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– Es peligrosa.

– ¿Qué ha querido decir, Esmé? -preguntó Geoffrey, en un tono de voz bajo y preocupado-. ¿Qué ha querido decir?

– Ha dicho que te vio empujarla al agua.

– ¿A mí… o a ti?

– Ha dicho «os vi».

– Podía haberse referido a cualquiera de nosotros.

– O a los dos -su voz sonó dura y tirante.

– No sé lo que quieres decir.

– Bueno, no lo hicimos juntos…, eso lo sabemos los dos. Pero… nos separamos. Creiste oír acercarse a alguien. Si de veras oíste a alguien, probablemente sería Mabel Preston. Yo me marché por un lado y tú por el otro. La cuestión es: ¿volviste tú allí?

– Esmé, te juro…

– Déjate de tonterías, ¿volviste?

– ¡Por Dios, claro que no!-exclamó él y al cabo de una pausa llena de tensión, preguntó-: ¿Y tú?

Sus pestañas cuidadosamente maquilladas, se alzaron.

– ¡Vamos, Geoffrey! ¿Qué esperas que diga? Sugiero que te reprimas la histeria y te marches. ¡Supongo que no querrás que Meriel continúe su truco de aparecer por aquí llamando a continuación a la policía del condado! Yo diría que en su actual estado de ánimo es capaz de hacer cualquier cosa. Y por muy estúpida que sea toda esta cuestión, despertaría las más curiosas sospechas. Sugiero que vayas detrás de ella y la convenzas.

El color rojizo se le había desvanecido del rostro. Permaneció en pie, mirándola.

– ¿Qué puedo hacer?

Esmé se echó a reír.

– ¡Mi querido Geoffrey! ¿Me vas a decir ahora que no sabes cómo convencer a una mujer? Meriel siempre ha querido hacer el amor contigo. ¡Alcánzala y hazle una buena actuación!

El color volvió repentinamente a su cara. Por un momento, hubiera sido capaz de golpearla. Pero el instante pasó y consiguió controlarse.

– Haré lo que pueda para convencerla.

Fuera, junto a la ventana abierta, Ellie oyó a Esmé Trent decir algo, pero no pudo esperar para saber de qué se trataba. Tenía que alejarse de allí antes de que Geoffrey Ford saliera. En cuanto dejó de mirar el brillo que se filtraba a través de las cortinas, le resultó difícil ver a su alrededor. El brillo anaranjado le dejó medio ciega. Tuvo que ir tanteando el camino por el estrecho sendero que rodeaba la casa. Con los brazos extendidos ante ella estaba a no más de un metro del porche cuando se abrió la puerta. Había una luz encendida en el pequeño vestíbulo. La luz brilló sobre las piedras y le mostró el camino hacia la puerta de postigo. Geoffrey Ford la habría visto si en aquel instante no se hubiera vuelto. Cuando ya estaba en el umbral, le oyó decir:

– Esmé… -y a continuación-: No puedes pensar que…

Y después, él avanzó por el camino.

Esmé Trent permaneció donde estaba para verle marchar. La puerta de postigo se cerró tras él y sus pasos se alejaron hacia la bifurcación y el camino. Ellie permaneció donde estaba, helada. Si Esmé miraba hacia allí, la vería. La luz del pequeño vestíbulo brillaba sobre las piedras. Esmé continuó donde estaba, pero mirando en la dirección en la que se había marchado Geoffrey. Transcurrió el tiempo. Pareció infinito, pero llegó a su fin. Esmé se dio media vuelta, cerró la puerta, y la luz desapareció. Y con ello volvió a Ellie Page una sensación de vida, pero llena de temor. Llegó hasta la puerta y echó a correr como un ser asustado de los bosques, pasando por entre los pilares derrumbados y alcanzando el camino. No supo entonces, y no pudo saberlo más tarde, qué le hizo doblar a la derecha, en lugar de a la izquierda, mientras seguía corriendo. Dicen que, en el caso de indecisión una persona acostumbrada a utilizar la mano derecha, tenderá a girar hacia la derecha. Pero en este caso no daba igual girar a un lado o a otro, porque de haber girado hacia la izquierda habría llegado casi inmediatamente a la protección del jardín de la vicaría, mientras que al girar a la derecha se introdujo en el camino situado entre la casa del guarda y la entrada a la Casa Ford. Sin duda le impidió el pánico que se apoderó de ella el pensar de modo que aquella preferencia por la mano derecha fue inconsciente..Pero, aunque fuera así, ella corrió con una urgencia desesperada y llegó al oscuro camino que llevaba a la Casa Ford.

Meriel y Geoffrey estaban ante ella. Meriel no corría. No tenía ninguna necesidad de hacerlo. Se sentía muy contenta consigo misma. Deseaba repasar en su mente la escena de la casa del guarda y pensar en lo inteligente que había sido y cómo podría ganarle la partida a aquella horrible Esmé Trent. Podría dejar libre a Geoffrey si era suficientemente humilde y fiel. Comenzó a imaginar una escena, aún más satisfactoria, en la que él le decía que era a ella a la que siempre había amado… Esmé le había tentado durante algún tiempo, pero cuando las vio juntas a las dos, hacía apenas un instante, se dio cuenta de la enorme diferencia que había entre ambas y supo que ella, Meriel, era la única en el mundo para él. Sí, si Geoffrey representaba su papel, ella le salvaría. Siempre podría decir que él se había despedido de Esmé, dejándola allí sola, en el estanque, antes de que Mabel Preston se acercara por el prado. Todo eso concordaría muy bien si lo contaba así y entonces Esmé quedaría fuera de combate para siempre. Cuanto más pensaba en esta idea, tanto más agradable le parecía. Y, además, había actuado con una gran inteligencia en la casa del guarda. Había visto el pequeño pañuelo de Esmé en el suelo, entre el sofá y la puerta. Lo había visto inmediatamente, pero, desde donde estaba sentada, Esmé no podía verlo. Meriel lo había visto y cuando Esmé se volvió para mirar a Geoffrey, ella lo había recogido con la rapidez de un relámpago y lo había guardado en el cuello de su vestido. Si dejaba caer ese pañuelo en la glorieta y luego lo encontraba la policía, demostraría que Esmé había estado allí. Ella había dicho que no había ninguna prueba de su presencia allí, pero aquel pañuelo sería una prueba excelente. Esmé poseía una docena de aquellos pequeños pañuelos de seda, con su nombre bordado en una esquina. Tenían cuatro colores diferentes: verde, azul, ámbar y marrón. Este era de color ámbar. Nadie, excepto Esmé, tenía un pañuelo así. Nadie podría haberlo recogido y dejado caer en la glorieta, por error. Sí, sería una prueba excelente que daría a Esmé muchos problemas. Aun cuando no fuera suficiente para enviarla a prisión, sería más que suficiente para apartarla de Ford.

Estaba aun agradablemente ocupada con estos pensamientos, cuando se encontró ante la casa. Cualquiera que hubiese estado siguiéndola podría haberla visto dudar un momento para después, bruscamente, verla doblar y tomar el camino que pasaba por entre unos matorrales, dirigiéndose hacia el prado. Sus pensamientos le seguían agradando. No había ningún tiempo como el presente. Cuanto antes estuviera aquel pañuelo en la glorieta, tanto mejor. Estaría adecuadamente sucio y húmedo tras haberse pasado allí toda la noche, y hacerlo no le ocuparía mucho tiempo. Llevaba la linterna en la mano, pero la utilizaba lo menos posible. Había luna detrás de unas tenues nubes y conocía perfectamente bien el camino.

Cuando llegó a la glorieta iluminó con la linterna, para elegir el mejor sitio donde dejar el pañuelo. Tenía que ser un sitio donde pudiera ser encontrado, pero no debía ser un lugar que llamara demasiado la atención. Cuando lo hubo dejado en el lugar que creyó oportuno, apagó la linterna y salió de la glorieta, encontrándose junto al estanque. El agua reflejaba un cielo que parecía más brillante de lo que era en realidad. La luz de la luna invisible se intensificaba sobre el agua. Los setos oscuros cerraban el entorno. Oyó el ruido de un avión, acercándose en la distancia. Apenas si lo advirtió, porque los aviones del aeropuerto de Ledbury pasaban por allí, con frecuencia. Este volaba bajo. El ruido que hacía penetraba en su mente, que lo reconoció como un sonido habitual. No le dedicó ningún pensamiento consciente, pero eso le impidió oír cualquier movimiento. Y se produjo un movimiento, y hubo unos pasos. De todos modos, quizá no los hubiera podido escuchar, pues el pavimento, cubierto de musgo, estaba húmedo y blando. Sus pensamientos estaban llenos de triunfo.