Выбрать главу

– ¿No tendrá un papel en la nueva obra que vayan a hacer?

– ¡Oh, no! No es lo que le va a ella… Creo que es una obra de Josefa Clark. Oye, esta conversación ya está siendo muy cara. ¡Buenas noches! ¡Y sueña conmigo!

Al día siguiente, la casa adquirió todas las características de las prisas usuales en vísperas de una fiesta. Mrs. Simmons desplegó el temperamento en el que se basa toda gran cocinera, como cualquier otra gran forma de arte. Es triste pensar que la mano que actúa con tanta ligereza sobre las pastas y el soufflé, debe moverse después tan pesadamente por el ámbito de la cocina. Se produce un cierto acaloramiento que, cuando llega a la frente, puede ser considerado como una señal de peligro. Aparece en la voz un tono ante el que hasta el más atrevido de los ayudantes domesticaos se apresura a cumplir la tarea asignada, y ni siquiera sueña con replicar. Simmons, un esposo que había aprendido a ser prudente con los años, sabía que era mejor no comportarse como lo que su esposa habría estigmatizado como estar «debajo del pie». Por eso, regresó a la despensa donde ordenó las botellas y limpió las cocteleras hasta que brillaron como el cristal.

Fue Edna Ford quien precipitó una tormenta que, de otro modo, podría haber sido evitada. Incapaz por naturaleza de dejar que las cosas siguieran su curso, llegó irritada a la cocina en un momento delicado para la elaboración de los pastelillos de queso, que eran el orgullo de Mrs. Simmons. Sin dejarse amilanar por un portentoso ceño fruncido, se lanzó a hablar apresuradamente.

– ¡Oh, Mrs. Simmons! Espero que no esté trabajando demasiado. Miss Ford estaba particularmente ansiosa… Creo que ya lo ha dejado bastante claro… Eso que está haciendo son pastelillos de queso, ¿verdad?

Con un tono de voz que se adaptaba al ceño fruncido, Mrs. Simmons contestó:

– Sí, lo son.

Edna echó hacia atrás un mechón de pelo que le había caído sobre la mejilla.

– ¡Oh, querida! -exclamó-. Creo entender que Miss Ford ha ordenado traer todos los dulces de Ledbury. Sé que estaba muy preocupada porque usted no se viera sobrecargada de trabajo.

Los dedos de Mrs. Simmons se detuvieron en la pasta que estaba amasando.

– Lo que no hemos tenido nunca en esta casa desde que yo estoy en ella son pastelillos de queso comprados. Y le digo una cosa honrada y francamente, Mrs. Ford, si llegan esos pastelillos, me marcho de aquí. Y ahora, si no le importa, seguiré haciendo mi trabajo.

– ¡Oh, no…, no, desde luego que no! Sólo había venido a ver si podía hacer algo para ayudar.

– Nada, excepto dejarme seguir, Mrs. Ford, si no le importa.

Edna trasladó su atención a Mrs. Bell, que estaba limpiando el salón y logró ponerla tan nerviosa que rompió una figura de Dresden, regalo de un archiduque en aquellos lejanos días en que aún existía el Imperio Austro- húngaro.

Después, Mrs. Bell se lamentó de su tragedia.

– ¡Ya está bien de poner los nervios de punta a los demás! Figúrese que llega ella por detrás y dice de pronto: «¡Oh, lleve cuidado!» Y estoy segura de que no hay en el mundo nadie más cuidadosa que yo con la porcelana. Todavía tengo el juego de té de mi tatarabuela, que le regalaron el día de su boda hace cien años, y no se ha roto una sola pieza. Y aún sigo utilizando la sartén que tenía mi abuela.

– Entonces, ya va siendo hora de que se compre una nueva -comentó con rapidez Mrs. Simmons.

Cuando Janet preguntó a Adriana si podía ayudar en algo, le aconsejó que escogiera entre dos males menores.

– Si te ofreces para ayudar a Meriel con las flores, probablemente te pinchará con las tijeras de podar. Si no la ayudas, lo peor que puede llegar a decir es que nadie le echa una mano en nada. Te aconsejaría, pues, que juegues a lo seguro.

Janet pareció sentirse desgraciada.

– ¿Por qué está así?

– ¿Por qué está todo el mundo cómo está?-preguntó Adriana, encogiéndose de hombros-. Puedes reunir todas las respuestas posibles y elegir cualquiera. Está todo escrito en tu frente, o en tu mano, o en las estrellas. O alguien te frustró cuando estabas en la cuna y eso te hizo seguir un camino tortuoso. En realidad, creo que prefiero a Shakespeare:

El error, querido Bruto.

no está en nuestras estrellas.

sino en nosotros, que somos inferiores.

– Claro que lo erróneo con Meriel es que yo nunca he sido capaz de llevármela a un lado y decirle que es una descendiente, románticamente ilegítima, de una casa real. Si me busca demasiado las cosquillas, probablemente algún día le diré lo que es.

– ¡Oh…! -exclamó Janet, conteniendo la respiración porque la puerta situada detrás de Adriana se había abierto de golpe.

Meriel estaba allí, con la cara pálida, los ojos muy abiertos y llameantes. Avanzó despacio, con una mano en el cuello, sin hablar.

Adriana hizo un movimiento de desconcierto.

– Vamos, Meriel…

– ¡Adriana!

– Querida, en realidad no hay ningún motivo para hacer una escena. No sé lo que crees haber escuchado.

La voz de Meriel sonó como un susurro:

– Dijiste que si te buscaba demasiado las cosquillas, probablemente me dirías algún día lo que soy. Pues bien, ¡te pido que me lo digas ahora!

Adriana extendió una mano.

– No hay mucho que decir, querida. Ya te lo he dicho bastantes veces, pero no me quieres creer porque eso no cuadra con tus fantasías románticas.

– ¡Te exijo que me digas la verdad ahora!

Adriana estaba haciendo un esfuerzo poco habitual en ella para controlarse.

– Ya hemos hablado de esto antes -dijo-. Procedes de gente bastante ordinaria. Tus padres murieron y yo dije que me ocuparía de ti. Bueno, pues lo he hecho, ¿no?

– ¡No te creo!-exclamó Meriel, ruborizándose-, ¡No puedo creer que procedo de gente ordinaria! Creo que soy hija tuya y que tú nunca has tenido el coraje para aceptarlo. Si lo hubieras hecho, ¡podría haberte respetado!

– No, no soy tu madre -dijo, con voz muy tranquila-. Si yo hubiera tenido una hija habría sido posesiva con ella. Tienes que creerme cuando te lo digo.

– ¡Pues no te creo! ¡Me estás mintiendo para herirme!-su voz se había elevado, hasta convertirse en un grito-. ¡No te creeré nunca…, nunca…, nunca!

Salió corriendo de la habitación y cerró tras de sí dando un portazo.

Después, con una voz en la que se notaba una rabia fría, Adriana le dijo a Janet:

– Su padre fue un arriero español. Apuñaló a su madre y después se suicidó. La niña tenía unos bonitos y pequeños ojos negros. La recogí… y bastantes problemas he tenido con ella.

Janet permaneció allí, conmocionada y en silencio. Al cabo de un minuto Adriana extendió una mano y la tocó.

– Nunca se lo he dicho a nadie. No hablarás de esto, ¿verdad?

– No -contestó Janet.

17

Durante él camino de regreso a casa, desde la vicaría, Stella estuvo hablando de la fiesta.

– Puedo ponerme el nuevo vestido que Star me compró poco antes de marcharse. Es de un color algo así como amarillo. Me gusta porque no tiene volantes. No me gustan nada los volantes. Miss Page tiene un vestido con volantes… se lo va a poner esta noche. Eso hace que tenga un aspecto como con mucha pelusa, como una muñeca en un árbol de Navidad, sólo que de color negro. Se lo pone y Mrs. Lenton le alza un lado de la falda y dice: «¡Oh, Ellie, pareces un cuadro!» Creo que es bastante tonto decir algo así…, ¿no cree usted? Porque hay muchas clases de cuadros, y algunos de ellos son incluso muy feos.