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Stella frunció el ceño.

– No quiero ir a la vicaría. Quiero quedarme aquí y ver a Adriana y que Janet me cuente cosas de Darnach.

Meeson le dio unos golpecitos en el hombro.

– No puedes hacer novillos. Y nada de esos juegos de gritos, por favor.

Stella dio un golpe en el suelo, con un pie.

– ¡No iba a gritar ahora! ¡Pero lo haré, si quiero!

– Bueno, yo no lo haría si estuviera en tu lugar -dijo Meeson con sencillez y a continuación, volviéndose hacia Janet, añadió-: ¿Le digo entonces a Miss Ford que irá a verla?

– ¡Oh, sí, desde luego!

La vicaría sólo estaba a unos cien metros después del final del camino de entrada a la casa, cómodamente situada al lado de la iglesia. Había una selva de rosales que casi ocultaban las paredes. Dos niñas pequeñas de pelo rubio miraban la puerta, en espera de Stella, y en cuanto Janet se dio media vuelta un niño de rostro pálido echó a correr para unirse a ellas. Pensó que tenía un aspecto algo desaseado. Había manchas en su jersey gris y un agujero donde unos puntos dados a tiempo habrían evitado que se hiciera tan grande.

9

De regreso en la Casa Ford, Janet subió las escaleras y dobló por el pasillo de la izquierda. Llamó a la puerta situada al final y alguien le invitó a pasar, con una voz que no sonó como si perteneciera a Meeson. Penetró en una habitación en forma de L, donde el sol entraba por dos de las cuatro grandes ventanas.

Adriana Ford estaba en un canapé, en el lugar de la sombra. Unos cojines brocados de color crema le servían como apoyo y la ayudaban a mantenerse incorporada. Llevaba puesta una bata suelta del mismo material, guarnecida con piel de color oscuro. Una colcha verde de terciopelo le cubría hasta la cintura. Janet tuvo que haber visto estas cosas en cuanto entró, porque más tarde las recordó, aunque en aquel momento sólo se dio cuenta de la presencia de Adriana…, la fina piel, muy cuidadosamente maquillada, los grandes ojos, el pelo de corte geométrico de un asombroso rojo oscuro. Era difícil adivinar su edad. Estaba allí Adriana Ford, y su presencia dominaba la habitación.

Janet se acercó al canapé. Una mano larga y pálida tocó la suya y señaló una silla. Se sentó mientras Adriana la observaba. Podría haber sido enervante, pero, por lo que se refería a Janet, si Adriana deseaba observarla, no le importaba. Desde luego, no tenía nada que ocultar. ¿O sí que lo tenía? Ninian atravesó sus pensamientos, agitándolos. El color de su cara se encendió un poco.

Adriana se echó a reír.

– ¡Así que eres algo más que un ratoncillo escocés!

– Espero que sí -dijo Janet.

– ¡Yo también lo espero…! -exclamó Adriana Ford-. Somos un grupo terrible de mujeres. Esa es la conclusión a la que llega una…, empezamos con mujeres y volvemos a ellas. Y soy muy afortunada con Meeson…, era mi modista, ya sabes, así es que podemos disfrutar las dos juntas hablando de los viejos tiempos. No pensaba entonces que tendría que hacer este papel… ¡La Inválida Permanente…! Bueno, esto no te divierte. Star te envió aquí para que cuidaras de su hija. ¿Te ha amenazado ya con una de sus terribles rabietas de gritos?

Janet sonrió ligeramente.

– Sólo grita cuando no puede conseguir lo que quiere.

– ¡Es una norma muy simple! Le he dicho a Star una docena de veces que la niña tendría que ir a la escuela. Es bastante inteligente y ya tiene demasiados años para una niñera como Nanny. Bueno, supongo que ya habrás conocido a todo el mundo. Edna es la mujer más aburrida del mundo, y Geoffrey lo piensa así. Meriel quiere alcanzar la luna y lo más probable es que nunca lo consiga. Somos un grupo extraño y te sentirás contenta cuando puedas dejarnos. Yo misma estaría contenta de poder marcharme, pero estoy aquí permanentemente. ¿Ves a Star con frecuencia?

– De vez en cuando -contestó Janet.

– ¿Y a Ninian?

– No.

– ¿Demasiado ocupada para ver a tus viejos amigos? ¿O se trata sólo de un carácter inconstante? He oído decir que ha alcanzado un buen éxito con ese extraño libro que escribió. ¿Cómo se titulaba…? Nunca nos encontraremos. Nada de dinero, desde luego, y ningún sentido, sino simplemente un destello de genialidad. Todos los chicos inteligentes que estuvieron en la universidad con él le dieron palmaditas en la espalda y le escribieron, y el tercer programa emitió una versión dramatizada que yo no habría escuchado de haber sido cualquier otro el autor. Su segundo libro parece que tiene más material. ¿Lo has leído?

– No -contestó Janet.

Se había prometido a sí misma no hacerlo y le estaba resultando difícil cumplir su propósito. No leer su libro era como una señal y un símbolo de haber logrado apartar a Ninian de su puerta. Desde un rincón de su mente acudió a ella el eco susurrante de la canción de Pierrot:

Ouvre moi ta porte Pour l'amour de Dieu!

Janet fue a recoger a Stella a las doce y media y se encontró con que ella ya había establecido un programa para el resto del día.

– Ahora regresamos a casa y usted me cepilla el pelo y me revisa las manos y me dice que no comprende cómo puedo habérmelas ensuciado tanto, y yo me las lavo, y usted las vuelve a revisar, y después bajamos y comemos. Y después de la comida duermo mi siesta…, sólo si hace buen tiempo lo hago en el jardín, sobre una manta. Usted puede hacer lo mismo si quiere. Tía Edna lo hace, pero Nanny dice que es una costumbre perezosa. Las mantas están en el armario del cuarto de la niñera y siempre tenemos que acordarnos guardarlas en el mismo sitio.

Salieron después de comer, atravesaron un prado verde y cruzaron por una puerta que daba a un jardín con un estanque en el centro. Había un banco de piedra y una glorieta y un seto que el viento acariciaba. Más allá del seto había malvas altas que sobresalían por encima de él, y arriates, llenos de caléndulas y cabezas de dragón, de gladiolos, y una tardía maraña de amarantos y los altos penachos de las varas de oro. En la glorieta había sillas de jardín y un armario lleno de cojines y mantas.

Stella dirigió los preparativos con entusiasmo.

– Tenemos muchos cojines. Puede usted sentarse en el banco y yo colocaré mi manta junto al estanque. Es mi lugar favorito. A veces hay libélulas, y casi siempre hay ranas, pero a Nanny no le preocupan. Y cuando nos hayamos instalado cómodamente, me podrá contar de cuando se perdieron en medio de la niebla.

El sol calentaba y el cielo era azul. Sobre el estanque flotaba una libélula verde, como una llama oscilante. Janet vio estas cosas con los ojos de su cuerpo, pero con los ojos de su mente subió y tropezó en medio de la niebla, entre los guijarros de Darnach Law, con la mano de Ninian apoyada en su hombro, ayudándola a mantener el equilibrio.

La aguda voz de Stella repiqueteó:

– ¿No estaba Star allí?

– No. Tenía un resfriado. Mrs. Rutherford no la dejó salir.

– ¡Qué lástima!

– Ella no lo pensó así. Quedamos empapados. No hay nada que empape tanto como la niebla.

– A Star no le gustaba mojarse -dijo Stella, con una voz somnolienta; después, bostezó y se arrellanó entre los cojines-. A mí sí. A mí me gusta quedar empapada… y llegar a casa… y sentarme al lado de un fuego estupendo… y tomar… té… caliente… -su voz se fue haciendo más débil poco a poco.

Janet la observó y vio cómo se relajaba el rostro, ya dormido, con las mejillas suavemente redondeadas, los labios ligeramente separados y los párpados aún no cerrados del todo. Una vez desaparecida toda aquella incansable energía, tenía el aspecto de ser indefenso. Se preguntó si Stella estaría subiendo en sueños por Darnach Law.