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En el calor del mediodía brillaban las piedras y por todas partes se oía el agudo canto de las cigarras. El aroma embriagador de las plantas exóticas penetraba a través de las ventanas cerradas. ¡Qué diferencia con el paisaje desértico de Abu Simbel, donde sólo olía a polvo y a arena!

– Debo confesar -reanudó Antonov su charla- que nos hemos engañado en lo que respecta al impulso natural de las aguas, es bastante menor del que se había aceptado. Todos los expertos habían considerado al desierto más sediento, tampoco la evaporación se produce conforme a los cálculos, ni siquiera aproximadamente. Por esa razón el embalse alcanzará su límite al menos tres meses antes de lo que se había previsto.

– ¡En ese caso, pueden ustedes olvidarse de Abu Simbel! No se podrá conseguir.

El ministro se encogió de hombros. La amenaza no pareció impresionarle demasiado.

– Cada día antes de que podamos enlazar las turbinas con la red, la presa nos traerá veinticinco millones de kilovatios más. ¿Sabe usted lo que eso significa para un país pobre como Egipto, profesor? ¡Veinticinco millones de kilovatios!

En ese momento Jacobi perdió su contención y le gritó al egipcio:

– ¿Y sabe usted lo que significaría para la humanidad la inundación prematura de Abu Simbel? Tengo la impresión de que usted pretende hacerse un nombre como aquel Eróstrato, que se hizo famoso hace dos mil trescientos años al incendiar el templo de Efeso, una de las siete maravillas del mundo. ¡No me gustaría estar en su pellejo!

Kamal Maher revolvió con dedos inquietos una verdadera montaña de papeles que había delante de él sobre la mesa Podía verse cómo la furia iba creciendo en él, pero también era clara su incapacidad para reaccionar ante los ataques del alemán.

Tacobi se dio cuenta y continuó insistiendo:

– Es posible que usted gane celebridad debido a unos millones más de kilovatios, pero en menos de cincuenta años su nombre sólo será mencionado como el del culpable de la destrucción de Abu Simbel.

Antonov miró a Maher con aire interrogativo, como si no entendiera lo que quería decir Jacobi. Y, casi excusándose, dijo:

– Yo no hago otra cosa que cumplir con mi deber…

Maher respiró profundamente.

– Usted habla como si precisamente mi intención fuera destruir Abu Simbel -aclaró-. Eso es una insensatez. Pero el presidente Nasser ha decidido la construcción de esta presa para mejorar las estructuras agrícolas de Egipto. El socialismo árabe no puede detenerse a causa de Abu Simbel.

– Eso es algo que nadie pretende -respondió Jacobipero lo que yo sí exijo es que se cumplan los acuerdos y que sean ciertas las cifras que se me ofrezcan. Confío en que sus cálculos, en lo que se refiere a la construcción de la presa, sean más precisos…

– ¡Bromea usted! -le replicó Antonov-. Permítame que le haga una indicación. Lo que discutimos aquí es un período de tiempo de tres meses. En un plazo de dos años, no creo que sea difícil, según mi opinión, recuperar esos tres meses, si es que me permite la observación.

Jacobi se apretó las gafas contra la frente y respondió:

– En circunstancias normales tendría usted razón, Antonov, pero no si se producen complicaciones.

– ¡Razón de más para que no ocurran! Debe procurar que no las haya, ¡usted es el responsable! -Maher señaló a Jacobi con el dedo índice extendido.

Este no se sentía precisamente satisfecho con los acontecimientos.

– Hemos tenido una inundación que significa al menos dos semanas de retraso.

– ¿Una inundación? -Kamal Maher pareció extrañado-. ¿Cómo pudo ocurrir una cosa así?

– ¿Que cómo pudo ocurrir? -repitió el profesor Jacobi con las manos en alto y los ojos en movimiento, como haría un narrador de cuentos en el bazar de una ciudad árabe-. ¿Cómo pudo ocurrir que sus cálculos sobre la evaporación del agua del pantano fueran erróneos?

Maher calló. Tampoco Antonov dijo una palabra.

5

Más tarde, en el avión que lo llevaba de regreso a Abu Simbel, Jacobi reflexionó. Cuando al cabo de una hora de vuelo el morro pardo del Boelkow 207 puso rumbo exacto a occidente, el agua verde del embalse brillaba bajo ellos como lo hacía el sol a punto de desaparecer por el oeste sobre un infinito campo de escombros. Jacobi tuvo que entornar los ojos pese a que había puesto cristales oscuros sobre sus gafas de aumento.

Los dos asientos traseros del pequeño avión no llevaban pasajeros, pero sí estaban ocupados con pesadas cajas de madera y sacos de correos, de modo que el aparato necesitó en Asuán un largo recorrido por la pista antes de poder despegar. Salah Kurosh, el piloto nativo al que todos conocían como el Águila porque era capaz de efectuar en el aire los rizos más espectaculares, podía realizar aquel trayecto dormido, puesto que lo hacía en muchas ocasiones, incluso dos veces diarias, y siempre elegía la ruta sobre el pantano formado por la presa, cuya anchura había crecido ya entre los diez y los veinte kilómetros, pero sin perder nunca de vista las orillas. Volaba bajo, a menos de quinientos pies sobre la superficie del agua, y cuando se encontraba con algún carguero lo saludaba inclinándose sobre una de las alas de la avioneta.

En Asuán, al ocupar su asiento en el avión, Jacobi había decidido firmemente mandar al diablo su empleo. Tenía una misión docente en la Universidad de Hamburgo y no acababa de acostumbrarse a aquella aventura. Pero ahora, mientras la avioneta volaba directamente hacia el brillante sol de poniente y a su alrededor no había más que agua, cielo y desierto, su furia y su desencanto se habían esfumado como un globo que se desinfla y la perspectiva de pasarse todo un curso entre las aulas y el despacho le hizo cambiar de humor.

– Águila -gritó Jacobi sobre el fuerte rugido del aparato-, ¿puedes imaginarte que todo lo que hemos hecho haya sido para nada?

– ¿Qué quiere decir, profesor?

– ¿Puedes hacerte a la idea de que el agua sea más rápida que nosotros?

Kurosh estaba confuso, reflexionó sobre lo que decía el profesor y respondió moviendo la cabeza dubitativamente:

– Jamás en la vida. Creo que todos y cada uno de los que se esfuerzan ahí abajo lo darían todo por salvar el templo, incluso trabajarían en tres turnos. Estoy completamente seguro, profesor.

¡Tres turnos! Jacobi miró directamente al piloto. Si fuera capaz de motivar a su gente a trabajar en tres turnos en vez de en dos, es decir, veinticuatro horas diarias en vez de dieciséis, podrían conseguirlo. Eso significaría, naturalmente, un aumento del personal y, consecuentemente, de los gastos. Pero de momento Jacobi no quería pensar en ello.

El Boelkow 207 perdió altura. La superficie de las aguas, brillante como un espejo, estaba cada vez más cerca. Solo entonces se hizo perceptible la velocidad del vuelo. Y de repente apareció ante ellos el itsmo de Abu Simbel.

Siempre resultaba impresionante el momento en que después de hora y media de vuelo sobre un mar de desierto, aparecía súbitamente lo que desde el aire podía parecer el enorme campamento de unos buscadores de oro: poderosas grúas, enormes excavadoras y todo tipo de máquinas, calles, casas, tiendas de campaña y barracas que se extendían aparentemente sin orden ni concierto. Como era su costumbre, Salah voló desde la orilla del río, muy cerca del templo, donde se alzaban los colosos de Ramsés, y después llevó el avión sobre el gran campamento y lo elevó un poco en una suave curva a la derecha.

Bajo ellos se deslizaron las antenas de la emisora de radio, los depósitos de la planta de suministro de agua y la central eléctrica de la que noche y día se escapaba una nube gaseosa y gris. El piloto redujo gas, inclinó la avioneta en una pronunciada curva a la izquierda y aterrizó dejando tras él una espesa humareda de polvo sobre la pequeña pista en el desierto. El Boelkow se detuvo, por fin, delante de una barraca alargada en cuyo tejado había un par de antenas de radio.