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Sin pensarlo demasiado, reservó una plaza en el avión a Berlín.

La niebla caía sobre el aeropuerto de Tempelhof cuando el Boeing azul y blanco de la Pan Am se posó en una de sus pistas. Era un día frío y desapacible de finales de verano. La Budapester Strasse y el Kurfürstendamm estaban cerrados al tráfico a causa de una nueva manifestación de los estudiantes y el taxista, enfadado, tuvo palabras duras e insultos contra aquellos vagos, como los calificó.

Kaminski percibía todo lo que ocurría a su alrededor envuelto en un velo de irrealidad. Ante sus ojos sólo se mostraba un objetivo: encontrar a Hella y averiguar la verdad sobre su misteriosa misión. Por mucho que se había defendido frente a Mahkorn, negándose a aceptar esa loca hipótesis, lo cierto era que en lo más íntimo de su ser ya hacía tiempo que se venía imponiendo la idea de que Hella era Bent-Anat.

No sabía cuándo la iba a encontrar, pero presentía su presencia. El mismo día de su llegada a la antigua capital alemana, el ingeniero visitó el Museo Egipcio en la Charlottenburger Schlosstrasse donde esperaba encontrar al doctor Stosch. Pero el egiptólogo no estaba allí y tuvo que resignarse a esperar al día siguiente.

Arthur subió las escaleras del museo en busca de la famosa piedra de Hori y fue a dar a una lóbrega estancia, cuyo centro estaba escasamente alumbrado. Bajo una especie de urna de cristal, rodeada de gente maravillada, descubrió el busto de Nofret. «¡Qué hermosa era!», pensó.

Kaminski se incorporó a la fila de los curiosos y dejó que la imperecedera belleza fuera actuando sobre él. El maquillaje, que parecía moderno, sobre un rostro de tres mil años de antigüedad lo llenó de animada excitación. Los ojos de almendra pintados de negro, la boca ligeramente torcida y sensual despertaron en él sentimientos profundos como si el rostro estuviera vivo. La pequeña barbilla y los pómulos salientes, ¿no se parecían a los de Hella Hornstein como dos gotas de agua? Y la nariz recta, regular, con sus pequeñas aletas, ¿no recordaba la gracia de sus encantadoras facciones?

Enseguida se olvidó de la muchedumbre que rodeaba el busto, se sentía seducido por esa cara que parecía un cornpendio de toda la feminidad y lo devoró con los ojos como un mirón. Cambió de lugar para admirar el delicado perfil, el cabello largo y la nuca saliente bajo la capucha azul característica de las reinas. Y al hacerlo, su mirada atravesó el lado opuesto del cristal de la urna y vio otro rostro que era al mismo tiempo muy parecido y muy distinto al de la reina egipcia. Conocía aquella cara, la boca apretada con la leve insinuación de una sonrisa, la nariz regular y los ojos almendrados y oscuros. Su fantasía ya le había gastado malas pasadas en los últimos tiempos; por eso, al principio se negó a aceptar lo que tenía ante sus ojos, como un espejismo. Se resistía a admitir la verdad, tal vez porque no había nada que deseara con más fuerza que el que aquella imagen engañosa fuera real.

El rostro al otro lado seguía inmóvil, pero vuelto hacia él, y no tuvo ninguna duda de que se había dado cuenta de su presencia. Durante unos segundos, los dos pares de ojos se miraron fijamente, como empeñados en un desafío por demostrar quién era el más fuerte, quién podía resistir por más tiempo la mirada del otro; seguidamente, movidos por una orden silenciosa e invisible, ambos se abrieron paso entre la gente que rodeaba el santuario de vidrio y Kaminski fue el primero en recobrar la palabra.

– ¿Tú? -habló por fin cuando estuvieron un poco alejados de la multitud y, vacilante, como si no se atreviera a creer que aquello era cierto, añadió-: ¿Hella?

– Sí -respondió ella-. ¿Qué haces aquí?

Kaminski la cogió por las muñecas. Quiso responder, pero en el momento en que percibió el contacto de su piel una extrema rigidez inmovilizó sus cuerdas vocales y no logró pronunciar ni una palabra. «¿Si supieras cómo te he buscado por todas partes? -hubiera querido decir-, ¿cuánto he hecho por encontrarte…?» Pero permaneció mudo, incapaz de articular un solo sonido.

Los visitantes del museo miraban a Arthur y Hella como si quisieran decirles que aquél no era el lugar más apropiado para sus asuntos sentimentales. La muchacha se dio cuenta y le dijo a Kaminski:

– No podemos seguir aquí. ¡Vamonos!

El ingeniero afirmó con la cabeza…

Llovía con fuerza cuando llegaron al vestíbulo de salida. Los automóviles circulaban por el Spandauer Damm levantando a su paso cascadas de agua. Desde el oeste, llegó un autobús de dos pisos de la línea 54 que se detuvo muy cerca de donde ellos estaban.

– ¡Vamos, sube! -gritó Hella y lo arrastró hacia el vehículo-. Aquí, al menos, estaremos a cubierto de la lluvia.

Ninguno de los dos sabía adonde los llevaría el autobús. En esos momentos les era totalmente indiferente. La joven empujó a Kaminski por la pequeña escalera y lo hizo subir al piso de arriba, donde se encontraron solos.

Sin una palabra, se sentaron uno al lado del otro con la mirada dirigida hacia la calle. Arthur, emocionado, trató de coger la mano de Hella, que se estremeció al sentir su contacto, pero que enseguida la dejó entre la suya. Kaminski movió la cabeza, como si no pudiera creer que fuera cierto lo que le había ocurrido en los últimos minutos. Verdaderamente había ido a buscarla, pero el encuentro fue excesivamente inesperado. Miles de pensamientos cruzaron su cerebro. ¿Cómo iba a comenzar?

– ¡No digas nada! -murmuró Hella entre el ruido del autobús.

En esos momentos ella también parecía sumida en sus pensamientos.

Kaminski se sonrió cortado y a la vez contento de que lo librara de su obligación de decir algo. Su contacto producía una cálida sensación y Arthur, aunque intentó defenderse de ello, se sintió invadido por los infinitos deseos contenidos en los últimos meses. Puso la mano, todavía cogida en la de ella, entre sus muslos; Hella lo dejó hacer, pero el resto de su cuerpo se contrajo en una especie de reacción defensiva.

– La última vez que te acaricié…

– ¡Chist!… -lo interrumpió ella-. Me gusta…

Fue en Asuán, en aquel miserable hotel con las persianas cerradas.

– Lo sé. -Hella mantuvo su mano apretada entre los muslos-. Eso es agua pasada.

– ¿Pasada? -Arthur no entendía. La miró a la cara-. Tienes que explicarme qué ocurrió. ¡Quisiste matarme!

Hella abrió las piernas y la mano de Kaminski quedó suspendida en el aire. Asustado, la retiró. Se sintió molesto por su rechazo y balbuceó:

– ¡Perdona!

La joven se echó a reír con aquella franqueza y cordialidad que él conocía tan bien de tiempos pasados y volvió a coger la mano que él había retirado avergonzado, la colocó de nuevo entre sus muslos y apretó con tanta fuerza que casi le causó dolor.

– No, no quise matarte -dijo ella. Su mirada seguía el tráfico en la calle mojada-. ¿Crees que si lo hubiera querido no habría sabido hacerlo? Sólo quise dejarte fuera de combate durante unos días para buscar un nuevo escondite para la momia, ¿lo entiendes?

Aunque no podía comprender de ningún modo lo que en aquellos días había pasado por su mente, Arthur no se atrevió a preguntárselo. Su mano extendida y aprisionada entre las piernas de Hella lo excitaba demasiado y temió que cualquier pregunta que le hiciera, como, por ejemplo, qué demonios pensaba hacer con la momia o por qué no le había dicho la verdad sobre sus sentimientos, podría llevarla a poner fin a aquella felicidad. Sabía que Hella podía ser implacable y guardó silencio.

– ¿No podemos olvidar todo lo que ha pasado? -comenzó la joven de nuevo.

¿Cómo podría olvidarlo? Abu Simbel había cambiado su vida. Kaminski hizo un gesto afirmativo, pero ausente y, de algún modo, se sintió como un perro bien adiestrado dispuesto a hacer lo que su dueño le ordenara. Eso lo enfureció, sintió rabia contra sí mismo y, en su debilidad, estuvo a punto de perder el control y gritarle a Hella que quién se creía que era, si pensaba que su presencia bastaba para hacer de él lo que quisiera… Pero en ese momento ocurrió algo inesperado que dio al traste con sus intenciones.