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– Hace un calor terrible aquí…, puede que eso fuera demasiado para ella. Edna me pidió que abriera una ventana detrás de esas cortinas. Ya hace tiempo de eso. Será mejor que lo haga ahora.

Empezaron a abrirse pasó por entre la multitud.

No habían visto a Mabel Preston entre ellos y la puerta. Cuando se alejaron, Mabel consiguió abrirla y se deslizó al exterior. Aquellas palabras falsas y crueles… ¿Cómo podía una mujer así decir cosas tan terriblemente retorcidas? ¡No eran ciertas!… ¡No podían serlo! ¡Sólo eran fruto del desprecio y la envidia! Pero le latía las sienes y las lágrimas rodaban por sus mejillas, estropeando su maquillaje. No podía regresar, y tampoco podía quedarse allí, esperando que alguien la viera como estaba. Una persona venía desde el vestíbulo…

Empezó a caminar en dirección opuesta, hasta que llegó al final del pasillo y a la puerta de cristal que conducía al jardín. Aire fresco… eso era lo que deseaba, y estar tranquilamente sola consigo misma, hasta que hubiera olvidado las cosas insultantes que había dicho aquella horrible mujer. Pero sería mejor ponerse algo. El vestido negro y amarillo era muy fino. Allí había un guardarropa, junto a la puerta que daba al jardín, y lo primero que vio cuando miró en su interior fue el abrigo que Adriana le iba a regalar… aquel por el que Meriel había armado tanto jaleo. Pero Adriana no se lo iba a dar a Meriel, ¡se lo iba a dar a ella! Allí estaba, colgado con sus grandes cuadros blancos y negros y la raya de color esmeralda que tanto le había gustado. No recordaba haber visto una prenda más elegante que aquélla. Se lo puso y salió a la oscuridad.

El aire parecía fresco, después del calor del interior de la casa. Anduvo sin rumbo fijo, y sin ningún objetivo concreto. Realmente, había bebido demasiado. O quizá fue el salón, que estaba tan caliente, y los insultos de aquella Mrs. Trent. Le había preguntado quién era, porque tenía el aspecto de ser alguien. Mabel Preston sacudió la cabeza. Las miradas inteligentes no lo significan todo. No era una dama. Ninguna dama habría usado unas expresiones tan insultantes. Las palabras terminaron por convertirse en algo borroso y confuso. Cuando trató de decirlas en voz alta, sonaron exactamente como si estuviera borracha. Un salón demasiado caliente y demasiadas copas…, ¡no volvería hasta que no se sintiera bien de nuevo!

Levantó el pestillo de una pequeña puerta y pasó al jardín de flores. Deambulando en la semipenumbra, se dio cuenta de que había llegado a un lugar donde había un estanque y un banco. Un lugar bonito y tranquilo, rodeado de macizos de flores. Se dirigió hacia el banco, se sentó y cerró los ojos.

Se había hecho mucho más oscuro cuando volvió a abrirlos, y al principio no supo dónde se encontraba. Simplemente, se despertó en medio de la oscuridad, rodeada por los macizos negros de flores y el brillo de la luz sobre el agua del estanque. Daba miedo despertarse de ese modo. Se levantó y permaneció un rato de pie, recordando. Había hecho calor…, había tomado demasiadas copas… y aquella Mrs. Trent le había insultado…, pero ahora estaba bien, ya no sentía calor. Era una tontería haberse quedado dormida.

Se dirigió hacia el estanque y permaneció en pie, mirándolo. Sus piernas se pusieron rígidas. Una pequeña luz brillante se acercó, parpadeando a través de uno de los arcos de los macizos. El arco estaba situado detrás de ella a su izquierda. La luz se deslizó sobre el negro y blanco de su abrigo y sobre la raya esmeralda. Acuello le asustó, pero no tuvo tiempo de volverse, ni de gritar.

19

Una vez que el último coche hubo desaparecido por el camino, Sam Bolton lo siguió en dirección a la portería. Era el ayudante del jardinero y había estado sacando los coches. Se había metido ahora en el asunto ilegal de cortejar a Mary Robertson, con quien tenía úna cita que habría sido estrictamente prohibida por el padre de ella, si se hubiera enterado de algo. Mr. Robertson era el jardinero y, además, un autócrata. Como decía Mary, sus ideas sobre la autoridad paterna podían estar cincuenta años atrasadas, pero ella no se hubiera atrevido a desafiarlas abiertamente. El viejo jardinero tenía para su hija designios más altos que los de Sam, sobre quien admitía que era un joven robusto y trabajador, pero «sin muchas ambiciones y no puedes fiarte de un harapiento». Hablaba de una forma que daba pena y no estaba dispuesto a mejorar: había llegado hasta ese punto, quemándose los ojos con la lámpara de aceite durante las noches, en búsqueda de conocimiento. Sam y Mary tenían la costumbre de esperar a que él se marchara al White Hart para beberse una jarra de cerveza y jugar un poco a los dados, antes de pasar una hora juntos, con la connivencia de Mrs. Robertson.

Bajó silbando por el camino y la chica surgió de entre los arbustos para encontrarse con él. Después, cogidos del brazo, regresaron hacia la casa, acortaron por un caminito que salía desde el fondo del prado y desde allí daba a la puerta que conducía al jardín de flores. Mary se había traído una linterna, pero conocía demasiado bien el camino como para necesitarla. El lugar podría haber sido creado para que las parejas se cortejaran… quizá lo había sido. En una noche cálida, había asientos junto al estanque, y si hacía frío, siempre quedaba la glorieta.

Pasaron bajo el arco del seto y vieron a sus pies el débil y misterioso resplandor del cielo nublado reflejándose sobre el estanque. Soplaba un vientecillo ligero y las nubes se movían con él… allá arriba, en el arco del cielo, y aquí abajo, dentro del espacio cerrado por el bajo parapeto de piedra. Pero el círculo quedó interrumpido por una sombra. Mary se apretó más contra él.

– Sam…, ¡hay algo allí!

– ¿Dónde? -su brazo se había encogido.

– ¡Allí! ¡Oh, Sam! ¡Hay algo en el estanque! ¡Hay algo… oh!

– ¡Trae la linterna!

Mary la buscó y cuando sus dedos la encontraron temblaban. El la cogió de su mano y proyectó un débil rayo de luz sobre lo que yacía sobre el parapeto del estanque, caído en el agua. Entonces, la chica gritó. La luz dejó ver un cuadrado negro y a continuación un cuadrado blanco y una raya de color esmeralda que los cruzaba. Para ambos fue una visión familiar. Sam sintió cómo se le revolvían las entrañas. La linterna cayó de su mano y rodó por el suelo.

– ¡Es la señora! ¡Oh, Dios mío!

Hizo un movimiento y Mary le retuvo.

– ¡No la toques! ¡No te atrevas a tocarla! ¡Oh, Sam!

Sam Bolton tenía que hacer algo. Con voz obstinada dijo:

– Tengo que sacarla del agua.

Pero Mary siguió reteniéndole.

– Tenemos que marcharnos de aquí…, ¡no queremos que nadie nos vea!

– No podemos hacer eso -dijo él.

No sabía Mary lo fuerte que era Sam. Se deshizo de la mano que le sujetaba y la apartó a un lado. La joven resbaló sobre un trozo cubierto de musgo y retrocedió hasta el asiento, agarrándose a él. Su pie tropezó contra la linterna caída. La recogió, pero se había apagado. El botón de encendido sonaba, pero lo moviera hacia donde lo moviese, la luz no se encendía. Las palabras que sonaban en su mente la atemorizaron. Se quedó mirando fijamente en la oscuridad, en busca de Sam. Él se había acercado al estanque. Apenas si podía verle, inclinado, levantándose ahora, y pudo escuchar cómo chorreaba el agua de lo que él levantaba, y un ruido sordo cuando lo dejó en el suelo. Fue entonces cuando volvió a gritar. No había querido hacerlo… simplemente ocurrió así. Gritó y echó a correr con el sonido de pesadilla de su propia voz y con los oídos llenos también por el ruido de aquel agua que escurría.

Nadie había cerrado con llave la puerta principal. Sam la encontró abierta cuando llegó corriendo, sin respiración. Había sostenido a la mujer ahogada en sus brazos y estaba empapado. Sus pies chapotearon sobre el piso del vestíbulo y dejaron huellas grandes de barro. Se encontró con Simmons que llevaba una bandeja llena de copas, y dijo, con la voz entrecortada: