La primera noche tras su llegada, Mahkorn se encontró con Jacques Balouet y Raja Kurjanowa en un pequeño restaurante situado a dos calles de su hotel. Les sirvieron pescado, la mayoría con nombres que Mike jamás había oído. Ella seguía haciéndose llamar Simone Taine. Parecían felices. Se notaba que se habían librado del peso de su antigua pertenencia al KGB. Se sentían libres y disfrutaban plenamente de ello, aunque sin descuidar la atención. Sin embargo, aún seguía existiendo en ellos un resto de aquella desconfianza que los había acompañado durante tantos años.
Aquella noche, Mike no tuvo más remedio que confesarles que había perdido de vista a Kaminski. Balouet volvió a insistir en su idea de que Kaminski también fue un espía y que les tendió una trampa. Mahkorn trató de probarles que eso no era cierto y que el ingeniero, en todos los años que estuvo en Abu Simbel, sólo había tenido otro pensamiento aparte de su trabajo: Hella Hornstein.
En lo que se refería a la búsqueda de ésta, a Jacques no se le ocurrió otra idea más que vigilar el museo del Louvre durante varios días seguidos, una tarea difícilmente practicable, entre otras cosas porque tenía diferentes entradas. En vista de eso, Mahkorn decidió seguir otro camino.
Visitó el departamento egipcio del Louvre y le mostró a cada uno de los vigilantes de las distintas salas una fotografía de Hella y les preguntó si la habían visto por allí en los últimos días. Después de unos veinte intentos con resultado negativo, el periodista desistió.
Finalmente, Mike se encontró con el director del departamento, Fierre Ledoux, y le dijo la verdad. No había ninguna razón para falsear la historia o para silenciar los motivos de su investigación. El profesor, un seguidor de las ciencias ocultas, se mostró interesado.
– ¿Una reencarnación de la reina Bent-Anat?
Ledoux pronunció la frase como si cada palabra se derritiera golosamente en su boca. El asunto le pareció atractivo.
– ¿Cómo puedo ayudarle?
– Es muy fácil -respondió Mahkorn-, ¿existe en su departamento algún objeto o documento que esté en relación con Bent-Anat o que informe de su vida?
Ledoux, un francés ladino con el pelo aceitoso, se rascó reflexivamente la cabeza.
– Espere, monsieur…, Bent-Anat…
Repasó mentalmente las existencias del departamento egipcio sin encontrar nada que le recordara su nombre.
– Como usted debe saber -dijo excusándose-, esa reina no es una personalidad de auténtica relevancia histórica. Incluso Nefertari, la esposa principal de Ramsés II, que aparece en muchos documentos, es de una importancia secundaria para la egiptología.
– Lo sé -respondió Mike Mahkorn-, pero en el caso que le he contado Bent-Anat es vital. ¿Está usted seguro de que en este gigantesco museo no hay nada que se refiera a ella?
Ledoux afirmó con un gesto.
– Totalmente seguro.
La forma en que le respondió despertó la desconfianza del periodista. De acuerdo con sus experiencias, la doctora Hornstein era una mujer astuta e inteligente. ¿Podía desechar la posibilidad de que Hella Hornstein se hubiese ganado la confianza de Ledoux y hubiese comprado su silencio con concesiones especiales? Hasta ahora, Hella no había cometido el menor error en la búsqueda de indicios y detalles sobre la vida de Bent-Anat.
Por otra parte, existían suficientes rivalidades entre los científicos que podrían justificar una fingida ignorancia por parte de Ledoux. Mike no le creía y sobre todo no se dejó desanimar por sus declaraciones y así se lo demostró claramente con esta inesperada pregunta:
– Dígame, profesor, ¿cuántos arqueólogos trabajan actualmente en el Louvre, quiero decir, expertos en egiptología?
– Aparte de mí, otros tres -respondió el profesor Ledoux-, si quiere se los puedo presentar.
Mahkorn rehusó dando las gracias. Si el profesor tuviera algo que ocultar habría silenciado a sus colaboradores. En vista de eso, agradeció su amabilidad y salió de la oficina por la antesala.
Las recepcionistas ejercen una mágica fuerza, de atracción sobre los reporteros. Eso se debe menos a sus encantos que al notable poder e influencia de que disponen. Movido por una última esperanza, Mike sacó de su bolsillo la foto de Hella y se la mostró a la secretaria de Ledoux, una señorita sonriente y de aspecto bondadoso, y le preguntó si esa señora había aparecido por allí.
La respuesta fue negativa. La secretaria de Ledoux no podía acordarse.
Mahkorn iba a marcharse cuando el profesor abrió la puerta de su despacho y salió muy excitado.
– Menos mal que no se ha ido, monsieur. Se me acaba de ocurrir algo…
Sin más explicaciones, Pierre Ledoux le hizo una seña para que le siguiera. Nervioso, el director del departamento recorrió las interminables salas del Louvre. Mahkorn tuvo trabajo en seguirlo. Después de subir dos tramos de amplias escaleras, llegaron por fin a una amplia habitación llena de vitrinas a ambos lados.
Durante aquella larga caminata por el interior del museo ninguno de los dos perdió el tiempo en decir una sola palabra y el periodista se dio cuenta de hasta qué punto estaba obsesionado con sus propios pensamientos. Por fin el profesor se detuvo delante de una vitrina entre dos ventanas. Señaló un joyero apenas mayor que una caja de zapatos situado en el centro.
– Creo que esto podría interesarle, monsieur. La cajita de madera y de color ocre estaba decorada con figuras de dioses, mitad hombre y animal, enmarcadas en pequeñas franjas de arabescos.
– Un joyero del periodo de Ramsés II -aclaró el profesor-, no especialmente valioso, pero sí precioso debido a su buen estado de conservación. Sobre todo en lo que se refiere a sus inscripciones. No se sabe exactamente a quién perteneció esta pieza, yo supongo que a alguna de las numerosas esposas de Ramsés II. El relato que usted me ha contado me ha dado una idea.
Mahkorn empezó a dar muestras de inquietud. El profesor llamó a uno de los vigilantes del museo y le dio un encargo. Durante la ausencia de éste, Ledoux no dijo ni una sola palabra. Mantuvo su mirada fija en la caja mientras movía perceptiblemente los labios como si estuviera musitando una plegaria. Mike no se atrevió a molestarlo.
El conserje llegó con una pequeña llave que le entrego. Ledoux abrió la vitrina y señaló la tapa del joyero. En la parte interior se destacaban artísticos jeroglíficos. El director mantuvo su mirada fija en los signos durante vanos minutos. Ni él ni Mahkorn parecieron darse cuenta del interés que mostraba el empleado por lo que hacían.
– ¡Mire aquí! -dijo el profesor de inmediato, señaló uno de los jeroglíficos verticales y, con lentitud, comenzó a leer-: «Yo, la sin nombre, abrazo el ojo de Uzat y me recrearé en la luz. Quiero estar en el ojo de Horus, su vitalizador aroma purificará mi cuerpo. Ungida con el aroma del ojo de Horus seré un espíritu de luz y volverán a unirse los huesos y miembros que me rompió User-maat-RaSetepen-Ra a causa de mi infidelidad».
Mike se sorprendió por lo que Ledoux había deducido de aquellos enmarañados símbolos. Nunca se había visto mezclado en cosas semejantes. Estaba fascinado, aunque, por su parte, no acababa de encontrar sentido al texto.
– ¿Qué significa eso en relación con mi relato?
El profesor repitió en frases más corrientes lo que acababa de leer.
– La cajita -continuó- tiene una historia oscura. Por lo que se sabe llegó a París con los que regresaban de la campaña de Napoleón en Egipto. Al parecer, estuvo con anterioridad en posesión de un campesino de la región de Abu Simbel. Pero ningún investigador, y yo no me excluyo, le atribuye especial importancia al lugar del hallazgo. Se creyó que el joyero se encontró en Abu Simbel, donde había ido a parar, de camino hacia el Valle de los Reyes. Tras su información sobre el descubrimiento de la tumba de Bent-Anat, esta caja y su origen ganan naturalmente mucha más trascendencia.