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– ¡No…, no! ¡Prométame que no hará eso!

– Bien, de todos modos le haré una taza de té y le traeré una bolsa de agua caliente. Lo tengo todo en el cuarto.

Cuando regresó, cubierta ya con su batín verde, con una bandeja y la bolsa de agua caliente, Edna Ford había dejado de sollozar. Dio las gracias a Janet y se bebió el té. Cuando dejó la taza sobre la bandeja, dijo:

– Estaba trastornada. Espero que no hablará usted de esto.

– Desde luego que no. ¿Se siente ya más caliente?

– Sí, gracias.

Se produjo un largo silencio. Al final, Edna dijo:

– No fue nada. Creí haber escuchado un ruido y bajé. Pero, claro, no había nadie allí. Sólo fue que algo me asustó. Soy un persona bastante nerviosa. Se me ocurrió pensar entonces que había hecho algo muy peligroso al bajar así y tuve entonces un mareo. No me gustaría que nadie lo supiera.

Janet dejó encendida la luz de la mesita de noche y se llevó la bandeja. Cuando regresó por el pasillo hacia su cuarto, Geoffrey Ford estaba cruzando el vestíbulo de abajo. Llevaba puesto el pijama, cubierto por un elegante batín negro y dorado. Janet se apresuró a regresar a su habitación.

15

A la mañana siguiente, Janet dio el desayuno a Stella y la llevó a la vicaría, sin ver a ninguno de los otros habitantes de la casa. Al regresar, estaban todos en el comedor. Edna servía el té y Geoffrey repartía unas pastas, como si no hubiera habido ninguna excursión de medianoche. Edna parecía más ojerosa que de costumbre, pero su actitud no había cambiado. Puso de manifiesto, con cierto nerviosismo, pequeños errores sobre el servicio, se quejó del tiempo y prácticamente de todo. Las tostadas no estaban recién hechas.

– Mrs. Simmons las hace demasiado pronto. Es increíble la cantidad de veces que se tienen que decir las cosas para que se hagan como es debido.

Geoffrey emitió su risa fácil y agradable.

– Quizá, querida, si no lo dijeras tan a menudo…

Edna aún tenía los ojos enrojecidos por el llanto de la noche anterior. Los posó sobre su marido durante un instante.

– Siempre hay cosas que se tienen que decir, Geoffrey.

Él le devolvió la mirada, elegante y de buen humor.

– Bueno, querida, no comprendo por qué tienes que preocuparte tanto. Te estás destrozando y la mayoría de la gente suele tomarse las cosas a su manera. No puedes cambiar la naturaleza humana. Vive y deja vivir…, pero supongo que terminarás por decirme que me guarde mis consejos y te deje hacer lo que quieras. ¿Cuánta gente va a venir mañana a esa fiesta de Adriana?

Meriel sonrió desdeñosamente.

– La mitad del condado, por lo menos. No vamos a poder escuchar lo que dicen los demás y todo el mundo va a terminar por odiar la fiesta como si fuera verano. Pero Adriana habrá representado así su regreso a escena, que es todo lo que importa… ¡para ella!

Mabel Preston quiso saber quién iba a venir.

– En realidad, es para mañana, ¿verdad? ¿Vendrá la duquesa? ¿Se lo pidió Adriana? La vi de lejos una vez, inaugurando un bazar. Tenía un aspecto muy distinguido, pero yo no diría que es bonita. Claro que no se necesita parecerlo si se es duquesa. ¡Dios mío! Creo que no tengo nada ni siquiera medianamente elegante que ponerme. No es que esa gente de la alta sociedad sea siempre elegante… en modo alguno. En cierta ocasión vi a la duquesa de Hochstein en un bazar de caridad y era realmente lo que se puede decir poco elegante. Demasiado corpulenta, ya saben, y muy lejos de la moda. ¡Y era de la realeza!

Janet se dirigió hacia su habitación. Ninian la siguió.

– Hemos perdido el de las nueve y media, pero aún podemos coger el de las diez veintinueve. Será mejor que te des prisa y te arregles.

Se volvió hacia él, con una mirada de enfado en los ojos.

– Ninian, termina de una vez con esto. ¡Es una estupidez!

Él se apoyó sobre la repisa de la chimenea.

– Hacer una expedición seria a la ciudad para alquilar un piso no es la idea que yo tengo de la estupidez.

– ¡No tengo la menor intención de alquilar un piso!

– ¿De veras? Eso es muy interesante. Será mejor que me lo anote por si se me olvida. ¿No crees que me lo estás poniendo un poco difícil? No resulta fácil hacer nada si no te permites tener al menos alguna intención.

– ¡Ninian!

– Está bien, está bien. Si no quieres venir, no vengas, pero no me digas luego que no te lo pedí. Y una vez que haya alquilado el piso' sin ayuda de nadie, no me vengas diciendo que el parquet no es bonito o que no puedes vivir con esas cortinas… eso es todo. Tengo que darme prisa.

Fue aproximadamente media hora después cuando Meriel entró precipitadamente en la habitación. Sus mejillas estaban encendidas en forma desacostumbrada y el tono de su voz mostraba ira.

– Realmente, ¡Adriana es el colmo!

Janet terminó de escribir: «Dos blusas azules… ya no lo resistirán más…»

Meriel dio una patada en el suelo.

– ¿Por qué no me contestas? ¿Qué estás haciendo ahora?

– Me parecía que no había nada que contestar. Estoy haciendo una lista de la ropa de Stella.

– ¿Por qué?

– Star quiere' tenerla.

Meriel echó la cabeza hacia atrás y rió.

– ¡Ropa! ¡No hay forma de librarse de ella! Acabo de venir de la habitación de Adriana, y ¿qué imaginas que está haciendo? Su habitación parece un departamento de ventas… ¡está llena de ropa por todas partes! ¿Y sabes lo que está haciendo con ella? ¡Le está regalando la mayor parte a esa condenada de Mabel!

– ¿Y por qué no iba a hacerlo?

Meriel puso una expresión dramática.

– ¡Porque es ropa en estado perfectamente bueno! ¡Porque podría haberme preguntado a mí si yo quería alguna! Porque lo único que le interesa es jugar a hacerse la grande y conseguir que esa vieja ande dando vueltas a su alrededor diciendo lo maravillosa que es. ¿Sabes que hay allí un abrigo que deseaba tener desde que ella se lo compró? ¡Estaría maravillosa con él! Mabel, en cambio, logra que todo lo que se pone parezca salido de un ropavejero.

– ¿Por qué no le pediste a Adriana que te lo diera?

– ¡Lo hice…, lo hice! ¿Y qué te imaginas que me dijo? Juraría que se lo iba a dar a Mabel, pero cuando se lo pedí, me dijo que no creía poder prescindir de él. Le gustaba ponérselo para salir al jardín, y me dijo que lo dejaría en el guardarropa para tenerlo a mano por si quería salir un rato.

– Bueno, eso parece razonable.

– ¡No lo es…, no lo es! ¡Lo hace por despecho hacia mí! Te aseguro que el otro día se compró un abrigo en la ciudad… con grandes y suaves solapas doradas y marrones. Y éste, en cambio, se adapta mucho más a mí -estilo…, grandes cuadrados negros y blancos con una franja esmeralda. ¡Te digo que es para mí! Pero en cuanto vuelva la espalda, se lo dará a Mabel… ¡Sé que lo hará! A menos que… ¡Oh, Janet! ¿No podrías decirle algo… no podrías detenerla?

– No, creo que no puedo.

– ¡Di que no quieres! No te importa… ¡a nadie le importa!

Janet se controló. Le resultaba difícil mantener con Meriel una conversación de más de cinco minutos sin sentir deseos de zarandearla. Pensó con amargura que sus principios morales debían estar deteriorándose. Hizo un verdadero esfuerzo.

– Mira…, ¿por qué no esperas a que Adriana esté sola y entonces le preguntas tranquilamente por ese abrigo? Si ha dicho que lo quiere conservar, seguramente no se lo habrá dado a Mabel y no te conviene pedírselo ahora. Pero le puedes decir lo mucho que te gusta y que esperas que no se lo dé a nadie.