Janet se sintió temblar. La imagen acudió de pronto a su mente, como algo horrible. El estanque, con el cielo reflejado en el agua…, un cielo cubierto por las nubes…, ¿un cielo de estrellas? Sin saber siquiera cómo había sido. Meriel, con sus atormentados celos, y el oscuro pensamiento del asesinato puesto en acción mediante un golpe seco. Oyó decir al superintendente:
– Murió antes de caer al agua.
Y ahora, no era únicamente ella quien temblaba entre los presentes.
Ninian la rodeó con el brazo y Janet apoyó la cabeza en su hombro, cerrando los ojos.
Una vez tranquilizado el ambiente, Geoffrey Ford dijo:
– Ya te lo dije antes… Salí a dar un paseo.
– ¿Fuiste a ver a alguien?
Los pálidos ojos de Edna se alzaron. Le miraron. Después, miraron al superintendente Martin. Finalmente, dijo:
– Fue a ver a Mrs. Trent en la casita del guarda.
– ¿De veras, Mr. Ford?
– Bueno…, sí.
– ¿Me permite preguntarle cuánto tiempo estuvo allí?
– Bueno, en realidad, superintendente… no lo sé. Supongo que fumé un par de cigarrillos…
– ¿Diría usted que estuvo allí durante algo más de media hora?
– Bueno, sí, algo así, quizá un poco más. En realidad, no sabría decirle.
– Tardaría unos diez minutos en cada trayecto de ida y vuelta, ¿no es cierto?
– ¡Oh! No creo que tanto. Nunca lo he comprobado.
– ¿Cerca de cinco o seis minutos?
– Sí, algo así.
– ¿Y cuándo salió de esta casa?
– Me temo que no miré el reloj.
– Eran aproximadamente las ocho y veinte cuando te marchaste de la sala de estar -dijo Adriana-, y deberían ser las ocho y media cuando Meriel subió a buscarte.
El superintendente hizo un gesto de asentimiento.
– En cualquier caso, Mr. Ford, debería usted haber estado de regreso en la Casa Ford a las nueve y. media. ¿Es eso lo que dice?
El color del rostro de Geoffrey se había oscurecido.
– Realmente, no vale la pena insistir sobre la hora en que me marché o regresé. ¡Compréndalo, hombre! Uno no va por ahí mirando continuamente el reloj. Hacía una noche suave…, fui a dar un paseo para ver a una amiga… Estuvimos hablando de esto y de aquello… En realidad, no tengo la menor idea de cuánto tiempo estuve allí. He dicho que me fumé un par de cigarrillos, pero fácilmente podría haber fumado más. No le puedo decir cuándo regresé aquí. Todo lo que sé es que no era muy tarde.
Las manos de Edna habían estado descansando, ociosas, sobre su bordado. Ahora, sin ninguna expresión en su rostro, dijo:
– El tiempo transcurre con tanta rapidez cuando uno está… hablando.
Nadie pudo dejar de percibir la pausa empleada antes de pronunciar la última palabra. Ella cogió de nuevo la aguja en cuanto la pronunció. Martin dijo:
– Así que podrían haber sido las diez de
la noche cuando regresó usted. ¿Había alguna luz encendida en la sala de estar?
– No tengo la menor idea. Entré tal y como salí, por la ventana del despacho, y me dirigí directamente a mi habitación.
– ¿No miró entonces el reloj?
– No, no lo hice.
El superintendente se volvió a Adriana.
– Creo recordar que usted declaró que usted, Mrs. Ford y esta señora -e indicó a Miss Silver-, subieron a sus habitaciones a las nueve y media. Era muy temprano para irse a la cama.
– Habíamos tenido un día muy cansado.
– ¿Alguna de ustedes volvió a bajar?
– Yo, desde luego, no.
– ¿Y usted, Mrs. Ford?
– ¡Oh, no! -contestó Edna con su voz monótona-. Había pasado noches muy malas últimamente. Tomé un somnífero que el doctor Fielding me había recetado y me metí en la cama.
– ¿Y usted, Miss Silver?
Ella miró por encima de su labor de punto y contestó:
– No, no volví a bajar de nuevo.
Se volvió hacia Geoffrey Ford.
– Miss Meriel Ford le siguió a usted, saliendo de la sala de estar, aproximadamente a las ocho y media. Había anunciado su intención de hacerle bajar del despacho. ¿Le encontró allí?
Eso mismo le habían preguntado antes, y él había contestado que no. ¿Por qué se lo volvían a preguntar ahora? Parecía como si no le creyeran. Quizá habría sido mejor decir que Meriel le había encontrado, y que él le había dicho que iba a salir. Pero entonces, habrían querido saber dónde había estado ella, qué estaba haciendo…, cómo es que acudió al estanque. No tendría que haber dudado…, tendría que haber contestado algo inmediatamente. Ahora habló con precipitación.
– No, no…, claro que no. No sé si subió al despacho o no, pero si lo hizo, yo no estaba allí.
El superintendente se levantó. Detrás de él, el inspector apartó su silla y también se levantó. Martin se dirigió hacia la puerta, pero antes de llegar a ella, se volvió dirigiéndose a Geoffrey.
– He estado viendo a Mrs. Trent. Ella parece dudar tanto de la hora como usted. He ido a verla esta mañana temprano, para preguntarle por el pañuelo que fue encontrado en la glorieta…, un pañuelo amarillo, con el nombre de Esmé bordado en una esquina.
La mano de Edna se detuvo en el momento de dar una puntada.
– El nombre de Mrs. Trent es Esmé -dijo.
Martin asintió con un gesto.
– Esa es la razón por la que fui a verla. Dice que es incapaz de explicar cómo fue su pañuelo a parar allí. ¿Sabría usted decirnos algo al respecto, Mr. Ford?
– ¡Claro que no!
– ¿No cabe la posibilidad de que Miss Meriel Ford le acompañara a la casita del guarda? Si lo hizo así, ¿no cree que pudo tener la oportunidad de coger el pañuelo en cuestión por equivocación?
– ¡Claro que no me acompañó!
– ¿Cómo es eso de «claro», Mr. Ford?
– No tenía ese tipo de relaciones con Mrs. Trent.
Se dio cuenta, en cuanto lo hubo dicho, de que no debía haberlo hecho. No debía haber el menor indicio de que Meriel y Esmé no se entendían. Fue la sugerencia de que Meriel podía haberle seguido hasta la casita del guarda, o haber acudido allí en su compañía lo que le impulsó a decir una cosa como aquélla. Y no logró arreglar mucho la situación al explicar:
– No mantenían esa clase de relaciones informales. Ella no acudiría a su casa a no ser que fuera invitada.
– Esmé Trent es amiga de Geoffrey -dijo entonces Edna, con acento lastimero.
El superintendente Martin encontró material suficiente para pensar. Tenía la impresión de que Geoffrey Ford no había dicho la verdad. Puede que no estuviera tan inseguro sobre sus idas y venidas como aparentaba estarlo, pero, evidentemente, había algo que ansiaba ocultar, y podía o no ser algo relacionado con el asesinato de Meriel Ford. No cabía la menor duda de que existía una situación tirante entre el matrimonio, teniendo a Esmé Trent como tercera parte perturbadora. La inquietud de Geoffrey Ford podía ser consecuencia de los celos de su esposa, en cuyo caso era posible que no tuviera nada que ver con el asesinato.
No dijo nada hasta llegar al vestíbulo, cuando envió al inspector Dean al guardarropa para echar un vistazo a los palos de golf que, según se le había dicho, estaban guardados allí. Martin siguió dando vueltas a las cosas, hasta que su atención se distrajo al ver a Miss Silver bajar las escaleras. No recordaba su nombre, aunque se le había dado a conocer. Ella aparecía en sus pensamientos como «la pequeña dama que estaba de visita» y no le agradó que se dirigiera directamente hacia él y dijera:
– Discúlpeme, superintendente, pero me gustaría hablar un momento con usted.