Cuando se hubo marchado, Miss Silver habló con un tono de extremada gravedad:
– Miss Ford, acudió usted a mí en busca de consejo, pero cuando se lo di no hizo usted el menor caso. Desde entonces, ha sucedido aquí una tragedia. Ahora me ha llamado con gran urgencia y aquí estoy. Después de haber pasado sólo unas cuantas horas en la casa, no estoy en posición de dilucidar los acontecimientos que han ocurrido aquí, ni puedo dogmatizar sobre las circunstancias, pero me siento en la obligación de hacerle una advertencia. Existen elementos que pueden producir o precipitar otro estallido.
Adriana le dirigió una mirada dura.
– ¿Qué elementos?
– ¿Acaso necesito señalárselos?
– Sí.
Miss Silver obedeció.
– Tiene usted en su casa a tres personas en estado de conflicto mental. Una de ellas muestra una gran inestabilidad emocional. La muerte de Miss Preston ocurrió entre, digamos, las seis de la tarde y poco después de las ocho. Me ha dicho usted que la vio, sin lugar a dudas, a eso de las seis de la tarde. También me ha dicho que pudo ver a Miss Meriel hasta aproximadamente la misma hora.
– Puede usted avanzar la hora hasta las seis y media para las dos -dijo Adriana con tono de voz profunda-. Yo misma hablé con Meriel aproximadamente a las seis y veinte y en cuanto a la pobre Mabel…, bueno, se estaba haciendo oír, incluso en medio de todo aquel jaleo. Tenía una de esas agudas voces metálicas.
– Eso acorta el tiempo, dejándolo en algo menos de una hora y media. Durante ese período, tanto Miss Preston como Miss Meriel estuvieron en el estanque. No sabemos qué las hizo acudir allí, pero no cabe la menor duda de que ambas estuvieron en aquel lugar cerrado por el seto. No existe, desde luego, ninguna prueba de que la visita de Miss Meriel coincidiera con la de Miss Preston. Puede que sucediera así, y puede que no. Pero fuera de un modo o de otro, ella sabe ahora que su presencia allí es conocida, y otros miembros de esta casa también conocen el hecho.
– ¿Qué otros miembros?
– Acaba de escuchar lo que ha dicho Mee- son… Mr. y Mrs. Geoffrey Ford estaban en el descansillo cuando Miss Meriel la acusó de contar chismorreos. El hecho de que un trozo de su vestido desgarrado fuera encontrado en el seto que rodea el estanque, fue mencionado con toda claridad. Ellos tienen que haber oído lo que se ha dicho. En cuanto a Mr. Ninian Rutherford y a Simmons, se encontraban abajo, en el vestíbulo. Ellos también tienen que haberlo oído. De hecho, Mee- son ha dado a entender que todas estas personas oyeron lo que ella dijo. ¿Cree usted que mañana habrá alguien en esta casa que no conozca la presencia de Miss Meriel en el estanque? ¿Y cree usted que ese conocimiento permanecerá exclusivamente limitado a los habitantes de esta casa?
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Adriana.
– ¿Quiere que se lo diga?
– Desde luego.
Miss Silver habló con una voz tranquila y uniforme:
– Es bastante posible que la visita de Miss Meriel al estanque no tenga nada que ver con la presencia de Miss Preston allí, y mucho menos con su muerte. Ella pudo haber acudido allí y marcharse después sin haberla visto siquiera. También es posible que viera a Miss Preston e incluso que fuera testigo de la fatalidad que causó su muerte. También existe la posibilidad de que participara en ella. O es posible que, sin ser observada por nadie, fuera testigo de la participación de otra persona. No hace falta señalar que, en este último caso, ella se encontraría en una posición de considerable peligro.
– ¿No le parece que todo esto resulta demasiado intenso? -preguntó Adriana con brusquedad.
Miss Silver emitió una ligera tosecilla de reprobación.
– A veces se produce tal intensificación de las emociones de temor y de resentimiento, que son capaces de precipitar un acontecimiento trágico.
– Me gustaría decir «¡tonterías…!» -comentó Adriana con dureza.
– ¿Pero no puede?
– No del todo. ¿Qué quiere que haga?
– Haga salir de aquí a Miss Meriel -dijo Miss Silver sombríamente-, y márchese usted misma a hacer una visita. Deje que toda esta tensión emotiva se vaya calmando.
Se produjo un silencio entre ellas. Cuando ya duraba largo rato, Adriana dijo:
– No creo que tenga muchas ganas de salir corriendo de aquí.
24
Difícilmente se podía esperar una noche agradable. Había demasiadas cosas discordantes, recelosas y resentidas en los pensamientos de las seis personas que se sentaron alrededor de la mesa del comedor y que después se dirigieron a la sala de estar. Con las cortinas de terciopelo gris corridas y la alfombra gris bajo los pies, se sentía uno como encerrado en la niebla. No era la clase de niebla que se acerca y le corta a uno la respiración, sino de la que le observa a uno, se mantiene a cierta distancia y espera. En otros momentos, Adriana podría haberla calentado e iluminado, pero no esta noche. Llevaba puesto un vestido de terciopelo gris con una piel oscura y casi hacía juego con la sala. Silenciosa durante la cena, permaneció toda la noche sin pronunciar palabra, sosteniendo sobre sus rodillas un libro que no parecía estar leyendo, aunque de vez en cuando pasaba una página. Cuando la doncella le preguntaba algo, daba una breve respuesta y se refugiaba de nuevo en un silencio abstraído.
Meriel se había cambiado, poniéndose lo que Miss Silver creyó sería el viejo crespón verde al que Adriana se había referido despreciativamente. Bajo esta luz artificial, tenía sin duda alguna un efecto deslucido y no contribuía en absoluto a mitigar el aspecto tenebroso de quien lo llevaba. Ella llevaba el bonito crépe de Chine azul oscuro que su sobrina Ethel Burkett la había inducido a comprarse durante las vacaciones de verano del año anterior. Le había costado mucho más de lo que estaba acostumbrada a gastar, pero Ethel la había estimulado a comprarlo, y tenía razón.
– Nunca lo lamentarás, tía. Es una tela muy buena y tiene un estilo excelente. Te durará años y siempre te sentirás y tendrás el aspecto de ir bien vestida.
Animada por el gran medallón de oro que mostraba un monograma de las iniciales de sus padres en altorrelieve y que contenía unos mechones de sus cabellos, tuvo que admitir ante sí misma que tenía un aspecto extremadamente bueno. Había mantenido una conversación gentil durante toda la cena. Ahora, en el salón, abrió su bolsa de labor y sacó las largas agujas de las que colgaban unos siete u ocho centímetros de chal destinado a la gemela extra de Dorothy Silver.
Se había colocado cerca de Mrs. Geoffrey, que estaba sentada con un bastidor de bordado sobre su regazo y que manejaba una aguja con movimientos mecánicos. Cuando llegó el café, se bebió dos tazas sin tomar leche, y después volvió de nuevo al bordado. El viejo vestido negro le caía, y no se veía animado ni por un broche o un collar de perlas. Tenía los pies juntos, uno al lado del otro, calzados con un par de viejos y desgastados zapatos con una sola correa. Tenían hebillas de acero bastante grandes y estaban muy gastados. Una de las hebillas estaba suelta y se movía cada vez que su dueña cambiaba el pie de posición. Evidentemente, no tenía la costumbre de utilizar maquillaje. En realidad habría contribuido muy poco, si es que lograba algo, a mitigar el aspecto de fatiga y tensión reflejado en su rostro. Pero aún podía hablar, y siguió haciéndolo. De sus labios pálidos y apretados surgieron los pequeños de talles triviales de la vida diaria del hogar en el campo.
– Claro que cultivamos nuestras propias hortalizas. De no ser así, no sé lo que haríamos. Pero no es económico. Al contrario. Geoffrey lo calculó una vez, ¿y fue media corona o tres chelines a lo que te salía cada col? ¿Cuánto fue, Geoffrey?
Geoffrey Ford, de pie junto a la bandeja del café, miró por encima del hombro y sonrió.