Cuando echó hacia atrás la silla y tomó asiento, sonó el teléfono. Descolgó el receptor y oyó una voz profunda, que dijo:
– ¿Es ahí el número 15 de Montague Mansions?
– Sí, aquí es -contestó.
Era una voz de mujer, aunque lo bastante grave como para haber sido de un hombre. Ahora volvió a hablar.
– ¿Estoy hablando con Miss Maud Silver?
– En efecto. Al habla.
– Supongo que ya habrá recibido mi carta… -siguió diciendo la voz- solicitándole una entrevista… Soy Mrs. Smith.
– Sí, la tengo aquí.
– ¿Cuándo puedo verla?
– Ahora, tengo tiempo libre.
– Entonces, iré a verla en seguida. Supongo que tardaré unos veinte minutos. Hasta ahora.
El otro receptor colgó. Miss Silver hizo lo propio con el suyo. Después tomó la pluma y comenzó a escribir una carta breve, pero severa a su sobrina Gladys.
Ya había avanzado algo en la mucho más agradable tarea de contestar punto por punto la carta de su querida Ethel, cuando sonó el timbre de la puerta, y se vio obligada a dejarla. Un instante después, la fiel Emma Meadows abría la puerta y anunciaba:
– Mrs. Smith.
2
Una mujer de edad avanzada y espaldas encorvadas penetró en la habitación. Tenía un pelo gris y fino bajo un gastado sombrero, con un velo algo extravagante y bastante polvoriento, que colgaba de los bordes con cierto desorden.' A pesar de que reinaba un tiempo casi veraniego, llevaba puesto uno de esos abrigos de piel que disfrazan el conejo original con el nombre de imitación de nutria. Era de corte anticuado y, evidentemente, había sido usado mucho tiempo. Debajo de él había una prenda de vestir de lana parduzca, con un dobladillo irregular. Zapatos negros, con tacones sólidos y bajos y guantes negros rozados por el uso completaban la imagen.
Miss Silver le estrechó la mano e invitó a su visitante a que tomara asiento. Parecía como si a Mrs. Smith le faltara la respiración, y cuando cruzó la sala dejó ver su cojera.
Miss Silver le dio tiempo. Se sentó en la silla situada al otro lado de la chimenea, extendió la mano hacia la bolsa de labores de punto que estaba sobre la pequeña mesa, a la altura del codo, y tomando una madeja de fina lana blanca empezó a calcular el número de puntos que tendría que poner para hacer una camiseta de niño. Era una suerte que tuviera tanta cantidad de esta lana excepcionalmente suave, puesto que los inesperados mellizos de Dorothy exigirían un equipo completo.
En la silla colocada frente a ella, Mrs.
Smith había sacado un gran pañuelo blanco y se estaba abanicando. Su respiración era bastante fatigosa, pero ahora, dejó caer el pañuelo y dijo:
– Le ruego me disculpe. No estoy acostumbrada a subir escaleras.
Su voz era bronca y la forma de hablar abrupta. Se percibía en ella la ligera sospecha de un lejano acento londinense.
Miss Silver había terminado sus cálculos y estaba haciendo punto con rapidez, siguiendo el método continental. Con voz agradable, preguntó:
– ¿Qué puedo hacer por usted?
– Bueno, en realidad no lo sé -contestó Mrs. Smith, que doblaba el borde de su pañuelo-, He venido a verla por un asunto profesional.
– ¿Sí?
– He oído hablar de usted a una amiga… no hace falta decir quién es. De hecho, desde el principio hasta el final de mi asunto, alguien se apresuró a recomendarme a usted.
El hacer punto era algo tan habitual en Miss Silver como una segunda naturaleza, permitiéndole prestar una completa atención a su cliente.
– No importa en absoluto quién la recomendó para que viniera a consultarme -observó-, pero debo advertirle que mi capacidad para ayudarla dependerá en buena medida de si quiere decidirse a ser franca.
La cabeza de Mrs. Smith se alzó de una manera que solía interpretarse como «mosqueo».
– ¡Oh, bueno! Eso dependerá…
– ¿De si usted tiene la impresión de poder confiar en mí? -preguntó Miss Silver, sonriendo-. No puedo ayudarla a menos que sea así. Las cosas a medias son bastante inútiles. Tal y como expresara Lord Tennyson de un modo tan bello: «¡Oh! Confía en mí por completo, o no confíes en absoluto.»
– Eso me parece pedir mucho -observó Mrs. Smith.
– Quizá. Pero tendrá usted que decidirse. En realidad, no ha venido aquí para consultarme, ¿verdad? Ha venido porque le han hablado de mí y porque deseaba saber si podía confiar en mí.
– ¿Qué le hace pensar así?
– Es lo que sucede con la mayor parte de mis clientes. No resulta fácil hablar con una persona extraña sobre asuntos privados.
– De eso se trata precisamente… -dijo Mrs. Smith con energía-. Son asuntos privados. No quisiera que se supiera por ahí que he estado viendo a una detective.
De repente, pareció establecerse una considerable distancia entre ambas. Sin necesidad de pronunciar palabra, ni hacer ningún movimiento, esta persona pequeña con aspecto de institutriz parecía haberse alejado. Con su flequillo curvado, su vestido pasado de moda -cachemira verde oliva-, su broche que imitaba la figura de una rosa con una perla, con sus medias negras de hilo y sus zapatos glacé demasiado pequeños para el pie moderno, podría haber surgido de cualquier álbum de fotografías antiguas. Y con aquella sensación de retirada que produjo, podría estar a punto de volver de nuevo a aquel álbum hipotético. Pero lo más asombroso de todo fue que Mrs. Smith descubrió que no deseaba que se marchara. Antes de saber lo que iba a hacer, se encontró diciendo:
– ¡Oh, bueno! Sé que todo lo que le diga será confidencial y mantenido en absoluto secreto, claro.
– Sí, quedará perfectamente a salvo, entre nosotras dos.
La actitud de Mrs. Smith había cambiado imperceptiblemente, y también su voz. Tenía un tono profundo por naturaleza, pero había desaparecido algo de su brusquedad inicial.
– Bueno, tiene razón -admitió-. Ya sabe… Sólo vine para conocerla un poco. Cuando le cuente la verdadera razón de mi visita, me atrevo a suponer que usted misma comprenderá que lo haya hecho así.
– Y ahora que ya me ha visto, ¿qué sucede?
Mrs. Smith hizo un gesto casi involuntario. Su mano se levantó y cayó a continuación. Fue un pequeño detalle, pero que no concordaba muy bien con el abrigo de piel de conejo, ni con el resto de su indumentaria. Hubiera sido mejor que siguiera abanicándose con el pañuelo. Aquel gesto de ligera gracia estaba fuera de lugar. Se dio cuenta de ellos demasiado tarde, y con mayor acento que antes, dijo:
– ¡Oh! Voy a hacerle una consulta. Sólo que, claro está, resulta un poco difícil empezar.
Miss Silver no dijo nada. Siguió con su labor de punto. Había visto a tantos clientes en esta habitación… algunos de ellos se sentían realmente aterrorizados, otros estaban aturdidos por el pesar, otros en cambio necesitaban amabilidad y palabras tranquilizadoras. Mrs. Smith no parecía encajar en ninguna de aquellas categorías. Tenía su propio plan y su propia forma de llevarlo adelante, eso era evidente. Si hubiera decidido hablar desde el principio, lo habría hecho, y si no se había decidido aún, permanecería en silencio. Repentina y bruscamente, pareció haber tomado la decisión de hablar.
– Mire -dijo-, sucede lo siguiente: tengo la impresión de que alguien está tratando de asesinarme.
No era la primera vez que Miss Silver escuchaba éstas o parecidas palabras. No expresó por tanto ninguna conmoción o incredulidad, pero preguntó con firmeza y serenidad: