba, después todo quedó envuelto en un silencio desagradable.

Al día siguiente Mahkorn se dio cuenta de cómo se había acostumbrado a su presencia y de cuánto había llegado a significar para él. ¿Debía salir en su búsqueda y rogarle que volviera? Eso le pareció tan absurdo como carente de sentido. Conocía la tozudez de Kaminski. Además, no le cabía la menor duda de que regresaría por propia iniciativa.

Pero Mike se equivocó. Arthur no regresó al día siguiente, ni al otro. ¿Se sentía tan defraudado?

Al cabo de cuatro días recibió una llamada telefónica. Era Balouet, que había conseguido un empleo en el París Match, como encargado de los archivos. No era el trabajo soñado, pero al menos le aportaba unos aceptables ingresos que tanto él como Raja necesitaban perentoriamente.

El verdadero motivo de la llamada asustó a Mahkorn, aunque no se tratara de ninguna información que atemorizase. Jacques le comunicó que se había encontrado con Hella Hornstein en circunstancias bastante extrañas. Seguidamente le preguntó dónde estaba Kaminski.

Para no complicar aún más la situación, decidió no hablarle de su discusión con Arthur y se limitó a decirle que, naturalmente, le informaría de su llamada.

La intención de Balouet era indudablemente disculparse por su conducta con el ingeniero y hacerle un favor. Le explicó que se había encontrado con Hella en la estación de metro de Pont Neuf. Él la reconoció de inmediato y se dirigió a ella, pero la doctora mostró una actitud confusa, como si no lo hubiera reconocido e incluso lo amonestó por atreverse a molestar en la calle a una señora desconocida.

Mahkorn le preguntó si no se habría equivocado, pues en París siempre hay cientos de miles de turistas, pero Jacques le aseguró que no. Aun en el caso poco probable de que hubiera otra persona tan parecida a Hella Hornstein, era difícil que una mujer tan pequeña y delicada tuviera una voz tan bronca como la suya y que además mostrara, si uno se fijaba bien, aquella débil cojera, tan peculiar, que la hacía arrastrar la pierna izquierda.

Lo que sí le quedó claro a Balouet era que la doctora no deseaba relacionarse con él. Posiblemente, su historia con el KGB le resultara penosa, observó Jacques, y por eso éste se disculpó diciéndole que debía de haberse equivocado. Después, continuó explicando, él descendió las escaleras del metro, convencido de que seguía observándolo para cerciorarse de que no la seguía. Entonces, él volvió a salir a la calle por otra salida y vio que, en efecto, Hella se había quedado allí y que cuando creyó estar segura continuó su camino. Balouet la siguió a una distancia discreta y observó que descendía por la Rué de Rivoli y entraba en el Louvre.

«¡El Louvre, naturalmente! ¡Debí imaginármelo! En ese museo se encuentra la mayor colección del antiguo Egipto de toda Europa. ¿Dónde, si no allí, podrían encontrarse más indicios sobre la vida de la reina Bent-Anat?», reflexionó el alemán.

Mike Mahkorn no se lo pensó demasiado y reservó un billete para el próximo vuelo a París. Estaba seguro de que en esa ciudad daría un paso más en la solución del problema. Además, París era una ciudad que le encantaba, como a todos los periodistas.

52

El hotel Danton, situado en la calle del mismo nombre, se encontraba en Saint Germain. Una de sus ventajas era que entraba dentro del límite de las dietas de Mahkorn; otra, que desde allí tenía fácil acceso a todos sus objetivos probables en la ciudad, a pie o en el metro desde la estación Saint Michel.

El periodista confiaba en encontrar a Hella en París. Estaba decidido a confrontarla con la teoría de la reencarnación del profesor Wenders. No estaba dispuesto a aceptar un rechazo ni a dejarse confundir. Era demasiado profesional, y conocía a fondo su trabajo y disponía de material suficiente para hacerla hablar. La entrevista supondría la coronación final de su reportaje.